Émeri reanudó su marcha, con las manos en los bolsillos, deformando la caída impecable de su uniforme.
– ¿Amigos?
– Uña y carne. Dicen que el padre Vendermot tenía una bala argelina en la cabeza, y a eso se atribuían sus crisis de violencia. Pero el sádico de Herbier y él se animaban mutuamente, sobre eso no cabe ninguna duda. Así que aterrorizar a Herbier, abocarlo al suicidio, sería una buena revancha para Lina. Ya te lo he dicho, la chica es astuta. Sus hermanos también, por cierto, pero están todos perjudicados.
Habían llegado a la eminencia más alta de Ordebec, desde donde se dominaba el pueblo y sus campos. El capitán alargó el brazo hacia un punto del Este.
– La casa Vendermot -explicó-. Tienen las contraventanas abiertas. Están levantados. La declaración de Léo puede esperar. Voy a pasar a charlar con ellos. Cuando no está Lina es más fácil hacer hablar a los hermanos. Sobre todo al de arcilla.
– ¿De arcilla?
– Sí, me has oído bien. De arcilla quebradiza. Créeme, toma el tren y olvídalos. Si hay alguna verdad en lo del camino de Bonneval, es que vuelve loca a la gente.
En lo alto de la eminencia de Ordebec, Adamsberg eligió un murete al sol y se sentó encima con las piernas cruzadas. Se quitó zapatos y calcetines, y contempló el desnivel de colinas verde pálido con las vacas, cual estatuas, puestas allí en los prados como para servir de puntos de referencia. Era muy posible que Émeri tuviera razón, muy posible que Herbier se disparara una bala en la frente, aterrorizado por la irrupción de los jinetes negros. Pero apuntar el cañón a varios centímetros no tenía nada de natural. Más seguro y verosímil habría sido metérselo en la boca. A menos que, por seguir la línea de análisis de Émeri, Herbier deseara ese gesto de expiación dándose muerte como la daba a los animales, apuntando a la frente. ¿Podía un tipo así haber sido capaz de una toma de conciencia, de remordimientos? ¿Capaz sobre todo de temer hasta ese punto el castigo del Ejército Furioso? Sí. Esa caballería negra, mutilada y hedionda llevaba diez siglos corroyendo la tierra de Ordebec. Había cavado en ella abismos en que uno, por sensato que fuera, podía caer súbitamente y quedar prisionero.
Un mensaje de Zerk le advirtió que Hellebaud había bebido sin ayuda. Adamsberg necesitó unos segundos para recordar que se trataba del palomo. Luego venían varios mensajes de la Brigada; el análisis confirmaba la presencia de miga de pan en la garganta de la víctima, Lucette Tuilot, pero ni rastro en su estómago. Asesinato indiscutible. La niña se recuperaba en el hospital de Versalles con su gerbillo; el falso tío abuelo se había restablecido y había quedado bajo arresto provisional.
Retancourt enviaba un mensaje más alarmante, en letras mayúsculas. Momo-Mecha-Corta interrogado, cargos suficientes para inculpación, anciano quemado identificado, gran follón, llamar urgentemente.
Adamsberg experimentó una sensación de picor en la nuca, de viva contrariedad, quizá una de esas bolitas de electricidad de las que había hablado Émeri. Se frotó el cuello mientras marcaba el número de Danglard. Eran las once, y el comandante debía de estar en su puesto. Era demasiado temprano para que estuviera completamente operativo, pero sí estaría presente.
– ¿Por qué sigue allí? -preguntó Danglard en su tono muy desabrido de las mañanas.
– Encontraron ayer el cuerpo del cazador.
– Ya lo he visto. Y no es asunto nuestro. Salga de ese maldito grimweld antes de que lo atrape. Aquí hay novedades. Émeri está capacitado para arreglárselas sin nosotros.
– Y deseoso. Un buen tipo, colaborador. Pero me pone de patitas en el próximo tren. Ha optado por la tesis del suicidio.
– Mejor para él. Seguro que le viene bien.
