Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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Por lo menos estaba escrito sin faltas de ortografía.

Capítulo 14

– Si me permites que te lo diga, Inger Johanne; esta noche estás despampanante. De verdad, no se te puede negar. ¡Salud!

Sigmund Berli alzó su copa de coñac. No parecía incomodarle ser el único que bebía. Unas manchas rojas se le extendían en torno a los ojos como un eccema, y sonreía de oreja a oreja.

– Es increíble lo que puede hacer una buena noche de sueño -dijo Yngvar.

– Casi tres cuartos de un día -murmuró Inger Johanne-. Creo que no he dormido tanto desde que celebramos el fin del bachillerato.

Estaba de pie detrás de Sigmund y preguntaba mudamente, gesticulando y con muecas, por el sentido de traer al compañero a casa una noche cualquiera más entre semana.

– Sigmund está últimamente de Rodríguez -dijo Yngvar alegremente y en voz alta-. Y este hombre no tiene cabeza para comer si no le sirven la comida en la mesa.

– Si por lo menos me dieran comida como ésta todos los días -dijo Sigmund ahogando un eructo-. Nunca había probado una pizza tan buena. Nosotros solemos comprar la Grandiosa. ¿Es difícil hacer pizza? ¿Crees que me podrías dar la receta para mi mujer?

Hizo presa del último trozo cuando Yngvar iba a retirar la bandeja.

– ¿No preferirías una cerveza? -dijo Inger Johanne harta y mirando la botella de aguardiente sobre el alféizar de la ventana-. Si quieres comer más, quiero decir. ¿No sería eso lo más… apropiado?

– El coñac va con casi todo -comentó Sigmund, satisfecho y devorando el resto de la comida-. Se está de puta madre aquí con vosotros. Gracias por invitarme.

– De nada -dijo Inger Johanne sin entusiasmo-. ¿Sigues teniendo hambre?

– Tendría que ser bajo amenazas -se rió el invitado, y engulló la pizza con el resto del coñac.

– Por Dios -murmuró Inger Johanne, y se fue al baño.

Sigmund tenía razón. El sueño le había hecho bien. Las bolsas bajo los ojos ya no estaban azules, aunque, a la fuerte luz del espejo, seguían siendo más visibles de lo que a ella le hubiera gustado. Por la mañana se había tomado el tiempo de darse un baño de inmersión. Mascarilla para el pelo. Cortar y pintarse las uñas. Maquillarse. Cuando por fin se sintió lista para buscar a Ragnhild, ya se había echado una cabezadita de media hora. Su madre había exigido que le devolviera a la nieta el fin de semana siguiente. Inger Johanne había negado con la cabeza, pero la sonrisa de su madre indicaba que no iba a rendirse.

«¿Qué pasa con las madres? -pensó Inger Johanne-. ¿Acabaré yo misma así? ¿Acabaré siendo tan desesperante, tan provocadora, proyectando sobre los demás de ese modo? ¿Conseguiré alguna vez descifrar a mis hijas tan benditamente bien? Es la única persona a quien le puedo dejar a mis hijas, sin miedo, sin vergüenza. Me convierte en una niña otra vez. Lo necesito; alguna rara vez necesito no tener responsabilidades, que no se me exija nada. No quiero acabar como ella. La necesito. ¿Qué pasa con las madres?»

Dejó que el agua fría cayera y cayera sobre las manos.

Lo que más le apetecía era acostarse. Era como si el buen sueño de la última noche le hubiera recordado a su cuerpo que era posible dormir; ahora aullaba por más. Pero no eran más que las nueve. Se secó concienzudamente, se puso las gafas y volvió sin ganas a la cocina.

– ¿Qué piensas tú, Inger Johanne?

La cara de luna de Sigmund le sonreía expectante.

– ¿Sobre qué? -preguntó ella intentando devolver la sonrisa.

– Sostengo que ahora tiene que ser más fácil hacer el perfil del asesino. Si nos tomamos en serio todas tus teorías, quiero decir.

– ¿Todas mis teorías? No es que tenga muchas teorías.

– No seas quisquillosa -dijo Yngvar-. Sigmund tiene razón, ¿no?

Inger Johanne empuñó una botella de agua mineral y bebió. Después enroscó la tapa, se lo pensó, sonrió fugazmente y dijo:

– En todo caso tenemos muchos más datos que antes. En eso estoy de acuerdo.

– ¡Venga, mujer!

