Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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– Casi nadie lo hacía.

– ¿Ni siquiera usted?

– Desde luego yo no. Vegard era muchas personas. Hasta cierto punto lo somos todos, pero Vegard era… peor que la mayoría. O mejor. Eso depende de cómo elijas verlo.

La ironía era evidente. Yngvar volvió a quedarse pasmado con su voz. Elisabeth Davidsen jugaba con un gran espectro de expresiones; diminutos y elocuentes movimientos en la cara, y delicados pero a la vez descifrables cambios en la voz.

– Cuente -dijo él.

– ¿Que cuente? Hablar sobre Vegard…, -Se hurgaba ausente en un roto sobre la rodilla-. Vegard quería tanto -dijo-. Al mismo tiempo. Quería ser estrecho, literario y alternativo. Quería ser innovador y provocativo. Único. Al mismo tiempo tenía una propensión al reconocimiento que difícilmente se deja combinar con escribir ensayos e inaccesible prosa minimalista.

Ahora el que se rió fue Yngvar. Al dejar la taza y volver a mirar la habitación, se dio cuenta de que esa mujer le gustaba. Ella continuó, pensativa:

– Vegard tenía un gran talento. En algún momento. No quisiera decir que… lo despilfarró. Pero… fue un hombre joven y furioso demasiado tiempo. En su mejor época estaba lleno de encanto. ¡De energía! A mí me fascinó el inconformismo y la fuerza que había en todo lo que hacía. Pero después nunca llegó a crecer del todo. Creía que luchaba contra todo el mundo y nunca quiso admitir que con el paso de los años sólo luchaba contra sí mismo. Pataleaba en todas las direcciones, sin darse cuenta de que pataleaba a gente que hacía mucho que había seguido su camino. Se volvió…

Yngvar no había reaccionado ante el hecho de que, hasta ese momento, la mujer parecía bastante poco afectada por la brutal muerte de su marido hacía apenas dos semanas. Una estrategia apropiada, había pensado, dadas las circunstancias: estaba hablando con un policía al que no conocía. Pero ahora se dio cuenta de que a ella le temblaba el labio inferior.

– En realidad resultaba bastante patético -dijo, y tragó saliva-. Y era bastante jodido verlo.

– ¿Contra quién arremetía sobre todo?

Su mano golpeó mustiamente un cojín.

– Contra cualquiera que tuviera el éxito que pensaba que se merecía él -respondió-. Que pensaba que… le habían robado, de algún modo. En ese sentido, Vegard era un clásico tópico como artista: era el incomprendido. El ignorado. Al mismo tiempo…, al mismo tiempo intentaba ser uno de ellos. Lo que más deseaba era ser uno de ellos.

Se inclinó hacia delante y recogió un papel que se había caído en el suelo. Se lo pasó a Yngvar.

– Esto llegó un día o dos antes de que muriera -dijo, y se tiró de una de las coletas-. Nunca he visto a Vegard tan contento.

La tarjeta era de color amarillo crema y estaba adornada con un hermoso monograma real. Yngvar intentó forzar una sonrisa y dejó con cuidado la tarjeta sobre la superficie de cristal.

– Se puede reír, si quiere -dijo ella con tristeza-. Nos peleamos terriblemente por esa invitación. Yo no entendía por qué le parecía tan importante entrar en ese círculo. Para serle franca, estaba preocupada. Parecía casi poseído por la idea de qué por fin iba a «llegar a ser algo», como decía él.

Sus dedos dibujaron unas comillas en el aire.

– ¿Se peleaban mucho?

– Sí. Por lo menos los últimos años. Cuando las cosas de verdad se estancaron para Vegard, y ya, definitivamente, no se podía seguir diciendo de él que fuera joven y prometedor. Hemos estado asíííí… -entre el pulgar y el índice mantenía un milímetro de distancia- de cerca de separarnos. Algunas veces.

– Pero de todos modos querían tener hijos.

– Como todo el mundo, ¿no?

Él no respondió. En las escaleras del portal, de pronto se oía alboroto. Algo pesado cayó en el suelo y dos voces golpeaban con enfado las paredes de hormigón. Yngvar pensaba que el idioma debía de ser urdu.

– Está muy bien esto de Gronland -dijo ella secamente-. Pero a veces se pasa de multicultural. Por lo menos para los que no nos podemos permitir comprar un piso en los edificios nuevos.

