– ¿Dónde? ¿Dónde lo vio?
– En un camino cerca de su casa. Por Ordebec.
– ¡Ah! -dijo Danglard, que se animó realmente, como siempre que sus conocimientos eran solicitados, como siempre que podía sumergirse y revolcarse a gusto en las profundidades de su saber-. Ah, sí, el Ejército Furioso, no curioso.
– Perdón, furioso.
– ¿Es eso lo que dijo? ¿La Mesnada Hellequin?
– Sí, pronunció un nombre así.
– ¿La Gran Cacería?
– También -dijo Adamsberg dirigiendo un guiño victorioso a Zerk, como un tipo que acaba de atrapar un gran pez espada.
– ¿Y esa Lina vio al cazador con la tropa?
– Exactamente. Iba chillando, al parecer. Y los demás también. Un grupo aparentemente alarmante, la mujer menuda del paracaídas plumoso parece pensar que esos hombres están en peligro.
– ¿Alarmante? -dijo Danglard brevemente divertido-. No es la palabra adecuada, comisario.
– Eso dijo Veyrenc. Que con esa pandilla podemos tener una sacudida del copón.
Adamsberg había vuelto a nombrar a Veyrenc intencionadamente, no para herir a Danglard, sino para habituarlo de nuevo a la presencia del teniente de las mechas rojas, para desensibilizarlo inyectándole el nombre a pequeñas y frecuentes dosis.
– Sacudida interior sólo -matizó Danglard un tono más bajo-. Nada urgente.
– Veyrenc no supo decirme más. Pase a tomar una copa. Zerk ha hecho reservas para usted.
A Danglard no le gustaba contestar inmediatamente a las exigencias de Adamsberg, simplemente porque las aceptaba siempre, y esa deficiencia de su voluntad lo humillaba. Refunfuñó unos minutos más mientras Adamsberg, acostumbrado a las resistencias formales del comandante, insistía.
– Corre, hijo -dijo Adamsberg al colgar el teléfono-. Ve por vino blanco a la tienda de la esquina. No lo dudes, elige el mejor de todos, no se puede servir una botella de vino chungo a Danglard.
– ¿Podré beber con vosotros? -preguntó Zerk.
Adamsberg miró a su hijo sin saber qué contestar. Zerk lo conocía apenas, tenía veintiocho años, no tenía por qué pedir permiso a nadie, y menos a él.
– Claro que sí -contestó Adamsberg maquinalmente-. Mientras no pimples tanto como Danglard -añadió, y la connotación paternal de ese consejo lo sorprendió-. Coge dinero del aparador.
Sus miradas se dirigieron juntas a la canasta. Una canasta de fresas de gran formato que Zerk había vaciado para que sirviera de cama guateada al palomo.
– ¿Cómo lo encuentras? -preguntó Adamsberg.
– Tiembla, pero respira -contestó prudentemente su hijo.
Con gesto furtivo, el joven acarició con un dedo el plumaje del pájaro antes de salir. Al menos tiene talento para eso, pensó Adamsberg mientras miraba a su hijo alejarse; talento para acariciar a los pájaros, hasta los más corrientes, sucios y feos, como éste.
– No durará mucho -dijo Danglard, y al pronto Adamsberg no supo si se refería al Ejército Furioso o al vino, viendo que su hijo sólo había traído una botella.
Adamsberg cogió un cigarrillo del paquete de Zerk, gesto que le recordaba sistemáticamente su primer encuentro, casi una matanza [3] . Desde entonces, había vuelto a fumar, casi siempre tabaco de Zerk. Danglard atacó el primer vaso.
– Supongo que la mujer molinillo no habrá querido hablar del asunto al capitán de Ordebec.
– Se niega a planteárselo siquiera.
– Es totalmente normal. No le haría ninguna gracia. Usted también, comisario, podrá olvidar después todo lo que le cuente yo ahora. ¿Se sabe algo del cazador desaparecido?
– Que es un carnicero salvaje y, peor aún, que sólo mata hembras y crías. Ha sido expulsado de la Liga de Caza local, nadie quiere cazar con él.
– O sea un mal tipo, ¿no es así? Un violento, un asesino -preguntó Danglard tomando un sorbo.
– Eso parece.
– Encaja muy bien. Esa mujer, Lina, vive en Ordebec mismo, ¿no?
