Fred Vargas - El ejército furioso

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El infalible comisario Adamsberg tendrá que enfrentarse a una terrorífica leyenda medieval normanda, la del Ejército Furioso: una horda de caballeros muertos vivientes que recorren los bosques tomándose la justicia por su mano…
Una señora menuda, procedente de Normandía, espera a Adamsberg en la acera. No están citados, pero ella no quiere hablar con nadie más que con él. Una noche su hija vio al Ejército Furioso. Asesinos, ladrones, todos aquellos que no tienen la conciencia tranquila se sienten amenazados. Esta vieja leyenda será la señal de partida para una serie de asesinatos que se van a producir. Aunque el caso ocurre lejos de su circunscripción, Adamsberg acepta ir a investigar a ese pueblo aterrorizado por la superstición y los rumores. Ayudado por la gendarmería local, por su hijo Zerk y por sus colaboradores habituales, tratará de proteger de su macabro destino a las víctimas del Ejército Furioso.

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Danglard tendió el brazo hacia el joven.

– Armel -Danglard se negaba en rotundo a llamar al joven por su nombre de guerra, «Zerk», y recriminaba enérgicamente al comisario por hacerlo-, lléname el vaso y sabrás lo que vio esa mujer, Lina. Sabrás el terror de sus noches.

Zerk sirvió al comandante con la solicitud de quien teme que una historia se interrumpa, y volvió a sentarse junto a Danglard. No había tenido padre, nadie le había contado historias. Su madre trabajaba por las noches limpiando en la fábrica de pescado.

– Gracias, Armel. Y el sirviente prosiguió: El bosque está lleno de almas de muertos y de demonios. Les he oído decir y gritar: «Ya tenemos al preboste de Arques, vamos a prender al arzobispo de Reims». A lo que respondí: «Imprimamos en nuestra frente la señal de la cruz y avancemos sin peligro».

– Eso lo dijo el tío Hellebaud.

– Así es. Y dijo Hellebaud: Cuando avanzamos y llegamos al bosque, ya se extendía la oscuridad y, sin embargo, oí las voces confusas y el fragor de las armas y los relinchos de los caballos, pero no logré ver las sombras ni entender sus voces. Cuando volvimos a casa, encontramos al arzobispo en las últimas, y no sobrevivió quince días después de que oyéramos las voces. Dedujimos que se lo habían llevado los espíritus que habían dicho que lo prenderían.

– No se corresponde con lo que contó la madre de Lina -intervino Adamsberg con voz sorda-. No dijo que su hija oyera voces ni relinchos, ni que hubiera visto sombras. Sólo vio a Michel Herbier y a otros tres con los hombres de ese Ejército.

– Eso es porque la madre no se habrá atrevido a decirlo todo. Y porque en Ordebec no hace falta dar precisiones. Allí, cuando alguien dice: «He visto pasar al Ejército Furioso», todo el mundo sabe de qué va la cosa. Voy a describirle mejor al Ejército que ve Lina, y entenderá que sus noches no sean dulces. Y si hay algo seguro, comisario, es que en Ordebec debe de llevar una vida muy difícil. Sin duda la rehúyen, la temen más que a un nublado. Creo que la madre habrá venido a hablar con usted para proteger a su hija, sobre todo por eso.

– ¿Qué ve? -preguntó Zerk con el cigarrillo colgando de los labios.

– Armel, ese viejo ejército que extiende su fragor no está intacto. Los caballos y sus jinetes están descarnados, les faltan brazos y piernas. Es un ejército muerto, medio putrefacto, aullante y feroz, que no encuentra el cielo. Imagina eso.

– Sí -asintió Zerk llenándole de nuevo el vaso-. ¿Me permite un momento, comandante? Son las diez, debo ocuparme del palomo. Son las instrucciones que me han dado.

– ¿Quién?

– Violette Retancourt.

– Entonces hazlo.

Zerk se activó concienzudamente con la rebanada de pan tostado mojada, el frasco y el cuentagotas. Empezaba a cogerle el tranquillo. Volvió a sentarse, turbado.

– No mejora -dijo con tristeza a su padre-. Hijo de puta.

– Lo encontraré -dijo Adamsberg con suavidad.

– ¿De verdad piensa investigar sobre el torturador del palomo? -preguntó Danglard bastante sorprendido.

– No lo dude, Danglard -contestó Adamsberg-. ¿Por qué no?

Danglard esperó que la mirada de Zerk se posara sobre él para reemprender la narración sobre el Ejército Furioso. Estaba cada vez más asombrado por el parecido entre padre e hijo, por la similitud de sus miradas anegadas, sin fulgor ni precisión, de pupilas indistintas, inasibles. Salvo, en el caso de Adamsberg, cuando una pavesa brillaba fugaz, como destella a veces el sol en las algas pardas, en marea baja.

