– Pero ¡si es un trastero! ¡Está lleno de papeles colocados de cualquier manera!
– Pues hazle un poco de sitio, ¿de acuerdo? Por cierto, tengo una curiosidad. ¿Le han preguntado a Grazia cómo explica ella que el otro lado de la cama haya sido utilizado?
Fazio se echó a reír.
– Ay, dottore, ya sabe cómo es el fiscal Tommaseo… Según él, y le repito sus palabras textuales, se trata del «clásico delito tramado en los turbios ambientes homosexuales». En otras palabras: Gerlando Piccolo se llevó a un tío a casa, muy probablemente un extracomunitario, y el hombre, después de la relación, le pegó un tiro para robarle.
– ¿Gribaudo opina lo mismo?
– El dottor Gribaudo dice que no tiene importancia que la persona que estaba acostada a su lado fuera hombre o mujer, extracomunitario o no; lo importante, según él, es que se trataba seguramente de un cómplice. Una persona que, después de la relación, dejó la puerta abierta al ladrón homicida.
– ¿Y Grazia?
– Dice que a veces, cuando hacía la cama, notaba que su tío había tenido compañía. Y, además, los ruidos nocturnos procedentes de la habitación de él no dejaban espacio para la duda. Como tampoco cabía la menor duda de que se trataba de mujeres y no de hombres. Dice que su tío jamás habría franqueado la entrada a nadie a través de la puerta principal. Las mujeres que se reunían con él subían por la escalera exterior. Él les abría la cristalera y listo. Cuando terminaban, se iban por el mismo camino. Y el tío volvía a colocar la barra de hierro.
– Tal como nosotros la hemos encontrado.
– Exacto. Pero Grazia también ha dicho otra cosa.
– ¿Qué?
– Que el hecho de que los dos lados de la cama hubieran sido utilizados no significa necesariamente que su tío hubiera tenido compañía. Se ve que comía como un cerdo y no había noche que no tuviera molestias, náuseas y ardores de estómago. Daba muchas vueltas en la cama y con frecuencia se pasaba de un lado al otro.
– Lo mismo que yo esta noche -dijo el comisario.
– ¿Por culpa de la comida?
– Por culpa de la lectura.
– Por si acaso -prosiguió Fazio-, Tommaseo y Gribaudo han pedido al dottor Arquà que la Científica examine cuidadosamente el otro lado de la cama.
– ¿Y Arquà qué ha dicho?
– Se ha cabreado. Ha contestado que no hacía falta que se lo pidieran. En cualquier caso, ellos lo tienen muy claro: intento de robo, con resultado de homicidio.
Ambos se miraron sonriendo. Se habían comprendido. El planteamiento era como un colador, con agujeros por todas partes.
Cuando regresó a la comisaría, después de almorzar en la trattoria San Calogero y dar su habitual paseo de meditación y digestión hasta la punta del muelle, Montalbano tuvo ocasión de hablar por teléfono con Galluzzo.
– ¿Cómo está Grazia?
– Durmiendo. El doctor le ha puesto una inyección. Dice que cuando despierte se encontrará bien. Incluso a mi mujer le da pena.
– ¿A qué hora la ha citado Gribaudo?
– A las nueve de la mañana, aquí, en nuestra casa.
– Pero ¿es que esa joven no tiene a nadie…, un familiar, una amiga?
– A nadie, dottore. Por lo que he podido entender de lo que me ha dicho, poco faltó para que los Piccolo la encadenaran. Sólo después de que su tía muriese disfrutó de un poco de libertad, por llamarlo de alguna manera. El tío le permitía ir a la ciudad una vez a la semana y podía ausentarse de la casa un par de horas como máximo.
– ¿Qué piensa hacer después?
– Cualquiera sabe. Cuando el doctor Gribaudo le dijo que tendría que irse a vivir unos días a otro sitio, se puso como una loca. No quería moverse de allí. Me ha costado Dios y ayuda convencerla de que viniera a mi casa.
– Oye, por curiosidad, ¿le has preguntado algo sobre el revólver?
– No entiendo, dottore.
– Mira, Galluzzo, una muchacha que… Por cierto, ¿cuántos años tiene exactamente?
