Andrea Camilleri - El Miedo De Montalbano

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En esta última entrega de Andrea Camilleri, seis irresistibles narraciones nos devuelven el universo del comisario Montalbano en toda su riqueza y esplendor, para deleite de los lectores adictos a su particular manera de entender la vida. A plena luz del despiadado sol siciliano, con un humor no exento del realismo más implacable, surge un caudal de sentimientos irrefrenables: el odio que provoca una venganza cuyas consecuencias han de durar décadas en Mejor la oscuridad; o los resquemores que despierta en todo el cuerpo de policía de Vigàta el comportamiento aparentemente ingenuo, pero cargado de miradas salvajes, de la joven Grazia Giangrasso, en Herido de muerte. Y para arropar al comisario en su ardua tarea, no faltan los elementos de siempre: los desencuentros telefónicos con su novia Livia, las entrañables broncas con Mimì Augello, la perplejidad que siempre consigue producirle Catarella, el inefable telefonista de la comisaría. En esta ocasión, a los personajes conocidos se añaden otros nuevos, como el formal y distante comandante Verruso, antítesis de un Montalbano que descubrirá, con sorpresa y admiración, la dignidad y valentía con las que su nuevo aliado custodia un terrible secreto. Como es habitual en él, Montalbano aprovecha la resolución de los casos para exponer el contraluz de las cosas, de los acontecimientos y circunstancias que rodean los hechos, como si éstos fueran consecuencia de una condición colectiva, de otros dramas y otros padecimientos largamente sufridos, que escapan al control del individuo. Y todas esas dudas, miedos, tentaciones y contradicciones no hacen más que subrayar, si cabe, la profunda dimensión humana que ha hecho de este personaje el favorito de millones de lectores en todo el mundo.

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– Prepárale algo caliente -le dijo el comisario a Galluzzo.

– En la cocina hay un poco de manzanilla -repuso la joven.

– A mí hazme un café -ordenó Montalbano.

– Con nata, supongo… -comentó Galluzzo con sorna mientras salía.

– Tenemos que hablar. Pero usted no puede estar así. Mire, me voy allá cinco minutos y entre tanto usted se viste. ¿Le parece bien?

– Gracias.

– ¿Cómo se llama?

– Grazia Giangrasso, soy hija de una hermana del tío Gerlando.

Montalbano regresó al salón. Gallo estaba arrellanado en un sillón.

– ¿Cuánto es siete por siete? -le preguntó al comisario.

– Cuarenta y nueve -contestó automáticamente Montalbano-. ¿Por qué quieres saberlo?

– ¿No me ha dicho que repasara las tablas de multiplicar?

¡Qué graciosos estaban sus hombres aquella mañana! Volvió a subir al piso de arriba. En el dormitorio, Fazio había cambiado de sitio. Ahora miraba a su alrededor con la espalda apoyada en la ventana cerrada.

– ¿Has encontrado algo?

– Hay cosas que no encajan.

– ¿Por ejemplo?

– Gerlando Piccolo era viudo desde hace dos años.

– ¿Ah, sí? No lo sabía.

– Entonces yo me pregunto…

– … ¿quién dormía a su lado en la cama cuando entró el asesino?

Fazio lo miró, estupefacto.

– ¿Usted también se ha dado cuenta de que los dos lados de la cama han sido utilizados? Fíjese en la almohada y en la posición de la sábana y de la colcha al otro lado…

– Perdona, Fazio, pero si incluso tú te has dado cuenta de ese detalle ¿cómo no iba a darme cuenta yo? Sigue observando y después me lo explicas.

Fazio lo miró enfurruñado y ofendido.

– ¿Llamo a la Científica? -preguntó en tono pausado.

– Mira tu reloj. Dentro de diez minutos la llamas sin necesidad de que yo te lo diga.

La habitación contigua a la del muerto era otro dormitorio, pero en desuso. Sobre la cama sólo había un colchón. Los muebles estaban cubiertos por una capa de polvo. También había una puerta cerrada con llave. Montalbano trató de abrirla empujándola con el hombro, pero se resistió. Al lado de la puerta cerrada había un cuarto de baño bastante ordenado. Otra puerta daba acceso a un pequeño trastero. Finalmente regresó a la planta baja.

– El café ya está listo -dijo Galluzzo desde la cocina.

Antes de dirigirse hacia allí, el comisario llamó con los nudillos a la puerta de Grazia, pero no obtuvo respuesta.

– Ha ido al lavabo -explicó Gallo, todavía arrellanado en el sillón.

Montalbano entró en la cocina, y mientras se tomaba el café, apareció la muchacha. Se había lavado y vestido, y su rostro había recuperado parcialmente el color. Galluzzo le ofreció una taza de manzanilla que la joven comenzó a beber de pie.

– Ya puedes sentarte -le dijo Montalbano, pasando a tratarla de tú.

