Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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– A lo mejor fue por divertirse, o por pasar un rato. Era de noche, allí no habría nadie que la viese. Las mujeres hacen cosas así, y más cuando hay luna llena.

– Ya, ya. Desde luego -dijo el policía-. Una bromita de medianoche.

– Inspector, la gente es muy rara. La gente hace las cosas más raras que uno pueda imaginar. Sin duda se habrá dado cuenta, a la vista de cuál es su trabajo.

Hackett asintió y cerró los ojos un momento, reconociendo la ironía del comentario.

Llegaron a la altura del pub de Ryan, en Parkgate Street. El policía lo señaló con un gesto.

– Seguro que echa usted de menos la compañía -dijo-, cualquier velada de éstas.

Quirke prefirió hacer como que no había entendido.

– ¿La compañía?

– Como ahora es un abstemio total, según me ha dicho… ¿A qué se dedica usted cuando anochece?

Otra vez la misma pregunta que le había formulado Phoebe, una pregunta para la que carecía de respuesta.

– ¿Está usted investigando -optó por preguntar en tono de impaciencia- la muerte de Deirdre Hunt?

El inspector se detuvo en seco dando exageradas muestras de sorpresa.

– ¿Investigando? Oh, no. No, ni mucho menos. No es más que curiosidad. Más o menos. Son gajes del oficio… que yo diría que tenemos los dos en común -miró de reojo a Quirke con una mueca de sarcasmo. Siguieron caminando. Era mediodía y el sol apretaba de lo lindo. El policía se quitó la chaqueta y la llevó colgada del hombro-. He metido la nariz aquí y allá por ver si averiguaba de dónde procedía, me refiero a Deirdre Hunt. Las Mansiones de Lourdes, nada menos. Los Ward, puesto que ése era su nombre de soltera, son gente dura de verdad. El padre trabajaba en las barcazas de transporte de carbón. Ahora está jubilado. Enfisema. No por eso ha dejado de beber, ni de andar llevando su corpachón de un lado a otro. La madre yo deduzco que se habrá echado alguna que otra cana al aire en sus años mozos. Hay un hermano, Mikey Ward, de sobra conocido en la comisaría de distrito. Robos de poca monta, esas cosas. Otro hermano se escapó a los catorce años, se hizo a la mar por lo visto, no se han vuelto a tener noticias de él. Gente con callo, ya le digo.

– Supongo que por eso mismo se dedicó ella al negocio de la belleza -dijo Quirke.

– Sin duda. Resuelta a mejorar su suerte -el policía suspiró-. Sí, es una verdadera pena -volvieron a cruzar el río y comenzaron a subir la empinada cuesta que llevaba a la entrada del parque. Ante ellos, los árboles a uno y otro lado de la avenida parecía que palpitasen recortados contra un cielo caluroso, blanqueado-. ¿Usted sabe con quién lo llevaba?

– ¿El qué?

– El salón de belleza.

– No.

– Un tipo llamado White. Por lo visto, un tipo con manga ancha, tengo informaciones dignas de fiar. Tenían una peluquería en el local de Anne Street antes de abrir el salón de belleza.

– ¿Y por qué es un tipo con manga ancha?

– Asume riesgos. Riesgos financieros. Su mujer tuvo que arrimar el hombro hace un par de años para impedir que se ensuciara su reputación. Entonces quebró lo de la peluquería.

– ¿Tiene dinero?

– ¿La mujer? A la fuerza. También se dedica a los negocios. Tiene un taller de costura en Capel Street, hace patrones de moda para las señoras de clase alta. Y cobra dos peniques la hora.

Le tocó a Quirke el turno de echarse a reír.

– Debo decirle, inspector, que tratándose de un hombre que no está llevando a cabo una investigación parece que sabe muchísimo de todas estas personas.

El inspector se lo tomó como un cumplido y fingió una ligera vergüenza.

– No es para tanto -dijo-. Ésas son cosas de las que uno se entera si se planta en una esquina, en plena calle, a escuchar al viento.

