Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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– ¡Se me ocurre cada chorrada!

Resistió un poco, pero después ya no pudo más y bajó de la rama. Se acercó al automóvil, cogió un periódico, regresó al acebuche, extendió las páginas del periódico en el suelo y se tumbó encima de ellas tras haberse quitado la chaqueta.

Visto desde abajo, desde aquella nueva perspectiva, el olivo silvestre le pareció más grande y enrevesado. Observó la complejidad de las ramas que antes no había podido ver por estar entre ellas. Le vinieron a la mente unas palabras: «Hay un acebuche grande… con el cual lo he resuelto todo.» ¿Quién las había pronunciado? ¿Y qué era lo que había resuelto el árbol? Después consiguió enfocar los recuerdos. Aquellas palabras se las había dicho Pirandello a su hijo pocas horas antes de morir. Y se referían a Los gigantes de la montaña, la obra que había dejado inconclusa.

Se pasó media hora tumbado boca arriba sin apartar en ningún momento la mirada del árbol. Y, cuanto más lo miraba, tanto más el acebuche le explicaba de qué manera el juego del tiempo lo había retorcido y lacerado, cómo el agua y el viento lo habían obligado año tras año a adquirir aquella forma que no era fruto de un capricho o del azar sino consecuencia de una necesidad.

Sus ojos se posaron en tres gruesas ramas que, durante un breve trecho, discurrían casi paralelas, antes de que cada una de ellas se lanzara a una personal fantasía de repentinos zigzags, retrocesos, avances laterales, desviaciones y arabescos. Una de las tres, la del centro, estaba situada ligeramente por debajo de las otras dos, pero, con sus retorcidas ramitas, se agarraba a las ramas de arriba como si las quisiera mantener unidas a sí a lo largo del trecho que las tres recorrían juntas.

Desplazó la cabeza y, mirando con atención, Montalbano se percató de que las tres ramas no nacían independientes la una de la otra, aunque estaban situadas muy cerca, sino que su origen era un solo punto, una especie de bubón de gran tamaño que sobresalía del tronco.

Probablemente fue una ligera ráfaga de viento que agitó las hojas. Un repentino rayo de sol azotó los ojos del comisario, cegándolo. Con los ojos cerrados, Montalbano sonrió.

Fuera lo que fuera lo que aquella noche le comunicara De Cicco, ahora él estaba seguro de que al volante del vehículo que circulaba detrás del autocar se sentaba Nenè Sanfilippo.

* * *

Estaban apostados detrás de un chaparral de ciruelos silvestres, con las pistolas a punto de disparar. El padre Crucillà había señalado aquella solitaria casa rural como el refugio secreto de Japichinu. Pero el cura, antes de dejarlos, había tenido empeño en advertirles que actuaran con pies de plomo, pues él no estaba seguro de que Japichinu estuviera dispuesto a entregarse sin resistencia. Por si fuera poco, éste tenía en su poder una metralleta y había demostrado en más de una ocasión que la sabía utilizar.

Por consiguiente, el comisario había decidido actuar conforme a las normas y había enviado a Fazio y Gallo a la parte posterior de la casa.

– A esta hora, ya estarán en posición -dijo Mimì.

Montalbano no contestó, quería dar a sus hombres el tiempo suficiente para elegir el lugar más apropiado para apostarse.

– Voy para allá -dijo Augello, impaciente-. Tú cúbreme.

– De acuerdo -dijo el comisario, dando su conformidad.

Mimì empezó a reptar muy despacio. Brillaba la luna; de otro modo, su avance hubiera resultado invisible. La puerta de la casa estaba extrañamente abierta de par en par. Pero, pensándolo bien, no tenía nada de extraño: era evidente que Japichinu quería dar la impresión de que la casa estaba abandonada, aunque, en realidad, él permanecía escondido dentro con la metralleta en la mano.

Al llegar a la puerta, Mimì se incorporó, se detuvo en el umbral y asomó la cabeza para mirar. Después, con pasó ligero, entró. Salió a los pocos minutos y agitó un brazo en dirección al comisario.

– Aquí no hay nadie -dijo.