– Eso creo.
– ¿Nunca ha oído hablar del pueblo de Ordebec? Un gran compositor vivió allí un tiempo.
– No es el tema, comandante.
– Pero es una nota positiva. El resto es más inquietante. ¿Y el Ejército? ¿Pasó por el camino de Bonneval?
– Es el nombre que pronunció la mujer -contestó Adamsberg sorprendido-. ¿La oyó mencionarlo?
– No, pero es uno de los grimweld conocidos, pasa por el bosque de Alance. Puede estar seguro de que no hay un habitante de Ordebec que lo ignore y de que hablan a menudo de esta historia, aunque preferirían olvidarla.
– No conozco esa palabra, Danglard. Grimweld.
– Así se llama el camino por donde pasa la Mesnada Hellequin, o el Ejército Furioso, si lo prefiere, o la Gran Cacería. Muy pocos hombres o mujeres lo ven. Uno de esos hombres es bastante famoso. El también lo vio pasar por Bonneval, como Lina. Se llama Gauchelin y es cura.
Danglard tomó dos tragos seguidos y sonrió. Adamsberg tiró la ceniza en la chimenea fría y esperó. Esa sonrisa un tanto provocadora que plisaba las blandas mejillas del comandante no le anunciaba nada bueno, salvo que Danglard se sentía por fin a gusto.
– Ocurrió a principios de febrero de 1091. Has escogido bien el vino, Armel. Pero no habrá bastante.
– ¿Cuándo? -preguntó Zerk, que había acercado el taburete a la chimenea y escuchaba atentamente al comandante, con el vaso en la mano y los codos apoyados en las rodillas.
– A finales del siglo XI, cuatro años antes de que partiera la Primera Cruzada.
– Joder -dijo Adamsberg a media voz, con la desagradable impresión de haber sido liado por la mujer menuda de Ordebec, por leve molinillo que fuera.
– Sí -aprobó Danglard-. Mucho esfuerzo para nada, comisario. Pero sigue usted queriendo entender el miedo de la mujer, ¿no es así?
– Quizá.
– Entonces hay que conocer la historia de Gauchelin. Y necesitaré otra botella -repitió-. Somos tres.
Zerk se levantó de un salto.
– Ya voy -dijo.
Adamsberg lo vio de nuevo acariciar ligeramente al palomo con el dedo.
– Coge dinero del aparador -dijo mecánicamente, como un padre.
Siete minutos después, tranquilizado por la presencia de otra botella, Danglard se sirvió otro vaso y empezó la historia de Gauchelin, pero se interrumpió, alzando los ojos hacia el techo.
– Pero quizá la crónica de Hélinand de Froidmont, de principios del siglo XIII, da una idea más nítida de los hechos. Deme unos instantes para hacer memoria, no es un texto que consulte todos los días.
– Hágalo -dijo Adamsberg desconcertado.
Desde que había comprendido que estaban alejándose hacia las oscuridades de la Edad Media, abandonando a Michel Herbier a su suerte, la historia de la mujer menuda y de su terror se presentaba bajo una perspectiva con la que no sabía qué hacer.
Se levantó, fue a servirse un vaso modesto y lanzó una mirada al palomo. El Ejército Furioso ya no tenía que ver con él, y se había equivocado acerca de la evanescente señora Vendermot. Esa mujer no lo necesitaba. Era una inofensiva demente, suficientemente loca para temer que las estanterías se le cayeran encima, incluso las del siglo XI.
– La historia la cuenta su tío Hellebaud -precisó Danglard, que ya se dirigía sólo al joven.
– ¿El tío de Hélinand de Froidmont? -preguntó Zerk muy concentrado.
– Exactamente, su tío paterno. Dice así: Cuando, hacia mediodía, yo y mi sirviente nos aproximábamos a dicho bosque, él, que me precedía cabalgando rápido para que fueran preparándome el albergue, oyó un gran tumulto en el bosque, como de numerosos relinchos de caballos, fragor de armas y clamor de una multitud de hombres yendo al asalto. Aterrorizados, él y su caballo volvieron hasta mí. Cuando le pregunté por qué había dado media vuelta, respondió: «No he conseguido que avance mi caballo, ni azotándolo ni espoleándolo, y yo mismo he sentido tal terror que no he podido seguir adelante, pues he visto y oído cosas asombrosas».
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