Fred Vargas - El ejército furioso

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El infalible comisario Adamsberg tendrá que enfrentarse a una terrorífica leyenda medieval normanda, la del Ejército Furioso: una horda de caballeros muertos vivientes que recorren los bosques tomándose la justicia por su mano…
Una señora menuda, procedente de Normandía, espera a Adamsberg en la acera. No están citados, pero ella no quiere hablar con nadie más que con él. Una noche su hija vio al Ejército Furioso. Asesinos, ladrones, todos aquellos que no tienen la conciencia tranquila se sienten amenazados. Esta vieja leyenda será la señal de partida para una serie de asesinatos que se van a producir. Aunque el caso ocurre lejos de su circunscripción, Adamsberg acepta ir a investigar a ese pueblo aterrorizado por la superstición y los rumores. Ayudado por la gendarmería local, por su hijo Zerk y por sus colaboradores habituales, tratará de proteger de su macabro destino a las víctimas del Ejército Furioso.

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– ¿Y el tercero no murió?

– Sí. Y luego el cuarto, en el orden que había indicado François-Benjamin. O sea que de nada sirvió que lo lincharan.

Léo tomó un trago de calvados, hizo unas gárgaras y deglutió con ruido y satisfacción antes de dar una larga calada al puro.

– Y no tengo ganas de que le pase lo mismo a Lina. Se supone que los tiempos han cambiado, pero eso sólo quiere decir que la gente se ha vuelto más discreta. Quiere decir que no lo harán con horcas y fuego, pero lo harán de otra manera. Aquí, todo el que tiene alguna fechoría en la conciencia está aterrorizado, de eso puede usted estar seguro. Aterrorizados de verse prendidos y aterrorizados de que se sepa.

– ¿Una fechoría grave? ¿Un asesinato?

– No necesariamente. Un expolio, una calumnia o una injusticia. Se quedarían más tranquilos destruyendo a Lina y sus chismes. Porque así se corta la relación con el Ejército, ¿entiende? Eso es lo que piensan. Como antes. No hemos evolucionado, comisario.

– Desde lo sucedido a François-Benjamin, ¿Lina es la primera persona que ha visto al Ejército Furioso?

– Claro que no, comisario -dijo Léo con su voz ronca, en medio de una nube de humo, como si regañara a un alumno decepcionante-. Esto es Ordebec. Hay como mínimo un pasador por generación. El pasador es el que lo ve, el que hace de enlace entre los vivos y el Ejército. Antes de que naciera Lina, era Gilbert. Al parecer puso la mano en la cabeza de la niña, sobre la pila del bautismo, y así le pasó el destino. Y cuando uno tiene el destino, de nada le sirve huir, porque el Ejército siempre acaba trayéndolo de vuelta al grimweld. O grimweld, como dicen en el Este.

– Pero nadie mató a ese Gilbert, ¿o sí?

– No -dijo Léo soplando una gran nube redonda-. Pero la diferencia es que, esta vez, Lina ha hecho lo que François-Benjamin: ver a cuatro, pero ser capaz de nombrar sólo a tres: Herbier, Glayeux y Mortembot. El cuarto no lo dice. Entonces claro: si Glayeux y Mortembot fallecen también, el miedo va a extenderse por todo el pueblo. Puesto que no se sabe quién será el siguiente, nadie va a sentirse a salvo. Aparte de que el anuncio de los nombres de Glayeux y Mortembot ya ha armado un revuelo importante.

– ¿Por qué?

– Por los rumores que corren sobre ellos desde hace tiempo. Son malas personas.

– ¿Qué hacen?

– Glayeux hace vidrieras para todas las iglesias de la región. Es muy habilidoso, pero no es amable. Se cree por encima de los palurdos y no le molesta hacerlo saber. Y eso que su padre era un artesano del hierro forjado en Charmeuil-Othon. Y que, sin palurdos que vayan a misa, no tendría encargos para hacer vidrieras. Mortembot es arboricultor en la carretera de Livarot. Es un taciturno. Es comprensible que, desde que corren los rumores, pasan sus apuros. La clientela ha bajado en el vivero, la gente los evita. Cuando se sepa que Herbier está muerto, la cosa irá a peor. Por eso digo que a Lina le habría valido más callarse. Pero es el problema con los pasadores, que se sienten obligados a hablar para dar una oportunidad a los prendidos. Entenderá usted lo que son los «prendidos», supongo.

– Sí.

– Los pasadores hablan, por si acaso los prendidos consiguen redimirse. De modo que Lina está en peligro y usted podría protegerla.

No puedo hacer nada, Léo. El caso es de Émeri.

– Pero a Émeri no le preocupa Lina. Toda esta historia del Ejército Furioso lo irrita y le da asco. Cree que las cosas han cambiado, que la gente es más razonable.

– Primero buscarán al asesino de Herbier. Y los otros dos siguen vivos. De modo que Lina no está en peligro de momento.

