Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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– Tenemos la lista -anunció solemnemente el director.

– ¿Podría verla?

Antes de entregársela, el cavaliere se cercioró de que sobre el escritorio aún se encontraba la autorización firmada por el comisario.

Y el comisario no entendió ni jota, quizá también porque la cifra que leyó al final le pareció desproporcionada.

– ¿Me lo explica usted? -preguntó, usando el mismo tono de voz de cuando iba a la escuela.

El director se inclinó, tumbándose prácticamente sobre el escritorio, y le arrancó indignado la hoja de las manos.

– ¡Está todo clarísimo! -dijo-. De la lista se desprende que la pensión de los cónyuges Griffo ascendía a un total de tres millones de liras mensuales, un millón ochocientas mil la del marido y un millón doscientas mil la de la mujer. El señor Griffo, en el momento del cobro, retiraba en efectivo el importe de su pensión para los gastos del mes y dejaba en depósito la pensión de su mujer. Éste era el ritmo habitual. Con alguna que otra excepción, naturalmente.

– Pero, incluso admitiendo que fueran tan tacaños y ahorradores -reflexionó el comisario en voz alta-, las cuentas siguen sin salir. ¡Me parece haber visto que en esa libreta hay casi cien millones!

– Ha visto bien. Exactamente noventa y ocho millones trescientas mil liras. Pero eso no tiene nada de extraordinario.

– Ah, ¿no?

– No, porque, desde hace dos años, el señor Alfonso Griffo, el día uno de cada mes, ingresaba puntualmente siempre la misma cantidad: dos millones. Que suman un total de cuarenta y ocho millones que hay que añadir a los ahorros.

– ¿Y de dónde sacaba esos dos millones al mes?

– A mí no me lo pregunte -replicó ofendido el director.

– Gracias -dijo Montalbano, levantándose. Y le tendió la mano.

El director se levantó, rodeó el escritorio, miró al comisario de abajo arriba y le estrechó la mano.

– ¿Me puede dar el listado? -preguntó Montalbano.

– No -contestó secamente el bastardo Saboya.

El comisario abandonó el edificio y, en cuanto salió a la acera, encendió un cigarrillo. Había acertado: habían hecho desaparecer la libreta porque aquellos cuarenta y ocho millones eran el síntoma de la mortal enfermedad de los Griffo.

Cuando ya llevaba unos diez minutos en su despacho, entró Catarella con la cara tan desolada como la de un habitante de Casamicciola después del célebre y devastador terremoto. Dejó en el escritorio la foto que llevaba en la mano.

– Ni siquiera con el «esconiador» de mi amigo de confianza lo he conseguido. Si quiere, se la llevo a Cicco de Cicco porque la cosa con el crimininilólogo la harán mañana.

– Gracias, Catarè, se la llevo yo mismo.

«Salvo, ¿por qué no aprendes a usar el ordenador?», le había preguntado un día Livia. Y había añadido: «¡Si supieras cuántos problemas podrías resolver!»

Pues bien, de entrada, el ordenador no había podido resolver aquel pequeño problema y simplemente le había hecho perder el tiempo. Se hizo el propósito de decírselo a Livia, así, por el simple gusto de mantener viva la polémica.

Se guardó la fotografía en el bolsillo, salió de la comisaría y subió a su automóvil. Pero decidió pasar por Via Cavour antes de ir a Montelusa.

– El señor Griffo está arriba -le advirtió la portera.

Davide Griffo le abrió la puerta en mangas de camisa; sostenía en la mano un cepillo, estaba limpiando el piso.

– Había demasiado polvo.

Lo hizo sentar en el comedor. Sobre la mesa estaban amontonados los papeles que poco antes le había entregado el comisario. Griffo interceptó su mirada.

– Tiene usted razón, señor comisario. La libreta no está. ¿Quería decirme algo?

– Sí. Que he ido a Correos y he pedido que me dijeran a cuánto ascendía la suma que sus padres tenían en la libreta.

Griffo hizo un gesto, como diciendo que ni siquiera merecía la pena hablar de ello.

