Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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Crepúsculo En Oslo: краткое содержание, описание и аннотация

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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Nevaba cada vez con más intensidad y la temperatura caía constantemente.

Yngvar seguía ahí de pie, sintiendo el placer de estar con la cabeza al descubierto y poca ropa en un sitio abierto con mal tiempo.

El placer de tener frío.

Kari Mundal, la ex primera dama del partido, se quedó, como de costumbre, mirando un rato la fachada antes de subir las escaleras de piedra. Estaba orgullosa de los locales del partido. Al contrario que su marido, que opinaba que a no ser que se mantuviera alejado se convertiría en el vejestorio rechazado de la casa, la señora Mundal se pasaba por ahí varias veces por semana. Por lo general no tenía ningún recado concreto que hacer y cada dos por tres ocurría que sólo se pasaba para dejar las bolsas de sus asiduas y considerablemente extensas rondas de compras por el centro de Oslo. Y siempre se quedaba de pie unos segundos, disfrutando de la visión de la fachada recién restaurada. Disfrutaba con todos los detalles; de las cornisas a lo largo de cada piso, de las figuras de santos metidas en nichos sobre las ventanas. Quería sobre todo a Juan el Bautista, que era el que más cerca estaba de la puerta y la miraba con un cordero en brazos. Las escaleras eran oscuras y anchas, y cuando apoyó la mano en el pomo, abrió la puerta y entró, le faltaba el aire.

– Soy yo -dijo vivaracha-. ¡He vuelto!

La recepcionista sonrió. Se levantó a medias para mirar por encima del alto mostrador y sonrió en señal de aprobación.

– Preciosos -dijo-. Pero ¿no es desaconsejable llevarlos con este tiempo?

Kari Mundal se miró los botines nuevos, enseñó coqueta el pie, giró el tobillo y chasqueó ligeramente la lengua.

– Seguro que sí -dijo-. Pero la verdad es que son preciosos. Qué tarde es para que sigas aquí, querida. Deberías irte a tu casa.

– Es que estas noches hay tantas reuniones -respondió la mujer, que era grande, pesada y que llevaba gafas poco favorecedoras-. He pensado que lo mejor sería quedarme un poco más. La gente entra y sale y, por lo general, no pone mucho cuidado en cerrar la puerta. Si estoy yo aquí, no tiene tanta importancia.

– Eres verdaderamente leal y esforzada -dijo Kari Mundal-. Pero a mí no me esperes, por favor. Es muy posible que tarde un buen rato. Estoy en la Sala Amarilla, si me necesitan. -Se inclinó sobre el mostrador con gesto conspirativo y susurró-: Pero preferiría que no me molestaran.

Cruzó con paso ligero sobre el dibujo en espiral del suelo, con las manos llenas de bolsas. Como siempre, echó un ojo a la placa de oro con el eslogan del partido y sonrió cálidamente antes de coger el ascensor.

– ¿Conseguiste todo lo que te pedí? -dijo de pronto, volviéndose de nuevo hacia la puerta de entrada.

– Sí -dijo la desenvuelta mujer tras el mostrador-. Todo debería estar ahí. Los anexos secretos y todo. Hege, la de Contabilidad, se queda hoy hasta tarde, así que puedes consultarle lo que quieras. No se lo he dicho a nadie más, eh.

– Muchísimas gracias -dijo Kari Mundal-. Es que eres un tesoro.

En el amplio descansillo del segundo piso, con vistas al hall en el que la lámpara de araña estaba encendida iluminando la estancia con una suave luz amarilla, estaba de pie Rudolf Fjord, llevaba ahí varios minutos. Ahora retrocedió silenciosamente hacia la pared, hacia la imponente palmera que había junto a la puerta de su propio despacho. El miedo que había conseguido reprimir, la angustia que enterró el día que recibió el apoyo incondicional del partido, volvía a aparecer tal y como había previsto, a pesar de que le había rogado a Dios que nunca lo volviera a invadir.

– Aprecio tu discreción -oyó que gritaba Kari Mundal, antes de que un clic y un zumbido casi inaudible la informaran de que el ascensor estaba subiendo.

