– Mi madre no se separaba jamás del bolso, a veces yo le tomaba el pelo por eso. Le preguntaba qué tesoros guardaba en su interior.
De repente, se sintió embargado por la emoción y desde lo más hondo de su pecho surgió una especie de sollozo.
– Discúlpeme. Como me han devuelto sus objetos personales, la ropa, la calderilla que mi padre tenía en el bolsillo, las alianzas matrimoniales, las llaves de la casa… Mire, he venido a verlo para pedirle permiso… en fin, quería preguntarle si puedo entrar en el piso y empezar a hacer el inventario…
– ¿Qué piensa usted hacer con el piso? Era de propiedad, ¿verdad?
– Sí, lo compraron haciendo grandes sacrificios. Lo venderé cuando llegue el momento. Ahora ya no tengo muchos motivos para regresar a Vigàta.
Otro sollozo reprimido.
– ¿Sus padres tenían otras propiedades?
– Nada de nada, que yo sepa. Vivían de sus pensiones. Mi padre tenía una libreta postal, donde le ingresaban su pensión y la de mi madre… Pero, a final de mes, les quedaba muy poco para ahorrar.
– No creo haber visto esa libreta.
– ¿No estaba? ¿Ha mirado bien en el sitio donde mi padre guardaba sus papeles?
– No estaba. Yo mismo lo examiné todo cuidadosamente. A lo mejor, se la llevaron junto con el billetero y el bolso.
– Pero ¿por qué? ¿Qué van a hacer con una libreta postal que no podrán utilizar? ¡Es un trozo de papel inútil!
El comisario se levantó. Davide Griffo imitó su ejemplo.
– No tengo ningún inconveniente en que vaya usted al apartamento de sus padres. Al contrario. Si usted encontrara entre los papeles algo que… -Interrumpió la frase de golpe. Davide Griffo lo miró con expresión inquisitiva-. Disculpe un momento -dijo el comisario.
Abandonó el despacho soltando mentalmente unas maldiciones, pues se había percatado de que los papeles de los Griffo se encontraban todavía en la comisaría, adonde él los había llevado desde su casa. En efecto, la bolsa de plástico aún estaba en el trastero. No le parecía correcto entregar al hijo los recuerdos familiares en aquel paquete. Buscó en el trastero, no encontró nada que pudiera utilizar, ni una caja de cartón ni una bolsa más aceptable. Se resignó.
Davide Griffo lo miró estupefacto mientras él depositaba a sus pies la bolsa de la basura.
– La cogí en casa de sus padres para guardar en ella los papeles. Si quiere, se los envío a través de uno de mis…
– No, gracias. Llevo el coche -dijo el otro en tono circunspecto.
No se lo había querido decir al huérfano, tal como lo llamaba Catarella (por cierto, ¿cuándo se había ido?), pero había un motivo para la desaparición de la libreta postal. Un motivo muy importante: que no se supiera a cuánto ascendía el saldo de la libreta. La suma contenida en la libreta podía ser el síntoma de aquella enfermedad secreta que posteriormente había obligado al médico concienzudo a intervenir. Sólo era una hipótesis, desde luego, pero se tenía que comprobar. Llamó al suplente Tommaseo y se pasó aproximadamente media hora venciendo las resistencias formales que éste oponía. Al final, Tommaseo prometió actuar de inmediato.
El edificio de Correos se encontraba a pocos pasos de la comisaría. Era una construcción horrenda porque, iniciada en los años cuarenta, en pleno auge de la arquitectura fascista, se había terminado en la posguerra, cuando los gustos ya habían cambiado. El despacho del señor director se encontraba en el segundo piso, al final de un pasillo absolutamente vacío de hombres y cosas, que daba miedo por la sensación de soledad y abandono que producía. Llamó a una puerta, en la cual un rectángulo de plástico decía «Director». Bajo el rectángulo de plástico había una hoja de papel en la que se veía un cigarrillo cruzado por dos tiras de color rojo. Debajo decía: «Prohibido terminantemente fumar.»
– ¡Adelante!
Nada más entrar, lo primero que vio Montalbano fue una auténtica pancarta en la pared que repetía: «Prohibido terminantemente fumar.»
«De lo contrario, os las tendréis que ver conmigo», parecía decir con torva mirada el presidente de la República desde su retrato colgado bajo la pancarta.
