– ¿Y quién era ese alguien?
– Dottore, no han querido decírmelo. Tienen miedo, debe de ser alguien con quien no se puede jugar. Pero en cuestión de veinticuatro horas verá como consigo enterarme de todo.
– No lo dudo. ¿Han enviado las llaves de la casa desde Montelusa?
– Sí, señor, las tengo yo en mi despacho. Pero debo decirle que no servirá de nada ir a echar un vistazo al dormitorio de Piccolo. Primero la Científica, después el doctor Pasquano, a continuación los que fueron a levantar el cadáver… Lo han cambiado todo de sitio.
– ¿Tú recuerdas cómo estaba todo cuando llegaste?
– Por supuesto.
– Bien, pídeles a los de la Científica que te envíen las fotografías que hicieron antes de ponerlo todo patas arriba. Pueden sernos de utilidad.
– Ahora mismo.
– Y de paso llama también a Jachino, el cerrajero.
– ¿Para qué?
– Quiero que se abra la caja fuerte que hay en el estudio de Piccolo.
– No necesitamos al cerrajero. El dottor Gribaudo encontró las llaves, pero no las utilizó. Dijo que no tenía tiempo, que abriría la caja fuerte al día siguiente. Nos las ha enviado.
– De todas formas, debe de tener una combinación…
– Pero ¿qué dice, dottore ? ¡Esa caja fuerte es un armatoste que debe de tener por lo menos doscientos años! Voy a llamar a la Científica para que envíen las fotos. -Regresó al poco rato, cabizbajo-. He hablado con Scardocchia, el segundo de Arquà, y me ha dicho que iba a consultarlo con su jefe. Después me ha llamado él y me ha dicho que lo lamentaban, pero que todavía necesitaban las fotografías.
Montalbano empezó a soltar palabrotas en voz baja. Cogió el teléfono.
– Soy Montalbano. Pásame a Arquà.
Llevaba tanto tiempo sin hablar con él que no recordaba si se hablaban de tú o de usted. El problema, en caso de que lo hubiera, lo resolvió Arquà.
– Dígame, Montalbano.
– ¿Sabe que me han encargado la investigación del caso Piccolo?
– Sí.
Un reconocimiento con la boca pequeña, a regañadientes.
– Ya sé que no le gusta, pero así están las cosas. Resulta que se encuentra aquí en mi despacho el fiscal Tommaseo, quien dirigirá la investigación. Es él quien necesita urgentemente las fotografías. Si tiene la paciencia de esperar un momento, se lo pasaré en cuanto regrese del lavabo. Debo advertirle que está bastante molesto con su respuesta. Ah, ya viene. Ahora se lo paso.
– No hace falta. Salude de mi parte al dottor Tommaseo. Se las envío inmediatamente con un coche. Scardocchia no lo había entendido bien.
– Pero ¿no necesitaban las fotografías?
– Sí, pero haremos copias.
– Excelente idea -dijo el comisario, colgando.
– ¿Y si el farol hubiera fallado? -preguntó Fazio.
– ¿En qué sentido?
– ¿Y si Arquà hubiera decidido hablar con Tommaseo?
– ¿Para que le pegaran una bronca? ¿Sabes con qué rima Arquà? Con bla, bla, bla.
Las fotografías llegaron en cuestión de media hora. Montalbano estaba dándole vueltas a una idea en la cabeza y por eso se apresuró a sacarlas del sobre y echarles un vistazo. El fotógrafo de la Científica había sido muy meticuloso y había captado hasta los detalles más insignificantes. Montalbano le pasó a Fazio una fotografía que mostraba el dormitorio en su conjunto, con Gerlando Piccolo tendido sin vida en el centro de la cama.
– ¿Coincide con tu recuerdo?
Fazio la estudió detenidamente.
– Sí, creo que estaba exactamente así.
Montalbano le pasó otra foto. Esta mostraba los dos cuadritos descolgados de la pared. Los habían arrojado al suelo y destrozado a taconazos en el estrecho espacio de suelo comprendido entre la cómoda y los pies de la cama. Los cajones abiertos del mueble reducían todavía más el espacio. La fotografía captaba el brillo de la miríada de trocitos de cristal que antaño habían sido las dos láminas que cubrían los cuadritos.
