– Sí -volvió a decir Adamsberg.
– Así que están cerca de lugares endiablados, o sea los lugares que frecuenta Hellequin. Herbier se mata allí, precediendo su suerte, y evita de este modo el castigo, gracias a su contrición.
Adamsberg llevaba demasiado rato en esa silla, y la impaciencia le hormigueaba en las piernas.
– ¿Puedo andar por su despacho? No sé quedarme sentado mucho tiempo.
Una expresión de franca simpatía relajó definitivamente el rostro del capitán.
– Yo tampoco -dijo con la intensa satisfacción de quien descubre en otro su propio tormento-. Siempre acaba anudándoseme algo en el vientre, depositándome bolas de electricidad nerviosa. Un montón de bolitas que se me pasean por el estómago. Dicen que mi antepasado, el mariscal del Imperio Davout, era nervioso. Tengo que andar una o dos horas al día para descargar la pila. ¿Qué le parece si hablamos mientras damos un paseo por las calles? Son bonitas, ya lo verá.
El capitán condujo a su colega por los estrechos pasajes entre viejos muros de tierra y casas bajas de vigas desgastadas, graneros abandonados y manzanos inclinados.
– No es lo que piensa Léo -decía Adamsberg-. Ella no duda que Herbier haya sido asesinado.
– ¿Lo explica?
Adamsberg se encogió de hombros.
– No. Parece saberlo porque lo sabe, eso es todo.
– Es lo malo de ella. Es tan lista que, con los años, siempre cree tener razón. Si la decapitaran, Ordebec perdería buena parte de su cabeza, eso es verdad. Pero, a medida que envejece da menos explicaciones. Su reputación le gusta, de modo que la cultiva. ¿De verdad no ha dado ningún detalle?
– No. Ha dicho que la muerte de Herbier no era ninguna pérdida. Que no le había sorprendido encontrarlo porque sabía que estaba muerto. Me ha hablado más de la raposa y el paro carbonero que de lo que vio en la capilla.
– ¿El carbonero que eligió a la raposa de tres patas?
– Sí, eso es. También me ha hablado de su perro, de la hembra de la granja de al lado, de San Antonio, de su posada, de Lina y de su familia, de usted cuando lo repescó en la laguna.
– Es verdad -dijo Émeri sonriendo-. Le debo la vida, y es mi primer recuerdo. La llaman mi «madre de agua», porque me devolvió a la luz sacándome de la laguna Jeanlin, como una Venus. Mis padres idolatraron a Léo desde entonces y me dieron órdenes de no tocarle un solo pelo. Era en pleno invierno, y Léo salió de la laguna conmigo, helada hasta los huesos. Cuentan que tardó tres días en recobrar el calor. Luego tuvo una pleuresía, y todo el mundo creyó que se quedaba.
– No me habló del frío. Ni me dijo que hubiera estado casada con el conde.
– Nunca presume, se limita a imponer sin ruido sus convicciones, y ya es mucho. A ningún tipo de la zona se le pasaría por la cabeza matar su raposa de tres patas. Salvo a Herbier. La pata y la cola las perdió en una de sus malditas trampas, pero no tuvo tiempo de rematarla.
– Porque Léo lo mató antes de que él matara a la raposa.
– Sería muy capaz -dijo Émeri con bastante alegría.
– ¿Piensa mandar vigilar al siguiente prendido, al vidriero?
– No es vidriero, es creador de vidrieras.
– Sí. Léo dice que tiene talento.
– Glayeux es un cabrón que no tiene miedo a nadie. No es su estilo preocuparse por el Ejército Furioso. Si por desgracia le entrara miedo, qué le vamos a hacer. No se puede impedir que un tipo se quite la vida si se empeña.
– ¿Y si estuviera usted equivocado, capitán? ¿Y si hubieran asesinado a Herbier? En ese caso, podrían matar a Glayeux. A eso me refiero.
– Se obstina usted, Adamsberg.
– También usted, capitán. Porque no le queda otra solución. El suicidio sería un mal menor.
Émeri ralentizó la marcha, se detuvo por fin y sacó los cigarrillos.
– Detalle, comisario.
– La desaparición de Herbier fue señalada hace más de una semana. Aparte de un control domiciliario sin más, usted no ha hecho nada.
– Es la ley, Adamsberg. Si Herbier quería irse sin avisar a nadie, yo no tenía derecho de acosarlo.