– Ese Ejército Furioso siempre lleva consigo unos cuantos hombres o mujeres vivos, que van lanzando alaridos, lamentos por los tormentos que sufren y el fuego. A ellos reconoce el testigo. Exactamente como Lina reconoció al cazador y a los otros tres individuos. Los vivos suplican para que un alma caritativa repare sus inmundas fechorías y así puedan salvarse del tormento. Es lo que cuenta Gauchelin.

– No, Danglard -rogó Adamsberg-, no más Gauchelin. Ya basta, ya tenemos una buena visión de conjunto.

– Ha sido usted quien me ha pedido que venga a contarle lo del Ejército -dijo Danglard en tono pretencioso.

Adamsberg se encogió de hombros. Esos relatos tendían a adormecerlo, y habría preferido que Danglard se limitara a resumirlos. Pero sabía con qué disfrute se regodeaba con ellos el comandante, como si se revolcara en un lago del mejor vino blanco del mundo. Sobre todo ante la mirada patidifusa y admirada de Zerk. Esa diversión borraba al menos el tenaz mal humor de Danglard, que ahora parecía más satisfecho de la vida.

– Gauchelin nos dice -prosiguió Danglard sonriendo, consciente del hastío de Adamsberg-: En esto, pasó una tropa inmensa de gentes a pie. Llevaban sobre los hombros y la nuca, bestias, ropas, objetos de todo tipo y diversos utensilios de los que los bandoleros suelen llevar consigo. Es un texto bello, ¿verdad? -preguntó a Adamsberg con sonrisa acentuada.

– Precioso -concedió Adamsberg sin pensarlo.

– Sobriedad y elegancia, lo tiene todo. Nada que ver con los versos de Veyrenc, que pesan como yunques.

– No es culpa suya, a su abuela le gustaba Racine. Se lo recitaba cada día de su infancia, nada más que Racine. Porque había salvado los volúmenes de su obra en un incendio que hubo en su internado.

– Habría hecho mejor salvando manuales de urbanidad, de cortesía, y enseñándolos a su nieto.

Adamsberg permaneció callado, sin apartar la mirada de Danglard. El proceso de habituación sería largo. De momento, iban hacia un duelo entre ambos hombres, más exactamente -y ésa era una de las causas- entre los dos pesos pesados intelectuales de la Brigada.

– Pero pasemos -añadió Danglard-, Dijo Gauchelin: Todos se lamentaban y se exhortaban, a ir más deprisa. El sacerdote reconoció en ese cortejo a varios de sus vecinos muertos hacía poco y los oyó quejarse de los grandes tormentos que sufrían por sus fechorías. También vio , y aquí nos aproximamos a lo que contó Lina, vio a Landri. En los casos y sesiones judiciales, juzgaba según su capricho y, merced a los presentes que recibía, modificaba sus juicios. Estaba más al servicio de la avaricia y del engaño que al de la equidad. Por eso Landri, vizconde de Ordebec, había sido prendido por el Ejército Furioso. Hacer mala justicia era entonces tan grave como un crimen de sangre. No como ahora, en que a nadie le importa.

– Sí -aprobó Zerk, que parecía no desarrollar ningún espíritu crítico respecto al comandante.

– Pero, bueno -prosiguió Danglard-, sean cuales sean los esfuerzos del testigo cuando vuelve a su casa tras esta visión terrorífica, cualquiera que sea el número de misas que dé, los vivos que haya visto en manos de los caballeros mueren en la semana que sigue a la desaparición. O, en el mejor de los casos, tres semanas después. Y ése es un punto que no hay que olvidar en lo referente a la historia de la mujer menuda, comisario: todos los que son «prendidos» por el Ejército son crápulas, almas negras, explotadores, jueces indignos o asesinos. Y sus fechorías, por lo general, no las conocen sus coetáneos, están impunes. Por eso el Ejército se encarga de ellos. ¿Cuándo lo vio pasar Lina exactamente?

– Hace más de tres semanas.

– Entonces no hay duda -dijo tranquilamente Danglard contemplando su vaso-. Entonces sí, el hombre está muerto. Se lo ha llevado la Mesnada Hellequin.

– ¿Mesnada, comandante? -interrogó Zerk.

– Las huestes de una casa noble -si lo prefieres-. Y Hellequin es su señor.

Adamsberg volvió a la chimenea, de nuevo con cierta curiosidad, y se apoyó en la columna de ladrillo. El hecho de que el Ejército señalara a asesinos impunes le interesaba. Súbitamente atisbaba que a los tipos cuyo nombre había desvelado Lina no debía de llegarles la camisa al cuerpo, allá en Ordebec. Que los demás debían de observarlos, preguntarse cosas, como qué fechorías podían haber cometido. Aunque no se crea en ello, se cree de todos modos. La idea perniciosa va cavando su galería. Progresa sin ruido por los espacios indecibles de la mente, huronea, deambula. Si uno la rechaza, se calla, pero luego vuelve.

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