Fred Vargas - El ejército furioso

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El infalible comisario Adamsberg tendrá que enfrentarse a una terrorífica leyenda medieval normanda, la del Ejército Furioso: una horda de caballeros muertos vivientes que recorren los bosques tomándose la justicia por su mano…
Una señora menuda, procedente de Normandía, espera a Adamsberg en la acera. No están citados, pero ella no quiere hablar con nadie más que con él. Una noche su hija vio al Ejército Furioso. Asesinos, ladrones, todos aquellos que no tienen la conciencia tranquila se sienten amenazados. Esta vieja leyenda será la señal de partida para una serie de asesinatos que se van a producir. Aunque el caso ocurre lejos de su circunscripción, Adamsberg acepta ir a investigar a ese pueblo aterrorizado por la superstición y los rumores. Ayudado por la gendarmería local, por su hijo Zerk y por sus colaboradores habituales, tratará de proteger de su macabro destino a las víctimas del Ejército Furioso.

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– Está bien que lo hiciera, eso es que lo apreciaba. No se dan cuernas de ciervo al primer forano que pasa.

– Eso espero.

– Se trata de Robert Binet, ¿no?

– Sí.

Adamsberg cubrió otro centenar de metros en la estela de la anciana. Empezaba a atisbarse el trazo de una carretera a través de los troncos.

– Si es usted amigo de Robert, ya es otra cosa. Podría alojarse en Chez Léo, si eso no es demasiado diferente de lo que usted pensaba hacer. Chez Léo es mi casa, es el nombre de la posada.

Adamsberg oyó claramente la llamada de la anciana que se aburría, sin saber si iba a decidirse. Sin embargo, como había dicho a Veyrenc, las decisiones están tomadas mucho antes de que uno las enuncie. No tenía donde alojarse, y la ruda anciana le caía bien. Pese a que se sentía un poco atrapado, como si Léo lo hubiera organizado todo de antemano.

Cinco minutos después, vislumbraba Chez Léo, una larga casa antigua de una sola planta, que se aguantaba en pie no se sabía cómo desde hacía décadas.

– Siéntese en el banco -dijo Léo-. Vamos a llamar a Émeri. No es mal tipo, al contrario. Se da aires de vez en cuando porque tenía un antepasado mariscal bajo Napoleón. Pero en conjunto es apreciado. Lo que pasa es que su oficio lo deforma. De tanto desconfiar de todo el mundo, de tanto castigar, uno no puede ir mejorando con la edad. Supongo que a usted le pasa lo mismo.

– Seguramente.

– Léo acercó un taburete al teléfono.

– En fin -suspiró mientras marcaba el número-, la policía es un mal necesario. Durante la guerra, era un mal a secas. Seguro que más de uno se fue con el Ejército Furioso. Vamos a encender la chimenea, que está refrescando. Sabrá hacer fuego, supongo. Encontrará la leñera saliendo a la izquierda. Hello, Louis, aquí Léo.

Cuando Adamsberg volvió con una brazada de leña, Léo estaba en plena conversación. Estaba claro que Émeri llevaba las de perder. Con mano decidida, Léo tendió el auricular al comisario.

– Pues porque siempre voy a llevar flores a San Antonio, ya lo sabes. Oye, Louis, no irás a tocarme las narices porque he encontrado un cadáver, ¿no? Si te hubieras dado más maña, lo habrías encontrado solito y me habrías ahorrado molestias.

– No te embales, Léo, te creo.

– También está la moto, metida en el ramaje de los avellanos. Para mí que le dieron cita y que escondió la moto ahí dentro para que no se la robaran.

– Voy al lugar, Léo, y luego paso a verte. No estarás acostada a las ocho, ¿verdad?

– A las ocho estaré terminando de cenar. Y no me gusta que me molesten cuando estoy comiendo.

– Ocho y media.

– No me va bien, ha venido a verme un primo de Haroncourt. No sería cortés hacerle ver gendarmes el día de su llegada. Y además estoy cansada. Andar por el bosque no es propio de mi edad.

– Por eso mismo me pregunto por qué anduviste hasta la capilla.

– Ya te lo he dicho. Para llevar las flores.

– Nunca dices más que un cuarto de lo que sabes.

– El resto no te interesaría. Harías mejor en darte prisa, antes de que se lo coman los animales. Y si quieres verme, que sea mañana.

Adamsberg colgó el auricular y se puso a encender el fuego.

– Louis Nicolas no puede hacerme nada -explicó Léone-. Le salvé la vida cuando era un mocoso. El muy trasto había ido a zambullirse en la laguna Jeanlin. Lo agarré por el fondillo. Así que conmigo no puede gastar aires de mariscal del imperio.

– ¿Es de por aquí?

– Nació aquí.

– Entonces, ¿cómo puede ser que lo destinaran aquí? No se destina a los policías a su lugar de origen.