– ¿Incluso después del paso del Ejército Furioso?
– Ese tipo de locura no tiene cabida en una investigación de la gendarmería.
– Sí. Usted admite que el Ejército es lo que ha originado todo. Tanto si lo mataron como si se mató. Usted sabía que había sido señalado por Lina y no hizo nada. Y cuando encuentran el cuerpo, ya es demasiado tarde para recoger indicios.
– Piensa que se me van a echar encima, ¿eh?
– Sí.
Émeri dio una calada, expiró el humo como si suspirara, y se apoyó en el viejo muro que bordeaba la calle.
– De acuerdo -admitió-. Se me van a echar encima. O quizá no. Uno no puede ser considerado responsable de un suicidio.
– Y por eso se empeña en que lo sea. La falta es menos grave. En cambio, si es un asesinato, está usted en el lodazal hasta el cuello.
– Nada lo demuestra.
– ¿Por qué no hizo nada para buscar a Herbier?
– Por culpa de los Vendermot. Por culpa de Lina y de los tarados de sus hermanos. No nos entendemos, y yo no quería entrar en su juego. Represento el orden, y ellos el despropósito. Es incompatible. He tenido que trincar a Martin varias veces, por caza furtiva nocturna. Al mayor también, Hippolyte. Apuntó a un grupo de cazadores, les obligó a quitarse la ropa, recogió todas las carabinas y las tiró al río. No podía pagar la multa, o sea que se chupó veinte días de talego. Les encantaría verme hundido. Por eso no me moví. Ni hablar de caer en su trampa.
– ¿Qué trampa?
– Muy sencillo. Lina Vendermot pretende tener una visión; luego desaparece Herbier. Están conchabados. Me lanzo en busca de Herbier, e inmediatamente ponen una denuncia por ejercicio abusivo de la autoridad y atentado a las libertades. Lina hizo derecho, conoce la ley. Suponga que me obstino, que sigo buscando a Herbier. La denuncia sube hasta la dirección general. Un buen día, Herbier reaparece en plena forma, une su voz a las demás y me demanda. Y a mí me cae una sanción o un traslado.
– Entonces, ¿por qué Lina habría dado el nombre de los otros dos rehenes del Ejército?
– Por credibilidad. Es astuta como una comadreja, aunque adopte el aspecto inofensivo de una mujer corpulenta. El Ejército suele prender a varios vivos a la vez, ella lo sabe perfectamente. Señalando a varios prendidos, mareaba la perdiz. Pensé en todo eso. Estaba convencido.
– Pero no era eso.
– No.
Émeri frotó su cigarrillo contra la pared y hundió la colilla entre dos piedras.
– Todo irá bien. Se suicidó.
– No lo creo.
– Joder -dijo Émeri alzando la voz-, ¿qué tienes conmigo? No sabes nada de la historia, no sabes nada de la gente de aquí, acabas de llegar de tu capital sin avisar y ya estás dando órdenes.
– No es mi capital. Soy bearnés.
– ¿Ya mí qué coño me importa?
– Y no son órdenes.
– Voy a decirte lo que va a pasar, Adamsberg. Vas a tomar el tren, voy a cerrar el caso de suicidio, y en tres días todo quedará olvidado. Salvo, claro, si tienes intención de partirme en dos con tu sospecha de asesinato. Basada en aire.
Aire que pasa por su cabeza, en corriente continua entre sus dos oídos, su madre siempre se lo había dicho. Y bajo el aire, no puede echar raíces ninguna idea, ni siquiera quedarse un momento quieta. Bajo el aire o bajo el agua, tanto da. Todo se ondula y se comba. Adamsberg lo sabía y desconfiaba de sí mismo.
– No tengo intención de partirte, Émeri. Sólo digo que yo en tu lugar pondría al siguiente bajo protección. Al vidriero.
– Creador de vidrieras.
– Eso. Ponlo bajo protección.
– Si lo hago, me carbonizo, Adamsberg. ¿No lo entiendes? Querrá decir que no creo en el suicidio de Herbier. Y creo. Si quieres saber mi opinión, Lina tenía todos los motivos para empujar a ese tipo al suicidio, puede que lo haya hecho intencionadamente. Y sobre eso sí que podría abrir una investigación. Incitación al suicidio. Los hijos Vendermot tienen razones más que suficientes para querer enviar a Herbier al demonio. Su padre y él eran un par de bestias a cuál más salvaje.
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