«Pero ¿dónde tiene éste la cabeza? -se preguntó, nervioso, Montalbano-. ¿Es que no comprende que lo pueden estar apuntando?»

Justo en aquel momento, mientras el miedo le helaba la sangre en las venas, vio asomar el cañón de una metralleta por la ventana situada perpendicularmente por encima de la puerta. Se levantó de un salto.

– ¡Mimì! ¡Mimì! -gritó.

Y se detuvo porque le pareció que estaba cantando La bohème.

La metralleta efectuó un disparo, y Mimì se desplomó.

El mismo disparo que había matado a Augello despertó al comisario.

Seguía tumbado sobre las páginas de periódico, bajo el acebuche, empapado de sudor. Por lo menos un millón de hormigas habían tomado posesión de su cuerpo.

Trece

Pocas, y a primera vista no demasiado importantes, fueron las diferencias entre el sueño y la realidad. La remota casucha rural que el padre Crucillà les había indicado como refugio secreto de Japichinu era la misma que había soñado el comisario, salvo que ésta, en lugar de la ventana, tenía un pequeño balcón abierto de par en par por encima de la puerta también abierta.

A diferencia de lo que ocurría en el sueño, el cura no se había alejado a toda prisa.

– A mí siempre se me puede necesitar -había dicho.

Y Montalbano había hecho los debidos conjuros mentales. El padre Crucillà, oculto detrás de un enorme matojo de centinodia en compañía del comisario y de Augello, contempló la casucha y meneó la cabeza con gesto preocupado.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó Montalbano.

– No me convence nada eso de la puerta y el balcón. Las veces que he venido a verlo estaba todo cerrado y había que llamar. Prudencia, por lo que más quieran. No puedo jurar que Japichinu esté dispuesto a dejarse atrapar. Tiene la metralleta al alcance de la mano y la sabe utilizar.

Cuando estuvo seguro de que Fazio y Gallo ya habían ocupado sus posiciones detrás de la casa, Montalbano miró a Augello.

– Ahora voy yo y tú me cubres.

– ¿Qué novedad es ésa? -reaccionó Mimì-. Siempre lo habíamos hecho al revés.

No le podía decir que lo había visto morir en su sueño.

– Esta vez vamos a cambiar.

Mimì no replicó y se calló de inmediato, pues sabía reconocer, por el tono de la voz del comisario, cuándo se podía discutir con él y cuándo no.

Aún no había anochecido. La luz grisácea que precede a la oscuridad permitía distinguir las siluetas.

– ¿Cómo es posible que no haya encendido la luz? -preguntó Augello, señalando con la barbilla la casa a oscuras.

– A lo mejor nos espera -dijo Montalbano.

Y se puso en pie, a pecho descubierto.

– ¿Qué haces? Pero ¿qué haces? -preguntó Mimì en voz baja, tratando de agarrarlo por la chaqueta y tirar de él hacia abajo.

De pronto, le vino a la mente una idea que lo aterrorizó.

– ¿Tienes la pistola?

– No.

– Toma la mía.

– No -repitió el comisario, dando dos pasos al frente. Se detuvo y ahuecó las manos alrededor de la boca.

– ¡Japichinu! Soy Montalbano. Y voy desarmado.

No hubo respuesta. El comisario siguió avanzando tranquilamente, como si estuviera paseando. A unos tres metros de la puerta, volvió a detenerse y dijo, levantando la voz sólo ligeramente por encima del tono normal:

– ¡Japichinu! Voy a entrar. Así podremos hablar tranquilos.

Nadie contestó, nadie se movió. Montalbano levantó las manos y entró en la casa. Estaba todo oscuro, y el comisario se desplazó un poco hacia un lado para que su figura no se recortara en el vano de la puerta. Y fue entonces cuando lo aspiró, aquel olor que tantas veces había percibido y cada vez le provocaba una ligera sensación de náusea. Antes de encender la luz, ya sabía lo que iba a ver. Japichinu se encontraba tendido en el centro de la habitación sobre algo que parecía una colcha de color rojo pero que, en realidad, era su propia sangre, con la garganta cortada. Lo debían de haber sorprendido a traición mientras estaba de espaldas a su asesino.

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