Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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– ¿Dejó otras cosas?

– ¡Entonces usted no es de la policía sino de Hacienda! Sí, señor, me dejó otro piso, pero muy pequeño. Lo tengo alquilado.

– ¿Y a los demás? ¿Les dejó algo a los demás?

– ¿Quiénes son los demás?

– Bueno, no sé, algún familiar…

– A su hermana, con quien había hecho las paces tras pasarse años sin hablar con ella, le dejó una cosita de nada.

– ¿Sabe usted qué era esa cosita?

– ¡Pues claro que lo sé! El testamento lo hizo en mi presencia y tengo incluso una copia. A su hermana le dejó un establo y una sarma, sólo un pequeño recuerdo.

Montalbano se quedó estupefacto. ¿Se podía dejar la roña en herencia? Las siguientes palabras de la señorita Baeri aclararon el equívoco.

– No, mucho menos que eso. ¿Usted sabe a cuántos metros cuadrados corresponde una sarma de tierra?

– La verdad es que no lo sé -dijo el comisario, recuperándose del susto.

– Cuando se fue de Vigàta para venir aquí, Giuliana no consiguió vender ni el establo ni la tierra que, al parecer, no es llana. Y, cuando hizo testamento, decidió dejarle estas cosas a su hermana. Tienen muy poco valor.

– ¿Usted sabe dónde está exactamente el establo?

– No.

– Pero en el testamento lo tiene que especificar. Y usted me ha dicho que conserva una copia.

– ¡Virgen santa! ¿Qué quiere, que me ponga a buscarlo?

– Si fuera posible…

La vieja se levantó murmurando, abandonó la habitación y regresó al cabo de menos de un minuto. Sabía muy bien dónde guardaba la copia del testamento. Se la entregó de mala gana. Montalbano le echó un vistazo y, al final, encontró lo que le interesaba.

En el documento, el establo se calificaba de «edificio rústico de una sola habitación»; según las medidas que se indicaban, un dado de cuatro metros de lado. Rodeado de mil setecientos metros cuadrados de terreno. Poca cosa, tal como había dicho la señorita Baeri. El edificio se levantaba en un lugar llamado El Moro.

– Le doy las gracias y le ruego me disculpe la molestia -dijo cortésmente Montalbano mientras se levantaba.

– ¿Por qué le interesa el establo? -preguntó la vieja levantándose a su vez.

Montalbano dudó, tenía que encontrar una buena excusa. Pero la señorita Baeri añadió:

– Se lo pregunto porque es la segunda persona que se interesa por el establo.

El comisario volvió a sentarse y la señorita Baeri imitó su ejemplo.

– ¿Cuándo fue?

– Al día siguiente del entierro de la pobre Giuliana, cuando su hermana y su marido aún estaban aquí. Dormían en la habitación del fondo.

– Explíqueme cómo ocurrió.

– Se me había olvidado por completo, pero me ha vuelto a venir a la memoria ahora que hemos hablado de ella. Pues bien, al día siguiente del entierro, casi a la hora de comer, sonó el teléfono y yo me puse al aparato. Era un hombre, me dijo que estaba interesado en el establo y el terreno. Yo le pregunté si se había enterado de que la pobre Giuliana había muerto y él me contestó que no. Me preguntó con quién podía hablar del asunto. Entonces le pasé al marido de Margherita, puesto que ella era la heredera.

– ¿Oyó lo que dijeron?

– No, salí de la habitación.

– El que llamó, ¿le dijo cómo se llamaba?

– Puede que me lo dijera, pero ya no me acuerdo.

– Después, en su presencia, ¿el señor Alfonso le comentó a su mujer la llamada?

– Cuando entró en la cocina y Margherita le preguntó con quién había hablado, él le contestó que con uno de Vigàta que vivía en su mismo edificio. Y no añadió nada más.

¡Albricias! Montalbano se levantó de un salto.

– Tengo que irme, muchas gracias y disculpe -dijo, encaminándose hacia la puerta.

– Tengo una curiosidad -dijo la señorita Baeri, siguiéndolo-. ¿Por qué no le pregunta estas cosas a Alfonso?

– ¿Qué Alfonso? -dijo Montalbano, que ya había abierto la puerta.

– ¿Cómo que qué Alfonso? El marido de Margherita.

¡Santo cielo! ¡Ésa no se había enterado de los asesinatos! No debía de mirar la televisión ni leer los periódicos.

– Se las preguntaré -le aseguró el comisario, ya en la escalera.

Detuvo el coche en la primera cabina telefónica que encontró, bajó, entró y observó una lucecita roja intermitente. El teléfono no funcionaba. Vio otra cabina: el teléfono también estaba averiado.

