– Céntrense en el anciano quemado -dijo-. Con la fama que tiene Momo en el distrito 5, es fácil endosarle un asesinato siguiendo sus métodos, que no son complejos. Gasolina y una mecha corta, es lo único que necesita el asesino. Hace esperar al hombre en el coche, vuelve a escondidas y le prende fuego. Busquen quién es la víctima, si veía bien, si oía bien. Busquen quién conducía el coche, alguien con quien el hombre se sentía seguro. Eso no debería llevarles mucho tiempo.
– ¿Tomamos declaración a Momo de todos modos?
– Sí. Pero manden analizar los residuos de gasolina, nivel de octano, etc. Momo usa carburante de moto muy mezclado con aceite. Comprueben la composición, está en el expediente. No me busquen esta tarde -añadió levantándose-, estaré fuera hasta la noche.
¿Dónde?, preguntó en silencio la mirada del flaco Justin.
– Voy a ver si me encuentro con un par de viejos caballeros en el bosque. No será largo. Díganlo en la Brigada. ¿Dónde está Danglard?
– En la máquina de café -dijo Justin señalando el piso de arriba con el dedo-. Ha ido a llevar el gato al cuenco de comida, le tocaba a él.
– ¿Y Veyrenc?
– En el extremo opuesto del edificio -dijo Nöel con sonrisa malévola.
Adamsberg encontró a Veyrenc en el despacho más alejado de la gran sala común, apoyado en la pared.
– Estoy en fase de impregnación -dijo señalando una pila de expedientes-. Miro lo que habéis estado haciendo en mi ausencia. Encuentro que el gato ha engordado, y Danglard también. Está mejor.
– ¿Cómo no va a engordar? Se pasa el día entero con Retancourt, tirado encima de la fotocopiadora.
– Te refieres al gato. Si no lo llevarais a comer a su cuenco, a lo mejor se decidiría a andar.
– Ya lo intentamos alguna vez, Veyrenc. Dejó de comer, y tuvimos que interrumpir el experimento al cabo de cuatro días. Anda muy bien. En cuanto se va Retancourt, sabe perfectamente bajarse de su pedestal para ocupar su silla. En cuanto a Danglard, se ha echado una nueva amiga durante la conferencia de Londres.
– Será eso. Pero, cuando me lo he cruzado esta mañana, todo su ser se ha arrugado de contrariedad. ¿Le preguntaste lo del Ejército?
– Sí. Es muy antiguo.
– Mucho -confirmó Veyrenc sonriendo-. En los remotos pliegues duermen historias muertas. / No las despiertes, pues, no llames a la puerta / que las tiene encerradas.
– No llamo, me voy a dar un paseo por el camino de Bonneval.
– ¿Es un grimweld?
– Es el de Ordebec.
– ¿Has hablado a Danglard de tu pequeña expedición?
Veyrenc tecleaba al mismo tiempo en su ordenador.
– Sí, y se ha arrugado de contrariedad. Le encantó contarme lo del Ejército, pero le molesta que lo siga.
– ¿Te habló de los «prendidos»?
– Sí.
– Entonces has de saber, si eso es lo que buscas, que es muy raro que el Ejército deje los cuerpos de los prendidos en un grimweld. Se suelen encontrar simplemente en sus casas, o en una zona de duelo, o en un pozo, o cerca de algún lugar de culto abandonado. Es sabido que las iglesias abandonadas atraen la presencia del demonio. Apenas el lugar es descuidado, se instala el Mal. Y los prendidos vuelven al demonio, simplemente.
– Es lógico.
– Mira -dijo señalando la pantalla-. Es el mapa del bosque de Alance.
– Esto -dijo Adamsberg siguiendo una línea con el dedo- debe de ser el camino.
– Y aquí tienes la capilla de San Antonio de Alance. Aquí, al otro lado, un calvario. Son lugares que puedes visitar. Lleva una cruz para protegerte.
– Llevo un guijarro de río en el bolsillo.
– Ampliamente suficiente.