– Puede ser -dijo Léo soplando sobre el resto del cigarro.

Había que salir para ir a la habitación, puesto que cada sala daba directamente al exterior por una puerta muy chirriante que le recordó la de Julien Tuilot, la que habría impedido que lo inculparan si se hubiera atrevido a abrirla. Léo le señaló el dormitorio con la punta del bastón.

– Hay que levantarla para que no rechine demasiado. Buenas noches.

– No sé su apellido, Léo.

– Los policías siempre quieren saber eso. ¿Y el suyo? -dijo Léo escupiendo los fragmentos de tabaco que se le habían quedado pegados a la lengua.

– Jean-Baptiste Adamsberg.

– No se escandalice, en su habitación hay toda una colección de libros de pornografía del siglo XIX. Me los legó un amigo, su familia no los toleraba. Puede hojearlos, claro, pero tenga cuidado con las páginas; son libros viejos, y el papel no es muy resistente.

Capítulo 8

Por la mañana, Adamsberg se puso el pantalón y salió sin hacer ruido, descalzo en la hierba húmeda. Eran las seis y media, y el rocío aún no se había evaporado. Había dormido perfectamente en un viejo colchón de lana, con una depresión en medio en la que se había hundido como un pájaro en su nido. Caminó por el prado durante varios minutos antes de encontrar lo que buscaba, un palito de madera flexible cuya extremidad, una vez aplastada en forma de escobilla pudiera proporcionarle un sucedáneo de cepillo de dientes. Estaba pelando la punta del palito cuando Léo se asomó a la ventana.

– ¡Hello! El capitán Émeri ha llamado y ha dicho que vaya usted allá, y no parece de buen humor. Venga, el café está caliente. Se resfría uno andando fuera descalzo.

– ¿Cómo ha sabido que estaba aquí? -preguntó al reunirse con ella.

– No se habrá tragado el cuento del primo. Habrá relacionado las cosas con el parisino que se bajó ayer del autocar. Ha dicho que no le gustaba tener a un policía en la chepa ni que yo lo disimule. Ni que esto fuera un complot, ni que fuera la guerra. Puede crearle problemas, ¿sabe?

– Le diré la verdad. Que he venido a ver qué aspecto tiene un grimweld -dijo Adamsberg cortando una ancha rebanada.

– Exactamente. Y que no había hotel.

– Eso es.

– Si tiene que pasar por el cuartel, no tendrá tiempo de tomar el tren de las nueve menos diez para Lisieux. El siguiente es a las catorce y treinta y cinco en Cérenay. Ojo, porque hay que contar media hora larga en autocar. Saliendo de aquí, va a la derecha y otra vez a la derecha; luego sigue unos ochocientos metros hacia el centro. La gendarmería está justo detrás de la plazoleta. Deje el tazón, ya recojo yo.

Adamsberg recorrió un kilómetro escaso campo a través y se presentó en la recepción de la gendarmería, curiosamente recién pintada de amarillo vivo como si fuera un centro de vacaciones.

– Comisario Jean-Baptiste Adamsberg -anunció a un cabo orondo-. El capitán me está esperando.

– Así es -respondió el hombre lanzándole una mirada un tanto temerosa, la mirada de un hombre que no habría querido estar en su pellejo-. Siga el pasillo, y es el despacho del fondo. La puerta está abierta.

Adamsberg se detuvo en el umbral, observando durante unos segundos al capitán Émeri, que estaba dando vueltas en el despacho, nervioso, tenso, pero elegante con su uniforme ajustado. Un tipo apuesto de cuarenta y tantos años, facciones regulares, pelo abundante y todavía rubio, que llevaba sin vientre la camisa militar de hombreras.

– ¿Qué pasa? -preguntó Émeri volviéndose hacia Adamsberg-. ¿Quién le ha dicho que pase?

– Usted, capitán. Me ha convocado esta mañana a primera hora.

– ¿Adamsberg? -dijo Émeri detallando rápidamente el atuendo del comisario, que, aparte de llevar ropa sin forma, no había podido afeitarse ni peinarse.

– Siento venir con barba -dijo Adamsberg estrechándole la mano-, no pensaba quedarme en Ordebec esta noche.

– Siéntese, comisario -dijo Émeri sin desprender la mirada de Adamsberg.

No lograba hacer encajar ese nombre célebre, para bien o para mal, con un hombre tan bajito y de aspecto tan modesto, que, desde el rostro moreno hasta la vestimenta negra, le parecía dislocado, inclasificable o, por lo menos, disconforme. Busco su mirada sin encontrarla realmente y se detuvo en la sonrisa, tan agradable como lejana. El discurso ofensivo que había previsto se había perdido en parte en su perplejidad, como si se hubiera estrellado no contra el obstáculo de un muro, sino contra una ausencia total de obstáculo. Y no veía cómo agredir, agarrar siquiera, una ausencia de obstáculo. Fue Adamsberg quien rompió el hielo.

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