– Claro. Pero la vieja Léo, en cuya casa he pasado la noche, estaba convencida de que se trataba de un asesinato. Es a la ciudad de Ordebec lo que una esponja es al agua. Lo absorbe todo, y desde hace ochenta y ocho años.
– ¿Y habla cuando la aprieta?
– ¿Cuando aprieto qué?
– A esa Léo, como se aprieta una esponja.
– No, es muy prudente. No es una cotilla, Danglard. Funciona según la ley de la mariposa que se mueve en Nueva York y provoca la explosión en Bangkok.
– ¿Lo dice ella?
– No, lo dice Émeri.
– Pues se equivoca. Es en Brasil donde la mariposa bate las alas, y en Texas donde tiene lugar el tornado.
– ¿Y eso cambia las cosas, Danglard?
– Sí. De tanto alejarse de las palabras, las teorías más puras degeneran en bulos. Y uno acaba no enterándose de nada. Entre aproximación e inexactitud, la verdad va disolviéndose dando paso al oscurantismo.
El humor de Danglard mejoraba un poco, como siempre que tenía ocasión de disertar, incluso de contradecir gracias a su saber. El comandante no era hombre de estar conversando todo el día, pero el silencio le sentaba fatal, ofrecía un área de expansión demasiado propicia a sus melancolías. A veces bastaban unas cuantas réplicas para arrancar a Danglard de su crepúsculo. Adamsberg posponía el momento de abordar el tema de Momo-Mecha-Corta, y Danglard también, lo cual no era buena señal.
– Seguramente existen varias versiones de esta historia de la mariposa.
– No -contestó Danglard con firmeza-. No es un cuento moral, es una teoría científica sobre la predictibilidad. La formuló Edward Lorenz en 1972 bajo la forma que le he dicho. La mariposa está en Brasil, y el tornado en Texas. No cabe ninguna variación en esto.
– Muy bien, Danglard, dejémoslo. ¿Por qué demonios están interrogando a Momo?
– Lo detuvieron esta mañana. La gasolina utilizada podría coincidir con la que emplea.
– ¿Exactamente?
– No, no lleva tanto aceite. Pero es gasolina de ciclomotor. Momo no tiene coartada para la noche del incendio, nadie lo vio. Dice que un tipo le dio cita en un parque para hablarle de su hermano. Que estuvo dos horas esperando para nada y se fue.
– Eso no es suficiente para arrestarlo, Danglard. ¿Quién lo ha decidido?
– Retancourt.
– ¿Sin su aval?
– Con. Alrededor del coche hay huellas de zapatillas de basket impregnadas de gasolina. Las mismas zapatillas las encontraron esta mañana en casa de Momo, envueltas en una bolsa de plástico. No cabe ninguna duda, comisario. Momo repite estúpidamente que no son suyas. Su defensa es un desastre.
– ¿Hay huellas suyas en la bolsa y en los zapatos?
– Estamos a la espera de resultados. Momo dice que habrá, porque los manipuló. Supuestamente porque encontró la bolsa en el armario y miró a ver de qué se trataba.
– ¿Son de su pie?
– Sí, un 43.
– Eso no quiere decir nada. Es la talla media de los hombres.
Adamsberg se pasó de nuevo la mano por la nuca para atrapar la bola de electricidad que se le paseaba por el cuello.
– Peor aún -añadió Danglard. El anciano no se había arrellanado al quedarse dormido en el coche. Estaba bien sentado cuando estalló el incendio. O sea que el pirómano lo tiene que haber visto. Nos alejamos del homicidio involuntario.
– ¿Nuevas? -preguntó Adamsberg.
– ¿Qué nuevas?
– Las zapatillas.
– Sí, efectivamente, ¿por qué?
– Dígame, comandante, ¿por qué iba Momo a incendiar un coche estropeándose unos zapatos nuevos? Y, si lo hizo, ¿por qué no se deshizo de ellos enseguida? ¿Y las manos? ¿Han examinado si tenían restos de gasolina?
– El técnico llegará de un momento a otro. Hemos recibido órdenes de poner en marcha el dispositivo de emergencia. Basta un nombre para comprender dónde nos hemos metido. El viejo quemado es Antoine Clermont-Brasseur.
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