Andrea Camilleri - El Miedo De Montalbano

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En esta última entrega de Andrea Camilleri, seis irresistibles narraciones nos devuelven el universo del comisario Montalbano en toda su riqueza y esplendor, para deleite de los lectores adictos a su particular manera de entender la vida. A plena luz del despiadado sol siciliano, con un humor no exento del realismo más implacable, surge un caudal de sentimientos irrefrenables: el odio que provoca una venganza cuyas consecuencias han de durar décadas en Mejor la oscuridad; o los resquemores que despierta en todo el cuerpo de policía de Vigàta el comportamiento aparentemente ingenuo, pero cargado de miradas salvajes, de la joven Grazia Giangrasso, en Herido de muerte. Y para arropar al comisario en su ardua tarea, no faltan los elementos de siempre: los desencuentros telefónicos con su novia Livia, las entrañables broncas con Mimì Augello, la perplejidad que siempre consigue producirle Catarella, el inefable telefonista de la comisaría. En esta ocasión, a los personajes conocidos se añaden otros nuevos, como el formal y distante comandante Verruso, antítesis de un Montalbano que descubrirá, con sorpresa y admiración, la dignidad y valentía con las que su nuevo aliado custodia un terrible secreto. Como es habitual en él, Montalbano aprovecha la resolución de los casos para exponer el contraluz de las cosas, de los acontecimientos y circunstancias que rodean los hechos, como si éstos fueran consecuencia de una condición colectiva, de otros dramas y otros padecimientos largamente sufridos, que escapan al control del individuo. Y todas esas dudas, miedos, tentaciones y contradicciones no hacen más que subrayar, si cabe, la profunda dimensión humana que ha hecho de este personaje el favorito de millones de lectores en todo el mundo.

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Grazia le repitió el relato de aquella noche al fiscal Tommaseo más de cien veces, sin cambiar ni una coma. Pero para el fiscal no fue suficiente.

– Mire, Montalbano, quisiera hacer una reconstrucción in situ. Quiero desnudar a esa chica, tenerla delante de mí enteramente desnuda. -Prácticamente se le estaba cayendo la baba. Pero al ver la irónica mirada del comisario, trató de ponerle un parche-: Desnuda anímicamente, quiero decir.

Finalmente, la reconstrucción in situ tampoco reveló ninguna novedad. Y, en cuanto a la luz encendida delante de la casa de Piccolo, la que había visto el testigo Pastorino, Grazia sostuvo enérgicamente que estaba apagada. El fiscal dijo que era un detalle irrelevante y que probablemente el testigo había confundido el faro del ciclomotor con la luz que iluminaba la entrada de la casa.

Sin embargo, antes de llegar a las conclusiones, Tommaseo quería aclarar una cosa que se le había metido en la cabeza desde el principio.

– Señorita, ¿su tío era homosexual?

Grazia se rió de buena gana.

– No iba con hombres, le gustaban las mujeres.

– En el pueblo comentan que incluso se aprovechaba de las mujeres -terció el comisario.

– No siempre vox populi es vox dei, la voz del pueblo no siempre es la voz de Dios -lo fulminó Tommaseo, y, dirigiéndose de nuevo a la muchacha, añadió-: ¿Puede usted descartarlo?

– Yo jamás vi a quién recibía de noche.

– ¿O sea, que no sabe si eran hombres o mujeres?

– No lo sé.

– Por consiguiente, no puede descartar que también fueran hombres.

– ¿Cómo también?

– ¿Nunca ha oído hablar de bisexualidad? -preguntó en tono irónico el fiscal, pasándose la lengua por el labio inferior.

Si por eso era, Montalbano había oído hablar de trisexualidad, de cuatrisexualidad, etc., etc., hasta el infinito, pero prefirió rendirse.

Y Grazia también se rindió.

– No sé qué decirle.

Y, de esa manera, el fiscal tuvo vía libre.

– Manejo dos hipótesis -dijo una vez a solas con el comisario-. La primera es que Piccolo tiene una cita en plena noche con Trupìa, al que conocía porque era él quien les llevaba las cosas del supermercado. Al llegar la hora establecida, Piccolo se levanta, baja por la escalera, abre cuidadosamente la puerta principal para no despertar a su sobrina, franquea la entrada a Trupìa y vuelve a cerrar, pero no con llave. Una vez finalizada la relación, ambos discuten. A lo mejor Piccolo no quiere pagar lo que le exige Trupìa, éste pierde la cabeza, le pega un tiro e intenta arramblar con todo lo que puede. Pero la inesperada aparición de la valiente muchacha lo obliga a emprender la huida. Consigue abrir la puerta principal, pero Grazia dispara contra él. Y Trupìa muere desangrado. No puede acudir a ningún hospital, pues tendría que dar unas explicaciones que inmediatamente llevarían a identificarlo como el autor del homicidio de Piccolo.

El fiscal, que había mandado que le llevaran una botella de agua mineral, se bebió medio vaso y siguió adelante.