Más abajo todavía, se encontraba un enorme sillón de alto respaldo, en el que permanecía sentado el director, el cavaliere Attilio Morasco. Delante del cavaliere Morasco había un gigantesco escritorio atestado de papeles. El señor director era un enano muy parecido al difunto rey Víctor Manuel III, con un pelo uniformemente corto que confería a su cabeza el mismo aspecto que Humberto I, y unos bigotes de guías retorcidas como los del llamado Rey Caballero. El comisario tuvo la absoluta certeza de encontrarse en presencia de un descendiente de los Saboya, un bastardo como los muchos que había sembrado el Rey Caballero.
– ¿Es usted piamontés? -no tuvo más remedio que preguntarle sin apartar los ojos de él.
El otro lo miró, perplejo.
– No, ¿por qué? Soy de Comitini.
Aunque fuera de Comitini, de Paternò o de Raffadali, Montalbano se ratificó en la idea que se había formado.
– Usted es el comisario Montalbano, ¿verdad?
– Sí. ¿Lo ha llamado el juez suplente Tommaseo?
– Sí -reconoció a regañadientes el director-. Pero una llamada es una llamada. ¿Usted me entiende?
– Por supuesto que lo entiendo. Para mí, por ejemplo, «una rosa es una rosa es una rosa es una rosa».
El cavaliere Morasco no se impresionó ante la docta cita de Gertrude Stein.
– Veo que estamos de acuerdo -dijo.
– ¿En qué sentido, si no le importa?
– En el sentido de que verba volant et scripta manent, las palabras vuelan y lo escrito permanece.
– ¿Se puede explicar mejor?
– Por supuesto que sí. El suplente Tommaseo me ha telefoneado para comunicarme que usted está autorizado a llevar a cabo una investigación sobre la libreta de ahorro postal del difunto señor Alfonso Griffo. De acuerdo, lo considero una notificación previa. Pero, hasta que reciba una petición o autorización por escrito, no puedo permitirle acceder al secreto postal.
Como consecuencia del mareo que aquellas palabras le provocaron, el comisario corrió momentáneamente peligro de despegar.
– Ya volveré a pasar.
E hizo ademán de levantarse. El director se lo impidió con un gesto.
– Espere. Podría haber una solución. ¿Sería tan amable de mostrarme su documentación?
El peligro de despegue se intensificó. Montalbano se agarró con una mano a la silla en la que estaba sentado mientras con la otra le ofrecía el carnet.
El bastardo de los Saboya lo examinó detenidamente.
– Tras recibir la llamada del juez suplente, pensé que usted se presentaría aquí de inmediato. Y preparé una declaración, que usted firmará, en la cual se hace constar que usted me exonera, es decir, me exime de cualquier responsabilidad.
– Lo eximo con mucho gusto -dijo el comisario.
Firmó la declaración sin leerla y se volvió a guardar el carnet de identidad en el bolsillo. El cavaliere Morasco se levantó.
– Espéreme aquí. Serán necesarios unos diez minutos.
Antes de salir, el director se volvió y señaló la fotografía del presidente de la República.
– ¿Ha visto?
– Sí -contestó, perplejo, Montalbano-. Es Ciampi.
– No me refería al presidente, sino a lo que hay escrito más arriba. «Pro-hi-bi-do-fu-mar.» Se lo ruego, no se aproveche de mi ausencia.
En cuanto el otro cerró la puerta, le entraron unas ganas locas de fumar. Pero estaba prohibido, y con razón, pues, como es bien sabido, el humo que inhalan los fumadores pasivos causa millones de muertes, mientras que la contaminación, la dioxina y el plomo de la gasolina no. Se levantó, salió, fue a la planta baja, tuvo ocasión de ver a tres funcionarios que fumaban, se plantó en la acera, se fumó dos cigarrillos seguidos, entró otra vez -ahora los funcionarios que fumaban eran cuatro-, subió la escalera a pie, volvió a atravesar el desierto pasillo, abrió la puerta del despacho del director sin llamar y entró. El cavaliere Morasco estaba sentado en su sitio y lo miró con expresión de reproche al tiempo que meneaba la cabeza. Montalbano se acercó a su silla con la misma expresión culpable que cuando llegaba con retraso a la escuela.
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