– Muy pocas liras, ¿verdad?

– Exactamente noventa y ocho millones trescientas mil.

Davide Griffo palideció.

– ¡Eso es un error! -farfulló.

– No es un error, se lo aseguro.

Davide Griffo, con las rodillas como de requesón, se dejó caer en una silla.

– Pero ¿cómo es posible?

– Desde hace dos años, su padre ingresaba dos millones cada mes. ¿Tiene usted idea de quién podía estar detrás de ese dinero?

– ¡Ni la más remota! Jamás me hablaron de ganancias extra. Y yo no acierto a entenderlo. Dos millones netos al mes son un sueldo respetable. ¿Y qué podía hacer mi padre, con lo viejo que era, para ganárselo?

– Nadie ha dicho que fuera un sueldo.

Davide Griffo palideció todavía más, y estaba tan perplejo que ahora parecía que estuviera francamente asustado.

– ¿Usted cree que puede haber alguna relación?

– ¿Entre los dos millones mensuales y el asesinato de sus padres? Es una posibilidad que hay que tomar seriamente en consideración. Han hecho desaparecer la libreta precisamente por eso, para evitar que nosotros pensáramos en una relación de causa-efecto.

– Pero, si no era un sueldo, ¿qué podía ser?

– Quién sabe -dijo el comisario-. Voy a formular una hipótesis. Pero primero tengo que preguntarle una cosa, y le ruego que sea sincero. ¿Su padre, a cambio de dinero, hubiera cometido una falta de honradez?

Davide Griffo tardó un poco en contestar.

– Es difícil juzgarlo así… Creo que no, que no la hubiera cometido. Pero era, ¿cómo diría?, vulnerable.

– ¿En qué sentido?

– Él y mi madre estaban muy aferrados al dinero. Y ahora, ¿cuál es la hipótesis?

– Por ejemplo, que su padre fuera el testaferro de alguien que desarrollaba alguna actividad ilícita.

– Él no se hubiera prestado a hacer tal cosa.

– ¿Ni siquiera si le hubieran presentado la cosa como algo legal?

Esta vez Griffo no contestó. El comisario se levantó.

– Si se le ocurre alguna posible explicación…

– Claro, claro -dijo Griffo con aire distraído. Acompañó a Montalbano a la puerta y añadió-: Me estoy acordando de algo que me dijo mi madre el año pasado. Vine a verlos y, en un momento en que mi padre no estaba, ella me dijo en voz baja: «Cuando nosotros ya no estemos, te llevarás una buena sorpresa.» Pero a mi madre, pobrecita, muchas veces se le iba la cabeza. Ya no volvió a comentarme el tema. Y yo me olvidé por completo de él.

Al llegar a la Jefatura Superior de Montelusa, pidió al de la centralita que llamara a Cicco de Cicco. No le apetecía ver a Vanni Arquà, el jefe de la Científica que había sustituido a Jacomuzzi. Se caían muy mal el uno al otro. De Cicco apareció corriendo y pidió la fotografía.

– Me temía algo mucho peor -dijo, examinándola-. Catarella me ha dicho que han probado con el ordenador, pero…

– ¿Tú me podrás facilitar el número de esta matrícula?

– Creo que sí, señor comisario. En cualquier caso, esta noche lo llamo.

– Si no me encuentras, déjale el mensaje a Catarella. Pero cuida de que anote debidamente las letras y los números; de lo contrario, nos podría salir una matrícula de Minnesota.

Durante el camino de vuelta, sintió casi la obligación de hacer una parada entre las ramas del acebuche. Necesitaba una pausa de reflexión: auténtica, no como la de los políticos que llaman así, pausa de reflexión, a lo que no es más que una caída en coma profundo. Se sentó a horcajadas en la rama de costumbre, apoyó la espalda en el tronco y encendió un cigarrillo. Pero enseguida se sintió incómodo, notaba la molesta presión de los nudos y de las espinas leñosas en la parte interior de los muslos. Experimentó una extraña sensación, como si el olivo no lo quisiera tener sentado allí y estuviera haciendo todo lo posible para que cambiara de posición.

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