Las voces se fueron calmando y finalmente desaparecieron. Sólo el monótono rumor de la ciudad atravesaba las deterioradas ventanas llenando el silencio que había entre ellos.

– Si tuviera que elegir uno sólo -dijo por fin Yngvar-, un solo enemigo de Vegard…, alguien que verdaderamente tuviera motivos para quererle mal, ¿quién sería?

– Es imposible saberlo -respondió ella sin vacilar-. Vegard ha ofendido a tanta gente y ha esparcido tanta mierda a su alrededor que nadie podría destacar a uno sólo. Además…

Volvió a hurgarse en el agujero sobre la rodilla. La piel debajo brillaba con palidez de invierno contra la tela azul.

– ¿Además…?

– Como he dicho, no estoy segura de que todavía tuviera fuerza para injuriar. En sus tiempos era verdaderamente certero en sus críticas. Ahora la mayor parte era… simplemente mierda, ya le he dicho.

– ¿Sería de todos modos posible -Yngvar lo volvió a intentar- señalar… algún grupo, digamos…, algún grupo que tuviera más motivos que otros para sentirse maltratado? Periodistas de prensa amarilla. Famosos de la tele… ¿Políticos?

– ¡Escritores de novelas policíacas!

Por fin una amplia sonrisa sincera. Tenía los dientes pequeños y blancos como perlas, con una pequeña separación entre las paletas. En una mejilla apreció un hoyuelo, la sombra ovalada de una risa olvidada.

– ¿Cómo?

– Hace algunos años, cuando todavía se prestaba atención a sus múltiples ocurrencias, escribió un texto cómico parafraseando a tres de los escritores de más éxito de ese año. Una tontería, pero bastante graciosa. Se entusiasmó. En algún sentido, esto se convirtió en su marca de identidad durante algunos años. Lo de poner verde a escritores de novelas policíacas, quiero decir. También en contextos de lo más inoportunos. Una especie de versión personal de «por lo demás opino que Cartago debe de ser destruida».

De nuevo sus dedos dibujaron comillas en el aire. Un tubo de escape retumbó al otro lado de la ventana del salón. Yngvar oía los ladridos de un perro en el patio trasero. Le dolían la espalda y los hombros. Tenía los ojos secos y se los restregó con los nudillos, como un niño con sueño.

«¿Qué estamos haciendo? -pensó-. ¿Qué es lo que estoy haciendo? Persiguiendo fantasmas y sombras. No encuentro nada. No hay ninguna coincidencia, ningún rasgo en común. Ningún camino que tomar. Ni siquiera un sendero invisible y lleno de maleza. Estamos usando el machete a ciegas, sin llegar a ningún sitio, sin que aparezcan más que nuevas lagunas inaccesibles. Fiona Helle era muy popular. Vibeke Heinerback tenía contrincantes políticos, pero no enemigos. Vegard Krogh era un ridículo don Quijote que, en un tiempo caracterizado por los déspotas, los fanatismos y la amenaza de catástrofes, luchaba contra los escritores de entretenimiento. Qué persona más…»

– Me tengo que ir -murmuró-. Es tarde.

– ¿Tan pronto?

Parecía decepcionada.

– Quiero decir… Por supuesto.

Fue a buscar su abrigo y estaba de vuelta antes de que él hubiera conseguido levantarse de los profundos cojines.

– Lo siento por usted -dijo Yngvar que ya se había puesto el abrigo-. Tanto por lo que ha ocurrido, como por haberla tenido que molestar de nuevo de este modo.

Elisabeth Davidsen no contestó. Caminó en silencio, delante de él, hasta la entrada.

– Gracias por dejarme venir -dijo Yngvar.

– Las gracias se las tengo que dar yo -dijo Elisabeth Davidsen con seriedad y le tendió la mano-. Un placer conocerlo.

Yngvar sintió su calor; la palma seca y suave de su mano, y la soltó un segundo demasiado tarde. Después se dio la vuelta y se fue. El perro del patio trasero tenía ahora compañía. Los animales montaban un escándalo que lo persiguió hasta que llegó al coche, que estaba aparcado a una manzana de allí. Le habían roto los dos retrovisores y, a lo largo del costado derecho, alguien le había gravado un mensaje de despedida de Oslo este: «Fuck you, you fucker».

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