La muchacha se sentó en el borde de la silla, lista para levantarse de un salto y escapar. Parecía realmente un animal acosado. Bajo la blusa, cubierta por un mantoncito de color rojo, y la holgada falda, prendas ambas de ínfima calidad, se adivinaban los músculos en tensión. Fue entonces cuando Galluzzo hizo un gesto inesperado.

– Bueno, bueno. Calma -dijo, acariciando la cabeza de la muchacha como si ésta fuera un animal al que hubiera que tranquilizar y amansar.

Entonces Grazia reaccionó precisamente como un animal, respirando hondo.

– Antes que nada, quiero saber qué hay en esa habitación cerrada del piso de arriba.

– Eso es…, era el despacho del tío Gerlando.

– ¿El despacho?

– Bueno, donde recibía las visitas.

– ¿Qué visitas?

– Las que venían a verlo.

– ¿Y para qué venían a verlo?

– Para que les prestara dinero.

¡Un usurero! ¡Menuda noticia! Aquello significaba un centenar de posibles asesinos entre los clientes de Piccolo.

– ¿Recibía a mucha gente?

– No lo sé, no pasaban por aquí.

– ¿Por dónde, entonces?

– En la parte trasera de la casa hay una escalera exterior que sube a la habitación.

– ¿La llave?

– Mi tío la tenía siempre en el bolsillo.

La ropa de la víctima se encontraba sobre una silla del dormitorio.

– Galluzzo, sube al piso de arriba, busca la llave, echa un vistazo con Fazio a ese despacho y después déjalo todo tal como estaba.

Cuando el agente salió, la muchacha miró al comisario.

– ¿Dónde quiere que nos pongamos?

– ¿Para hablar, quieres decir? ¡Aquí está bien! -contestó Montalbano abarcando la cocina con un gesto circular.

– Yo siempre estoy aquí -dijo la joven.

El comisario notó que la voz de la muchacha sonaba más segura; debía de estar más tranquila porque el interrogatorio estaba teniendo lugar en su ambiente habitual. Se llenó otra taza de café y se sentó.

– ¿Desde cuándo vives con tu tío en esta casa?

Estaba dando rodeos de manera deliberada porque quería llegar al momento de la descripción del asesinato cuando la muchacha se encontrara en condiciones de hablar de ello sin que estallara en una crisis de histeria.

Así averiguó que Grazia era hija única de la hermana de Gerlando Piccolo, casada con un modesto comerciante de cereales llamado Calogero Giangrasso. A los cinco años, Grazia se había quedado huérfana a causa de un accidente de automóvil. Ella también viajaba en aquel coche que había colisionado con un camión, y de hecho se había abierto la cabeza, pero en el hospital se la habían cerrado muy bien. Entonces su tío Gerlando y su mujer Titina, que no tenían hijos, la acogieron en su casa.

– ¿Te querían?

– Necesitaban una criada.

Lo dijo con la mayor naturalidad, sin el menor tono de rencor o desprecio. Era una simple constatación.

– ¿Te enviaron al colegio?

– No. En casa siempre me necesitaban. No sé leer ni escribir.

– ¿Tienes novio?

– ¡¿Yo?!

– Bueno, bueno, sigamos. -Más tarde, cuando la muchacha cumplió quince años, murió su tía Titina-. ¿De qué murió?

– El médico dijo que del corazón. Padecía del corazón.

A partir de entonces, las cosas habían ido a mejor.

– ¿La tía te trataba mal?

– Sí. Y era muy quisquillosa.

El tío la trataba con educación y puede que incluso le tuviera cierto cariño. No le exigía que fregara y refregara las ollas cinco veces seguidas como mínimo. Y de vez en cuando le daba dinero para que se fuera al pueblo y se comprara alguna cosa que le gustara.

– Y ahora dime qué ha ocurrido. ¿Te sientes con ánimo?

– Sí.

Cuando la muchacha estaba a punto de empezar a hablar, en la puerta apareció Galluzzo.

Dottore, hemos abierto la habitación. ¿Quiere ir a echar un vistazo? Ya me quedo yo aquí.

Como había dicho Grazia, la habitación estaba amueblada como un despacho. Había un escritorio, dos sillones, unas sillas y un archivador. En la pared que estaba detrás del escritorio se veía una caja de seguridad empotrada de aspecto muy sólido.

– ¿Está cerrada? -le preguntó Montalbano a Fazio.

– A cal y canto.

El comisario abrió la cristalera protegida por una barra de hierro que daba acceso a la escalera exterior a la que se había referido Grazia. Los clientes podían ser recibidos sin necesidad de pasar por la puerta principal de la casa.

– Hagamos una cosa. Abre el archivador, seguramente encontrarás los nombres de los clientes del tío Giurlanno.

– Galluzzo me ha dicho que prestaba dinero.

– Copia cuatro o cinco nombres, no más. Después déjalo todo tal como estaba, que parezca que aquí dentro no ha entrado nadie.

– ¿Cree que de este homicidio se encargará la brigada móvil?

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