– Léone me ha informado de su descontento, capitán -dijo eligiendo sus palabras-. Pero hay un malentendido. Ayer hacía en París una temperatura de 36°, y acababa de atrapar a un anciano que había matado a su mujer con miga de pan.
– ¿Con miga de pan?
– Metiéndole dos puñados gordos de miga de pan compacta en la garganta. De modo que me sentí tentado por la idea de ir a tomar el fresco en un grimweld. Lo entiende usted, supongo.
– Puede.
– He recogido y comido muchas moras -y Adamsberg vio que las manchas negras de las frutas no habían desaparecido aún de las palmas de sus manos-. No había previsto cruzarme con Léone. Estaba esperando su perro en el camino. Ella tampoco había previsto encontrar el cuerpo de Herbier en la capilla. Y por respeto hacia sus prerrogativas, no fui a ver la escena del crimen. Ya no había tren, me ofreció hospitalidad. No me esperaba fumar un auténtico habano con un calvados gran reserva delante de la chimenea, pero eso fue lo que hicimos. Una persona estupenda, como diría ella, pero mucho más que eso.
– ¿Sabe por qué esa persona estupenda fuma auténticos puros de Cuba? -preguntó Émeri con una primera sonrisa-, ¿Sabe quién es?
– No me ha dicho su apellido.
– No me sorprende. Léo es Léone Marie de Valleray, condesa de Ordebec. ¿Un café, comisario?
– Por favor.
Léo, condesa de Ordebec. Que vive en una granja antigua y destartalada, que ha vivido del comercio de la posada. Léo, que engulle grandes cucharadas de sopa, que escupe fragmentos de tabaco. El capitán Émeri volvía con dos tazas de café, sonriendo francamente esta vez, dejando traslucir la «buena naturaleza» que había descrito Léo, directa y acogedora.
– ¿Sorprendido?
– Bastante. Es pobre. Y Léo me ha dicho que el conde de Ordebec tiene fortuna.
– Es la primera mujer del conde, pero eso fue hace sesenta años. Un amor apasionado de jovenzuelos. Fue un escándalo de mil demonios en la familia condal, y las presiones fueron tales que a los dos años se divorciaron. Dicen que siguieron viéndose durante mucho tiempo. Pero luego, al madurar, cada cual tomó su camino. No hablemos más de Léo -dijo Émeri dejando de sonreír-. Cuando llegó usted al camino, ¿no sabía nada? Quiero decir: cuando me llamó ayer por la mañana desde París ¿no sabía que Herbier estaba muerto, y muerto junto a la capilla?
– No.
– Pongamos que es verdad. ¿Suele hacer esto a menudo, irse de la Brigada para dar un paseo por el bosque bajo cualquier pretexto?
– Sí.
Émeri tomó un sorbo de café y levantó la cabeza.
– ¿De verdad?
– Sí. Y además había habido toda esa miga de pan por la mañana.
– ¿Qué dicen de eso sus hombres?
– Entre mis hombres, capitán, hay un hipersomniaco que se queda roque en el momento menos pensado, un zoólogo especialista en peces, sobre todo de río, una bulímica que desaparece para aprovisionarse, uno con cuello de garza vieja versado en cuentos y leyendas, un monstruo de saber pegado al vino blanco, y todo a juego. No pueden permitirse mostrarse muy formalistas.
– ¿Y trabajan?
– Mucho.
– ¿Qué le dijo Léo cuando se la encontró?
– Me saludó; ya sabía que era policía y que venía de París.
– No me sorprende, tiene mil veces más olfato que su perro. A ella incluso le chocaría que yo llame a eso olfato. Tiene su teoría sobre los efectos conjugados de los detalles unos en otros. Lo de la mariposa que mueve las alas en Nueva York y la explosión que se produce luego en Bangkok. No recuerdo de dónde sale esa historia.
Adamsberg sacudió la cabeza, igual de ignorante.