– Dieciocho recién cumplidos.
– Aparenta menos. Estaba diciendo… ¿A ti no te parece raro que una chica, recién despertada de su sueño y en presencia de un desconocido que acaba de matar a su tío, tenga el valor y la sangre fría de abrir un cajón, coger un revólver y disparar?
– Un poco raro sí es.
– ¿Entonces?
– Dottore, yo le he hecho exactamente la misma pregunta, y ella me ha contestado que, en primer lugar, no le da miedo nada ni nadie. Y, en segundo, que había sido precisamente 'u zu Giurlanno quien le había enseñado a disparar. Y de vez en cuando la obligaba a practicar.
– Es evidente que Piccolo, que era una sanguijuela, un «corbatero» como dicen en Roma, es decir, un usurero, temía que alguna de sus víctimas quisiera vengarse. Y se curaba en salud. La sobrina podía contribuir a defenderlo.
– Y el revólver no era la única arma que había en la casa.
– Ah, ¿no?
– No. ¿Recuerda el sillón donde estaba sentado Gallo? Detrás del respaldo había una escopeta de caza, y en el cajón del despacho guardaba una Beretta. A petición de Gribaudo, Grazia ha demostrado que sabía manejar la pistola y ha disparado dando con precisión en el blanco.
A las seis de la tarde la situación cambió de golpe.
– ¿Dottori? Está el dottori Latte, con ese al final, que quiere hablar en persona personalmente con usted. ¿Qué hago?
El dottor Lattes era el jefe del gabinete del jefe superior, y lo apodaban «Lattes y mieles» por su carácter empalagoso y rastrero y por su capacidad de mirarte con una afectuosa sonrisa en los labios mientras te pegaba una puñalada trapera.
– ¡Mi queridísimo amigo! ¿Qué tal va todo, mi queridísimo amigo? ¡Nuestro querido Montalbano! ¿Todos bien en la familia?
– Sí, gracias.
– Quería decirle, de parte del señor jefe superior, que del homicidio de ese tal Piccolo tendrá que encargarse usted. Por otra parte, así, a primera vista, parece que se trata de un caso bastante trivial.
Según el punto de vista. Puede que Gerlando Piccolo, el asesinado, por ejemplo, no lo hubiera calificado de la misma manera.
– Trivialísimo, dottore. Un trivial robo que se ha convertido en un trivial homicidio.
– ¡Bravo! Eso es justamente lo que yo quería decir.
– Disculpe el atrevimiento…
Se felicitó a sí mismo, pues era el tono adecuado para tirar de la lengua a Lattes.
– Atrévase, mi queridísimo amigo.
– ¿Por qué el doctor Gribaudo no puede encargarse ya del caso?
La voz de Lattes se convirtió en un susurro circunspecto.
– El señor jefe superior no quiere que ni él ni su ayudante, el dottor Foti, se aparten ni un segundo.
– Disculpe mi audacia. Pero que se aparten ¿de qué?
– Del caso Laguardia -contestó con un suspiro el dottor Lattes, y colgó el aparato.
Alessia Laguardia, una bella y reservada treintañera, ejercía en Montelusa a niveles muy altos tanto a domicilio como en su pequeño chalet de las afueras, ilegalmente construido al amparo de un templo griego y con vistas al «gran mar africano», como lo llamaba Pirandello, que era de por allí. Y justamente en aquel chalecito suyo, Alessia había sido encontrada una semana atrás con sesenta navajazos en el cuerpo. Hasta ahí puede que se tratara efectivamente de un homicidio trivial, utilizando el lenguaje del dottor Lattes. Pero el caso era que la policía había encontrado una agenda, infructuosamente buscada por el asesino, en la cual figuraban, en perfecto orden, según se decía, los secretísimos números de teléfono de algunos de los más importantes nombres masculinos de Montelusa y provincia: políticos, empresarios, profesores, magistrados y, al parecer, incluso el de un monseñor con fama de santo. Un asunto en el que uno podía jugarse el pellejo como no se anduviera con cuidado. Y estaba claro que el señor jefe superior quería conservar el suyo intacto.
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