Soltó una sarta de maldiciones, comprendiendo que en la estupenda carrera que había hecho hasta aquel momento estaba empezando a tropezar con pequeños obstáculos, heraldos de otros más gordos. Al final, consiguió llamar a la comisaría desde la tercera cabina.

– ¡Ah, dottori, dottori ! Pero ¿dónde se ha metido? Llevo toda la santa mañana…

– Catarè, luego me lo cuentas. ¿Sabes dónde está El Moro?

Primero se produjo una pausa y después una risita que pretendía ser de guasa.

Dottori, ¿cómo quiere que lo sepa? ¿No sabe en qué plan estamos en Vigàta? Estamos llenos de «conogoleses».

– Pásame enseguida a Fazio.

¿«Conogoleses»? ¿Aquejados de una lesión traumática en el «conogo»? Pero ¿qué era el «conogo»?

– Dígame, señor comisario.

– Fazio, ¿tú conoces un lugar que llaman El Moro?

– Un momentito, señor comisario.

Fazio había puesto en marcha su cerebro-ordenador. En su cabeza guardaba, entre otras cosas, un plano detallado del territorio de Vigàta.

– Comisario, eso está por la parte de Monteserrato.

– Explícame cómo puedo llegar hasta allí.

Fazio se lo explicó. Y después le dijo:

– Lo siento, pero Catarella insiste en hablar con usted. ¿Desde dónde llama?

– Desde Trapani.

– ¿Qué está haciendo en Trapani?

– Después te lo digo. Pásame a Catarella.

– ¿Sí, dottori ? Quería decirle que esta mañana…

– Catarè, ¿quiénes son los «conogoleses»?

– Los africanos del Conogo, dottori. ¿Cómo se dice? ¿Conogotanos?

Colgó, volvió a subir al coche y se detuvo delante de una importante ferretería. Un autoservicio. Compró un pie de cabra, un formón, unas grandes tenazas, un martillo y una pequeña sierra metálica. Cuando fue a pagar, la cajera, una guapa muchacha morena, lo miró sonriendo.

– Buen golpe -dijo.

No le apetecía contestar. Salió y subió nuevamente al coche. Al poco rato, le dio por consultar el reloj. Eran casi las dos y le había entrado un hambre canina. Delante de una trattoria cuyo rótulo decía «dal Borbone», había varios camiones de gran tonelaje aparcados. Lo cual significaba que allí se comía muy bien. En su fuero interno se produjo una breve pero encarnizada lucha entre el ángel y el demonio. Ganó el ángel. Siguió adelante hacia Vigàta.

«¿Ni siquiera un bocadillo?», oyó que el demonio le preguntaba con voz quejumbrosa.

– No.

Se llamaba Monteserrato y era una sucesión de colinas bastante altas que separaba Montelusa de Vigàta. Empezaba casi a la orilla del mar y se prolongaba tierra adentro a lo largo de unos cinco o seis kilómetros, hacia la campiña del interior. En la última cresta se levantaba una vieja finca de considerable extensión. Era un lugar aislado. Y así se había conservado, a pesar de que en la época del apogeo de las obras públicas, en un desesperado intento por encontrar algún lugar que justificara la construcción de una carretera, un puente, un cruce de autopistas o un túnel, lo hubieran unido con una cinta de asfalto a la carretera provincial Vigàta-Montelusa. De Monteserrato le había hablado unos cuantos años atrás el viejo director de escuela Burgio, el cual le había contado que en el 44 había hecho una excursión a Monteserrato con un amigo americano, un periodista con quien había simpatizado enseguida. Habían efectuado una caminata de varias horas por el campo y después habían empezado a subir una cuesta, deteniéndose de vez en cuando para descansar. Al llegar a la finca, rodeada por un muro muy alto, dos perros de una raza que ni el director de la escuela ni el americano habían visto jamás, les impidieron el paso. Tenían cuerpo de lebrel pero un rabo muy corto y retorcido como el de un cerdo, orejas largas de perro de caza y mirada muy fiera. Los perros los dejaron literalmente petrificados, pues, al menor movimiento, emitían unos amenazadores gruñidos. Al final, pasó a caballo un hombre de la finca que los acompañó. El amo de la casa los llevó a visitar las ruinas de un antiguo convento. Y allí, el director de la escuela y el americano, en una maltrecha y húmeda pared, pudieron contemplar un fresco extraordinario, una Natividad. Todavía se podía leer la fecha: 1410. En él figuraban también representados tres perros absolutamente idénticos a los dos que les habían cerrado el paso al llegar. Muchos años después, tras la construcción de la carretera asfaltada, el director de la escuela quiso regresar a aquel lugar. Las ruinas del convento ya no existían y habían sido sustituidas por un enorme garaje. Hasta el muro del fresco se había derribado. Alrededor del garaje todavía se podían encontrar fragmentos de enlucido pintado.

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