Hacia la izquierda, una manada de ciervos se había plantado entre las altas hierbas de un calvero, en medio de una ondulación producida por el calor; un macho elevó la compleja cornamenta y los miró de soslayo, con suspicacia y truculencia.

– Mire, inspector -dijo Quirke-. ¿Qué es lo que importa todo esto? La mujer ha muerto.

El inspector asintió, aunque también podría haber sido un gesto de negación.

– Pero es que es precisamente entonces cuando importa, cuando a mí me importa: cuando alguien ha muerto y no está del todo claro cómo ha sido. ¿Entiende lo que intento decir, señor Quirke? Por cierto -añadió con una sonrisa-, no se olvide de que fue usted quien trajo a mi atención a la pobre Deirdre Hunt. ¿O ya no se acuerda?

Quirke no encontró respuesta.

Volvieron entonces sobre sus pasos y tomaron un autobús a la entrada del parque. Viajaron en la plataforma abierta de la parte posterior, sujetos al pasamanos, balanceándose al unísono a la vez que el autobús devoraba el recorrido por los muelles. El inspector se quitó el sombrero y lo sujetó sobre el pecho con la actitud de alguien que asistiera a un funeral. Quirke estudió las manos del hombre, el perfil plano, de campesino. No sabía nada de Hackett, comprendió en ese momento, más allá de lo que veía en él, y lo que veía era lo que Hackett decidía darle a ver.

A veces, el policía emitía un tufillo a algo, algo tangible como un olorcillo, entre blanquecino y gris, que le hacía pensar en instituciones de caridad. ¿Habría tal vez en su pasado más remoto algo semejante a lo que Carricklea suponía en el suyo? ¿Eran los dos chicos de orfanato?

Quirke no se tomó la molestia de preguntarlo.

Se bajó en Four Courts, saltando de la plataforma mientras el autobús seguía en marcha. Un borracho de pelo encrespado y revuelto se encontraba tirado en la acera, ante las puertas de la plazoleta, inconsciente, pero agarrado con fuerza a su botella de jerez. Quirke a veces se imaginaba así, olvidado del mundo, perdido en su ser, harapiento, encharcado en alcohol, derrumbado en una esquina llena de desperdicios, su única posesión una botella en una bolsa de papel de estraza.

Al salir el autobús tras la parada, envuelto en su miasma de humo del escape, sucio y gris, el inspector lo miró con su sonrisa de pez e hizo su gesto al estilo de Stan Laurel, de nuevo con el sombrero en el pecho, aleteando, en un ademán cómico, a medias dolido, que parecía a un tiempo una despedida y, ¿seguro?, una admonición.

Capítulo 8

Phoebe Griffin -no se le había ocurrido cambiarse el apellido para ponerse Quirke, y si se le hubiese ocurrido no lo habría hecho- no estaba acostumbrada a interesarse por las vidas ajenas. No es que considerase que los demás carecieran por completo de interés, naturalmente; su desapego no llegaba a tanto. En cambio, estaba libre del prurito que parecía ser, que de hecho, al menos a su juicio, tenía que ser lo que impulsaba a los cotillas y a los periodistas y, desde luego, también a los policías, a detenerse en los oscuros intersticios en los que los propios actos procuraban disimular sus motivos. Ahora consideraba que su vida era una serie de pasos cuidadosos que iba dando sobre un alambre fino y vibrante que salvaba un siniestro abismo. Con equilibrio, en precario, sabía que era aconsejable no mirar muy a menudo, o no escrutar más de la cuenta lo que hubiera a uno y otro lado, ni tampoco lo que hubiera allá abajo. Abajo prefería no mirar ni una sola vez. Allá arriba, donde avanzaba con paso firme por el alambre, el aire era liviano y fresco, era un aire embriagador, y sin embargo reconfortante. Y ese lugar iluminado, elevado, despejado, por despojado que fuera, por vacío que estuviera, para ella resultaba suficiente, no en vano había conocido más que de sobra las honduras y los oscuros recovecos. ¿Por qué iba a pararse a especular a propósito del gentío del que tenía constancia allá abajo, el gentío que miraba a lo alto con envidia, con respeto y con esperanza, con un punto de rencorosa anticipación?

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