– Léo insiste en el ala de mariposa -prosiguió Émeri-. Dice que lo esencial es percibir el instante en que se mueve. Y no cuando todo explota después. Y tiene talento para eso, hay que reconocerlo. Lina ve pasar al Ejército Furioso. Es el ala de mariposa. Su patrón lo cuenta por ahí, Léo se entera, la madre se asusta, el vicario le da su nombre, ¿me equivoco?, la mujer toma el tren, su historia lo seduce, hace 36° en París, la mujer ha muerto ahogada con miga de pan, el frescor del grimweld resulta tentador, Léo espera en el camino, y aquí está sentado.
– Lo cual no es exactamente una explosión.
– Pero la muerte de Herbier sí. Es la explosión del sueño de Lina en la realidad. Como si el sueño hubiera hecho salir al lobo del bosque.
– El señor Hellequin señaló a sus víctimas, y un hombre se cree legitimado para matarlas. ¿Es lo que piensa usted? ¿Que la visión de Lina ha hecho surgir un asesino?
– No es sólo una visión, es una leyenda que impregna Ordebec desde hace mil años. Podemos apostar a que, en secreto, más de tres cuartos de los habitantes temen el paso de los jinetes muertos. Todos temblarían si su nombre fuera anunciado por Hellequin. Pero sin decir nada. Puedo asegurarle que todo el mundo evita el grimweld por la noche, salvo unos cuantos jóvenes que van a probar su hombría. Aquí, pasar una noche en el camino de Bonneval es una especie de rito de iniciación para demostrar que uno se ha hecho hombre. Una novatada medieval, por así decirlo. Pero de allí a que alguien se lo crea tanto como para convertirse en ejecutor de las obras de Hellequin, no. Eso sí, admito un punto: el terror que provoca el Ejército está en la base de la muerte de Herbier. He dicho «muerte», no «asesinato».
– Léo habló de un disparo de fusil.
Émeri asintió. Ahora que sus proyectos combativos se habían desvanecido casi por completo, su pose y su semblante habían abandonado el formalismo. La modificación era llamativa, y Adamsberg volvió a pensar en el diente de león, cerrado de noche, brizna amarillenta, apretujada y disuasiva; abierto de día, opulento y atractivo. Pero, a diferencia de la madre Vendermot, el robusto capitán no tenía nada de una frágil florecilla.
Seguía buscando el nombre de la semilla con paracaídas y se perdió las primeras palabras de la respuesta de Émeri.
– …es su propio fusil, un Darne de cañón recortado. A ese bestia le gustaban los disparos abiertos, para alcanzar la madre y las crías a la vez. Por el impacto, muy próximo, nada impide pensar que pudiera sujetar el arma delante de sí, con el cañón apuntando la frente, y disparar.
– ¿Por qué?
– Por las razones que hemos dicho. Por la aparición del Ejército Furioso. Podemos adivinar la concatenación: Herbier se entera de la predicción. Tiene el alma viciada y lo sabe. Empieza a tener miedo, y todo se hunde. Vacía él mismo los congeladores, como para renegar de todos sus actos de caza, y se mata. Porque dicen que quien se hace justicia no cae en el infierno del Ejército de Hellequin.
– ¿Por qué dice que aproxima el cañón a la frente? ¿El cañón no la tocó?
– No. La distancia del disparo es de al menos una decena de centímetros.
– Habría sido más lógico apoyar el cañón en la frente.
– No necesariamente. Eso depende de lo que quisiera ver antes. Ver la boca del fusil apuntándole. De momento, sólo están sus huellas en la culata.
– Entonces cabe suponer también que un tipo aprovechó la predicción de Lina para desembarazarse de Herbier haciendo que parezca un suicidio.
– Pero no es plausible que ese tipo llegara a vaciar los congeladores. Por aquí hay más cazadores que amantes de los animales. Más aún teniendo en cuenta que los jabalíes causan destrozos acojonantes. No, Adamsberg, ese gesto es de reniego de sus crímenes, es una expiación.
– ¿Y su moto? ¿Por qué la habría escondido entre los avellanos?
– No la escondió. La metió allí para tenerla protegida. Un reflejo, supongo.
– ¿Y por qué habría ido a matarse a la capilla?
– Precisamente. En la leyenda se encuentran a menudo prendidos cerca de los lugares de culto abandonados. ¿Sabe qué es un «prendido»?
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