Sigmund empujó hacia ella papel y bolígrafo. Le brillaban los ojos, estaba expectante como un niño. Inger Johanne, irritada, se quedó mirando fijamente las hojas en blanco.

– El problema es Fiona Helle -dijo lentamente.

– ¿Por qué? -preguntó Yngvar-. ¿No era ella la única que no nos suponía un problema? En su caso tenemos un autor de los hechos, una confesión y un excelente móvil que apoya la confesión del asesino.

– Exacto -dijo Inger Johanne sentándose en la banqueta de bar que quedaba libre-. En ese sentido no encaja.

Cogió tres hojas y las colocó en fila sobre el banco. Con un rotulador escribió «FH» en la primera hoja, y la dejó a un lado. Cogió la segunda, escribió «VH» con grandes letras, y la puso ante sí. Se quedó un rato mordiendo el bolígrafo antes de garabatear «VK» sobre la última hoja y colocarla en fila con las demás.

– Tres asesinatos. Dos sin resolver.

Estaba hablando consigo misma. Mordisqueaba el bolígrafo. Pensaba. Los hombres mantenían silencio. De pronto escribió «martes, 20 de enero», «viernes, 6 de febrero» y «jueves, 19 de febrero» bajo las iniciales.

– Días distintos -murmuró-. No hay ritmo en los intervalos.

La boca de Yngvar se movió al hacer los cálculos.

– Diecisiete días entre el primer crimen y el segundo -dijo-. Y trece entre los dos últimos. Treinta entre el primero y el último.

– Eso al menos es un número redondo -lo intentó Sigmund.

Inger Johanne echó a un lado la hoja de «FH». La volvió a coger.

– Algo está mal -dijo-. Algo está completamente mal.

– ¿No podríamos partir de la idea de que hay alguien detrás de todo esto? -apuntó Yngvar con impaciencia, y volvió a poner la hoja en su sitio-. Vamos a suponer que Mats Bohus está bajo la influencia de alguien. Alguien que del mismo modo ha influido sobre otros para que maten a Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. Vamos…

Inger Johanne frunció la nariz.

– Suena completamente disparatado -profirió-. No entiendo…

– Vamos a intentarlo, sólo -insistió Yngvar-. ¿A quién te imaginas? ¿Qué tipo de persona podría…?

– Tiene que ser una persona con un conocimiento de la psique humana fuera de lo común -dijo ella, de nuevo daba la impresión de hablar para sí misma-. Psiquiatra o psicólogo. Un policía experimentado, quizás. ¿Un sacerdote tarado? No… -Con los dedos martilleaba la hoja con las iniciales de Fiona Helle. Se mordió el labio. Guiñó los ojos, se enderezó las gafas-. Lo cierto es que no consigo… ver las verdaderas conexiones en esto. No si…, pero y si…

De pronto se levantó. En un estante sobre el televisor estaba la carpeta con sus anotaciones. Las fue ojeando con impaciencia mientras volvía y sacó la fotografía de Fiona Helle. Al volver a sentarse, dejó la fotografía sobre la hoja con las iniciales de la víctima.

– En realidad este caso es completamente clean cut -dijo-. Fiona Helle traicionó a su hijo. No creo que se le pueda reprochar lo que ocurrió en 1978, cuando nació Mats y la madre de Fiona tomó una decisión que iba a ser fatídica para tres generaciones. Pero supongo que no soy la única que entiende de algún modo la fuerte reacción de Mats Bohus ante lo que sucedió. Se puede opinar lo que se quiera de la extraña fijación que parecen tener algunas personas con sus orígenes biológicos, pero…

Su mirada no quería soltar la fotografía. Inger Johanne se quitó las gafas, levantó la fotografía y la estudió.

– Pero… -se impacientó Sigmund.

– Se trata de sueños y grandes expectativas -dijo ella en voz baja-. Muchas veces, al menos. Cuando las cosas se tuercen y la vida se pone demasiado dura, puede resultar tentadora la idea de que ahí fuera hay algo que es tu verdadero yo, que es la verdadera vida. Se convierte en un consuelo. Un sueño, y algunas veces una obsesión. La vida de Mats Bohus ha sido más difícil que la de la mayoría. El rechazo final y absoluto de su madre debe de haber sido… demoledor. Esta vez ella tenía todo que ofrecer, pero nada que dar. Mats Bohus tenía motivos para matarla. La mató él.

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