– ¿Cuando te acercaste al muerto pisaste los cuadros?
– No, dottore. Pasé por encima de ellos, había visto los trozos de cristal. Usted hizo lo mismo cuando entró en la habitación.
– ¿Yo?
– Sí, señor, lo hizo instintivamente, por eso no se acuerda. Pero ¿por qué le interesan tanto esos cuadros?
– No son los cuadros, sino la cantidad de cristal roto. Si alguien sin darse cuenta hubiera puesto encima un pie descalzo, a tu juicio ¿se habría cortado o no?
– Por fuerza.
– Grazia me dijo que cuando subió al piso de arriba para ver qué estaba ocurriendo, no se puso los zapatos, subió descalza.
Fazio se quedó un rato pensando y después replicó:
– Puede que no signifique nada. Grazia es una campesina acostumbrada a ir descalza. Es posible que en la planta de los pies tenga un callo tan grueso que ni un cuchillo pueda cortarlo.
– Ve a llamar a Galluzzo y vuelve tú también.
Galluzzo se presentó mirando al suelo, todavía avergonzado por lo que le había dicho Montalbano.
– Tengo que hacerte una pregunta: ¿Grazia cojea, por casualidad?
Galluzzo abrió unos ojos como platos, sorprendido.
– ¿Acaso usía es mago? Lo que se dice cojear, no cojea, pero ayer después de comer se quejó de unos pinchazos en las plantas de los pies. Mi mujer le echó un vistazo. No tenía sangre, pero las plantas estaban llenas de trocitos de cristal. Mi mujer se los quitó uno a uno con unas pinzas.
– Gracias. Ya puedes retirarte.
Cuando Galluzzo se hubo retirado, el comisario y Fazio no hicieron ningún comentario.
– ¿Cuándo quiere que empecemos?
Montalbano miró el reloj.
– Yo diría que esta tarde. Ahora nos vamos a com…
La puerta, que Galluzzo había cerrado, se abrió con un ruido como de bomba y apareció Catarella.
– Pido perdón, se me ha ido la mano. Ahora mismo acabo de recibir una llamada «nónima». Han encontrado a uno muerto asesinado en el barrio de Pizzutello. Hasta me han dicho el sitio exacto.
Por una vez, Catarella había comprendido y transmitido fielmente las instrucciones facilitadas por el anónimo comunicante a propósito del lugar exacto donde se encontraba el muerto asesinado. El barrio de Pizzutello distaba apenas quinientos metros de la casa de Piccolo. Era un denso monte bajo mediterráneo todavía respetado por el cemento, lugar habitual de las parejas clandestinas. El frecuente paso de los coches de las parejas había sido el causante de la formación en el interior de aquella maraña de una complicada red de senderos y explanadas, un laberinto que, a pesar de la claridad de las instrucciones, convertía el hallazgo del camino adecuado en un auténtico problema. Ambos vehículos, el de servicio y el del comisario, se vieron obligados a efectuar complicadas maniobras de marcha atrás para iniciar otro recorrido. Al final, lo consiguieron. El muerto estaba tendido boca abajo y con los brazos extendidos. No se distinguía el color del chaleco de tan empapado como estaba en la sangre, ya coagulada, que había salido de una pequeña pero muy visible herida que tenía justo debajo del omoplato derecho. A escasa distancia del cuerpo había un ciclomotor con una amplia cesta en la parrilla posterior.
– Incluso sin verle la cara -dijo Fazio- me parece que lo conozco.
– Es Dindò, el repartidor del supermercado. Anoche, Aguglia, el encargado, me dijo que no había ido a trabajar. Y esta mañana se ha presentado en la comisaría para denunciar el robo del ciclomotor por parte de Dindò -explicó Montalbano.
– Pero ¡si era un pobre desgraciado! -saltó Germanà, que, con Tortorella e Imbrò, formaba parte del grupo.
– Tenemos que encontrar el arma -dijo Montalbano.
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