La temperatura era de irnos seis grados menos en Norman- día y, en cuanto llegó a la estación de autobuses, casi desierta, Adamsberg movió la cabeza en el viento fresco, haciéndolo soplar en la nuca y detrás de las orejas en un movimiento casi animal, en cierto modo como lo haría un caballo para espantar los tábanos. Rodeó Ordebec por el norte y, al cabo de media hora, ponía el pie en el camino de Bonneval, indicado por un viejo letrero pintado a mano. Era un sendero estrecho, a diferencia de lo que había imaginado, sin duda porque la idea de que por allí tenían que pasar cientos de hombres de armas le había dado la visión de una avenida de caballerías ancha e impresionante, bajo una bóveda cerrada de grandes hayas. El camino era en realidad mucho más modesto, hecho de un par de roderas separadas por un lomo herboso y bordeado por dos fosos de drenaje invadidos por las zarzas, de retoños de olmo y de avellano. Muchas moras estaban ya en su punto -muy adelantadas, debido al calor anormal-, y Adamsberg recogió unas cuantas mientras se adentraba por el sendero. Avanzaba despacio, recorriendo los bordes con la mirada, comiendo sin prisa las frutas que sostenía en la mano. Había muchas moscas, que se precipitaban sobre su cara para sorber el sudor.
Cada tres minutos, se paraba para reconstituir su reserva de moras, arañando su vieja camisa negra con las zarzas. A medio camino de su exploración, se detuvo bruscamente al recordar que no había dejado ningún mensaje a Zerk. Estaba tan acostumbrado a la soledad que avisar a los demás de sus ausencias le exigía esfuerzo. Marcó el número.
– Hellebaud se ha levantado -explicó el joven-. Ha comido el alpiste él solo. Eso sí, luego ha cagado encima de la mesa.
– Así son las cosas cuando vuelve la vida. Pon un plástico sobre la mesa estos días. Hay uno en el desván. No volveré hasta la noche, Zerk. Estoy en el camino de Bonneval.
– ¿Y los ves?
– No, todavía es de día. Miro a ver si encuentro el cuerpo del cazador. Nadie ha pasado por aquí desde hace tres semanas; está lleno de moras, están adelantadas. Si llama Violette, no le digas dónde estoy, no le gustaría.
– Claro -dijo Zerk, y Adamsberg se dijo que su hijo era más listo de lo que parecía. Migaja a migaja, iba acumulando un poco de información sobre él-. He cambiado la bombilla de la cocina. La de la escalera tampoco funciona. ¿La cambio también?
– Sí, pero no pongas una luz muy fuerte. No me gusta cuando se ve todo.
– Si te encuentras con el Ejército, llámame.
– No creo que pueda, Zerk. Su paso debe de producir interferencias. El choque de dos tiempos diferentes.
– Seguro -aprobó el joven antes de colgar.
Adamsberg avanzó cien metros más, explorando los bordes del camino. Porque Herbier estaba muerto, estaba convencido de eso, y era su único punto de acuerdo con la mujer Vendermot que saldría volando si se le soplaba encima. Momento en que Adamsberg se dio cuenta de que ya había olvidado el nombre de las semillas del diente de león.
Había una silueta en el camino, y Adamsberg entornó los ojos mientras avanzaba más lentamente. Una silueta muy larga, sentada en un tronco de árbol, tan vieja y encogida que temió darle un susto.
– Hello -dijo la anciana al verlo llegar.
– Hello -respondió Adamsberg sorprendido-. «Hello» era de las pocas palabras que se sabía en inglés, además de «yes» y «no».
– Ha tardado desde la estación -dijo.
– He estado cogiendo moras -explicó Adamsberg, preguntándose cómo una voz tan segura podía salir de esa carcasa tan estrecha. Estrecha pero intensa-. ¿Sabe quién soy?
– No del todo. Lionel le ha visto bajar del tren y tomar el autobús. Bernard me lo ha dicho y, entre una cosa y otra, aquí está usted. Por los tiempos que corren y con las cosas que pasan, no puede ser muchas cosas más que un policía de la ciudad. La cosa tiene mala pinta. Aunque, todo sea dicho, Michel Herbier no es una gran pérdida.
La anciana sorbió ruidosamente por la grandísima nariz pasándose el dorso de la mano para recoger una gota.
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