– Ya lo sé, joven. Pero tenía once años cuando se fue de Ordebec, y sus padres no tenían a nadie aquí. Pasó mucho tiempo cerca de Toulon, más tarde en Lyon, y luego obtuvo la dispensa. No se puede decir que conozca realmente a la gente de por aquí. Además, lo protege el conde, así que no hay problema.

– El conde de aquí.

– Rémy, el conde de Ordebec. Tomará sopa, supongo.

– Gracias -dijo Adamsberg tendiéndole el plato.

– Es de zanahorias. De segundo, hay salteado de carne con nata.

– Émeri dice que Lina está loca de atar.

– Eso no es verdad -dijo Léone metiéndose una gran cucharada en la pequeña boca-. Es una cría pizpireta y estupenda. Además, no estaba equivocada: Herbier está muerto y más que muerto. Así que Louis Nicolas va a ir a por ella; más claro, el agua.

Adamsberg limpió el plato de la sopa con pan, como hacía Léo, y trajo la fuente de salteado. Ternera con judías, y olor de hoguera.

– Y como no cae muy bien a nadie, ni ella ni sus hermanos -prosiguió Léone sirviendo la carne con gesto un tanto brusco-, será esto una escabechina. No vaya a creer que la gente de aquí es mala, pero siempre tiene miedo de lo que no entiende. Así que Lina, con su don y con sus hermanos, que son un poco raritos, no tiene muy buena fama que digamos.

– Por lo del Ejército Furioso.

– Por eso y por más cosas. La gente dice que tienen al diablo en casa. Aquí, como en todas partes, hay mucha cabeza hueca que enseguida se llena de cualquier cosa, a ser posible de lo peor. Es lo que todo el mundo prefiere, lo peor. Se aburren tanto…

Léone aprobó su propia declaración sacudiendo la barbilla y engulló un buen bocado de carne.

– Tendrá usted su opinión sobre el Ejército Furioso, supongo -dijo Adamsberg empleando el método de Léone para preguntar.

– Depende de cómo se mire. En Ordebec, hay quien piensa que el señor Hellequin está al servicio del demonio. Yo no estoy convencida, pero digo yo que, si los hay que sobreviven porque son santos, como San Antonio, ¿por qué otros no van a sobrevivir porque son malos? Porque eso sí, en la Mesnada son todos malos. Eso no lo sabe usted, ¿verdad?

– Sí.

– Por eso los prenden. Otros piensan que la pobre Lina tiene visiones, que está mal de la cabeza. La chica ha ido a médicos, pero no le han encontrado nada. Otros dicen que su hermano echa boleto de Satanás en la tortilla de setas, y que eso a ella le da alucinaciones. Conocerá usted el boleto de Satanás, supongo. El de pie rojo.

– Sí.

– Ah, bien -dijo Léone un poco decepcionada.

– Sólo da retortijones.

Léone se llevó los platos a la cocina pequeña y oscura y los lavó en silencio, concentrada en su labor. Adamsberg iba secándolos a medida que ella se los pasaba.

– A mí me da lo mismo -prosiguió Léone enjugándose las grandes manos-. Sólo que Lina ve al Ejército, y sobre eso no cabe duda. Que el Ejército exista de verdad o no, no soy quien para juzgarlo. Pero ahora que Herbier ha muerto, los demás van a amenazarla. De hecho, por eso está usted aquí.

La anciana volvió a coger sus bastones y regresó a su sitio en la mesa. Sacó del cajón una caja de puros de buen tamaño. Se pasó uno bajo la nariz, lamió la punta y lo encendió con cuidado, empujando la caja abierta hacia Adamsberg.

– Me los manda un amigo, le vienen de Cuba. Pasé dos años en Cuba, cuatro en Escocia, tres en Argentina y cinco en Madagascar. Con Ernest, abrimos restaurantes en todas partes, vimos mundo. Cocina con nata. Sería tan amable de sacar el calvados, en la parte de abajo del armario, y ponernos dos vasitos. Aceptará beber conmigo, supongo.

Adamsberg obedeció; empezaba a encontrarse muy a gusto en esa pequeña sala mal iluminada, con el puro, el caso, el fuego, la alta y vieja Léo, arrugada como un trapo acartonado.

– ¿Y por qué estoy aquí, Léo? Si me permite que la llame Léo.

– Para proteger a Lina y a sus hermanos. No tengo hijos, y ella es un como si fuera mi hija. Si hay más muertos, me refiero a que si mueren también los otros que vio con el Ejército, habrá un estropicio. Pasó lo mismo en Ordebec un poco antes de la Revolución. El tipo se llamaba François-Benjamin; había visto a cuatro hombres malos prendidos por la Mesnada. Pero sólo supo decir tres de los cuatro nombres. Igual que Lina. Y dos de esos hombres murieron a los once días. La gente cogió tanto miedo, por la cuarta persona sin nombre, que creyeron poder detener la matanza de la Mesnada destruyendo al que la había visto. François-Benjamin murió ensartado a golpes de horca, y luego lo quemaron en la plaza.

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