– Y ahora paso a la segunda hipótesis, que seguramente será más de su agrado, dado su empeño en no querer admitir que Piccolo fuera también homosexual. Aquella noche Piccolo tiene una cita amorosa con una mujer. Le abre la puerta principal y sube con ella al dormitorio. Mantienen una relación sexual. Al final, la mujer se va y Piccolo le pide encarecidamente que cierre la puerta al salir, con la intención de ir él mismo a echar la llave en cuanto recupere las fuerzas necesarias para levantarse de la cama. Es de suponer que la mujer lo ha dejado…, en fin, ya puede usted imaginarse. La mujer abre la puerta, franquea la entrada a Trupìa y se va. Trupìa cree que Piccolo no reaccionará ante la amenaza del arma. Sin embargo, el otro hace ademán de reaccionar y entonces Trupìa le pega un tiro. Lo que ocurre a continuación ya lo sabemos. Ahora habría que buscar a la…

– ¿… a la Titina? -preguntó con la cara muy seria el comisario.

– No entiendo -dijo Tommaseo, perplejo.

– Perdone, me había distraído con la cancioncilla ésa, la de «Yo busco a la Titina». Estaba usted diciendo que habría que buscar a la…

– … a la cómplice, Montalbano. Pero ¿dónde encontrarla? ¿Cómo encontrarla?

– Sería como buscar una aguja en un pajar -respondió Montalbano sabiendo que las frases hechas eran unos punto y seguido que pesaban como losas.

– Ya. ¿Usted cuál elige?

– ¿De qué?

– De mis dos hipótesis.

– La segunda.

– ¡Sin embargo, la segunda nos obliga a mantener abierta la investigación para encontrar a la misteriosa cómplice!

– Pues quedémonos con la primera.

Total, ¿de qué servía perder el tiempo y el aliento con Tommaseo?

Jamás en años sucesivos, cuando pensaba en el caso Piccolo, consiguió explicarse por qué razón fue a ver aquella misma tarde al padre de Dindò. Tal vez un remordimiento inconsciente por haber permitido que Tommaseo escribiera en sus conclusiones que el pobre chico «tenía por costumbre prostituirse por dinero». La dirección se la había facilitado Aguglia, el encargado del supermercado, el cual le había preguntado nada más verlo:

– ¿Cuándo me devolverán el ciclomotor?

En cuanto él lo tranquilizó, diciéndole que lo recuperaría en cuestión de pocos días, el señor Aguglia se tomó la libertad de expresar su propia opinión sobre Dindò.

– Comisario, con todo mi respeto por la ley, todo este asunto no me convence para nada.

– ¿Qué quiere decir?

– Que conste que hablo basándome en lo que se dice por el pueblo. Dindò no iba ni con hombres ni con mujeres. Y no era capaz de robar ni un mondadientes. Aquí, en el supermercado, podía coger lo que quisiera y, sin embargo, siempre que necesitaba algo, lo decía y lo pagaba. Era un muchacho honrado.

La casa donde vivía el padre de Dindò estaba cerca del puerto. Era un minúsculo edificio tan destartalado que costaba entender cómo podía mantenerse en pie sin puntales. La planta baja era un antiguo almacén ya cerrado, en cuya puerta habían clavado una tabla. En un lado del portal había otra puerta también cerrada que daba a un cuarto construido bajo el hueco de la escalera. En el piso de arriba vivía Antonio Trupìa. Montalbano llamó con los nudillos. Le abrió un anciano decrépito, desdentado y jorobado, todavía más destartalado que la casa.

– Soy el comisario Montalbano. ¿Es usted el abuelo de Salvatore Trupìa, llamado Dindò?

– ¿El abuelo? Soy su padre. -¡Jesús! ¿A qué años había engendrado a Dindò? El viejo debió de leerle el pensamiento, pues añadió-: Tuve muy tarde a mi hijo. Y puede que por eso naciera enfermo de la cabeza.

Lo hizo pasar a una habitación que era el colmo del desorden y la suciedad y lo invitó a sentarse en una desvencijada silla de paja.

– Perdone que lo reciba así, comisario, pero estoy enfermo, vivo con la pensión mínima y no tengo a nadie que me eche una mano.

– Quería saber algo sobre Dindò.

– ¿Y qué quiere saber, señor comisario de mi alma? Yo sólo sé que me lo han matado. Pero la historia de nosotros los pobres no la hacemos nosotros, la hacen los que escriben en los periódicos.

En el fondo, pensó el comisario, tenía toda la razón: cada vez con más frecuencia los periodistas se convertían de un día para otro en historiadores.

– ¿Por qué no quería vivir en casa con usted? ¿Se habían peleado?

– Pero ¡qué dice! ¡Con Dindò nadie podía pelearse! ¿Puede pelear uno con un niño? No, señor, hace cuatro años, cuando empezó a ganarse la vida en el supermercado, me dijo que quería vivir solo. Y yo le di la llave del cuarto de la escalera, que es mío.

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