La viuda de Vegard Krogh abrió la puerta y sonrió con desánimo. Yngvar Stubø había llamado previamente y había notado que su voz era inusualmente agradable. Se había imaginado una mujer morena, quizás alta, con boca grande y movimientos lentos. Resultó que era pequeña y rubia. Llevaba su cabellera rebelde recogida en dos tristes coletas. El jersey parecía sacado de una cápsula de tiempo de los años setenta, marrón con rayas naranjas y cordón en el cuello.

– Le agradezco que me reciba -dijo Yngvar dándole el abrigo.

Ella pasó delante de él al salón y le ofreció sitio en un sofá de color claro y lleno de manchas. Yngvar movió un cojín, levantó un libro y se sentó. La mirada recorrió la habitación. Los estantes estaban repletos y caóticos. Una cesta para prensa estaba desbordada, reconoció dos ejemplares de Information y una edición desgarrada de Le Monde Diplomatique. La mesa de cristal entre el sofá y las dos sillas distintas estaba sucia, y, sobre una pila de revistas que no conocía, había una copa abandonada con restos de vino tinto.

– Siento que esté todo tan revuelto -dijo Elisabeth Davidsen-. La verdad es que últimamente no tengo energías para hacer limpieza.

Realmente la voz no le pegaba. Era grave y melodiosa, y hacía que las coletas parecieran un chiste. No estaba maquillada y tenía los ojos más azules que Yngvar hubiera visto nunca. Sonrió comprensivo.

– Este lugar me parece muy agradable -dijo, y lo decía de corazón-. ¿De quién es?

Señaló con la cabeza en dirección a una litografía sobre el sofá.

– Inger Sitter -murmuró ella-. ¿Puedo ofrecerle algo? No tengo gran cosa en la casa, pero… ¿Café? ¿Té?

– Café estaría bien -profirió él-. Si no es demasiada molestia.

– Qué va. Lo he hecho hace media hora.

Señaló un termo de Alessi y se fue a la cocina a buscar una taza.

– ¿Toma leche o azúcar? -preguntó la mujer desde la cocina.

– Las dos cosas -se rió él-. Pero mi mujer no me deja, así que me lo tomo solo.

Cuando volvió, Yngvar se dio cuenta de que tenía un tipo impresionante bajo el vestuario informe. Los vaqueros necesitaban un lavado, y las zapatillas debieron de ser de Vegard en su tiempo. Pero la cintura era estrecha y el cuello largo y fino. Los movimientos tenían gracia cuando dejó las tazas y las sirvió.

– Creí que había terminado con ustedes -dijo, sin resultar descortés-. Así que no sé qué quieren de mí. Un compañero, un abogado, dijo que era muy poco corriente que fueran a ver a la gente a su casa. Dijo que… -Una sonrisa indescifrable. Un fino dedo pasó despacio sobre la ceja izquierda. Su mirada era casi burlona cuando se encontró con la de él.

– Dijo que la policía convoca a la gente para generarles inseguridad. En la comisaría, usted es el que está en casa, no yo. Así que aquí soy yo la que me siento segura. No usted.

– La verdad es que no me siento muy amenazado aquí en el sofá -dijo Yngvar probando el café-. Pero su amigo tiene algo de razón. Así que puede sacar la conclusión de que no es mi intención generarle inseguridad. Más bien estoy buscando…

– Conversación -dijo ella-. Están bastante estancados y usted es el tipo de policía que merodea por el paisaje para conseguir mejor visión de conjunto, mayor perspectiva. Para descubrir, quizá, nuevos ángulos de ataque. Caminos y huellas que se les hayan escapado.

– Hummm -dijo él sorprendido-. Eso no está muy lejos de la verdad.

– Mi compañero. Le conoce. Por lo visto es famoso.

Ella rió brevemente. Yngvar Stubø reprimió las ganas de preguntar quién era su amigo.

– No consigo agarrar del todo a su marido -dijo.

– No lo llame «mi marido». Por favor. Nos casamos por una sola razón: se vio que teníamos que considerar la posibilidad de adoptar en caso de que quisiéramos hijos. Diga Vegard, mejor.

– Está bien. No consigo agarrar del todo a Vegard.

De nuevo la pequeña risa; oscura y breve.

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