Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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– Hay algo que no me quiere usted contar, señor Quirke.

Éste se cuadró y cerró la mandíbula y no dijo nada, y Sheedy inspiró con fuerza, y Quirke llegó a la conclusión de que lo iba a dejar marchar sin más. A fin de cuentas, allí nadie era inocente. El propio Sheedy muy probablemente sospechaba que fue un caso de suicidio, pero no hizo ninguna mención al respecto. El suicidio era un engorro, pues comportaba una tediosa cantidad de papeleo; además, un veredicto de felo de se tan sólo podía ser causa de mayor dolor entre los familiares, quienes tendían a pensar que su difunta y muy amada estaría asándose en lo que a decir de los curas era un pozo especial en lo más profundo del infierno, reservado a las almas de quienes se hubieran quitado la vida.

Cuando Quirke se dio la vuelta vio por primera vez -¿había estado allí desde el primer momento?- al inspector Hackett, que se encontraba en el pasillo, entre los bancos, con el sombrero en la mano, aguantando la salida en masa dé los asistentes, espectadores y periodistas por igual. Sonrió y le guiñó un ojo a Quirke y batió el sombrero contra el pecho haciendo un saludo en broma, como Stan Laurel cuando batía el extremo de la corbata, a un tiempo avergonzado y sabedor. Se dio la vuelta y salió entonces tras la estela de los demás.

Una vez en la calle, Quirke encaminó sus pasos hacia el río con el calor de mediodía, lamentando haberse puesto el traje negro y llevar el sombrero negro. Hizo un alto para fumar un cigarro apoyado en el pretil de granito. Había marea baja, y el fango azulado de la orilla apestaba. Las gaviotas trazaban círculos y daban chillidos en derredor. Se alegró de que hubiera concluido la investigación, a pesar de lo cual sentía una carga, una sensación peculiar: era como si hubiera vaciado algo y acabara de descubrir que el contenedor pesaba tanto como antes. Aún estaba deseoso de saber cómo y por qué había muerto Deirdre Hunt. Había supuesto que la sobredosis había sido accidental, si bien ningún síntoma indicaba que fuera adicta, y que alguien se llevó el cadáver a Sandycove y lo había deslizado al mar. Pero si fue Billy quien de este modo se deshizo de su esposa, tan inconvenientemente muerta, ¿por qué había supuesto que el suicidio por ahogamiento iba a parecer menos deshonra que una muerte a raíz de una sobredosis de morfina, producto de un descuido? Y es que aun cuando hubiera dado por supuesto que Quirke no iba a reparar en la huella del pinchazo, no podía haber sabido que Quirke y el juez de instrucción iban a actuar en connivencia pasando por alto la obvia probabilidad de que su mujer se hubiera ahogado. ¿Había albergado Billy la esperanza de que el cuerpo se hundiera y no apareciera jamás? ¿O acaso había pensado que, caso de recuperarlo, sería irreconocible? ¿Era ésa la razón de que la hubiera desnudado, si era él quien lo había hecho? Los ciudadanos de a pie vivían en una pasmosa ignorancia respecto de los intrincados vericuetos de la medicina forense, así como de los procedimientos policiales, por cierto. Cuando se encontró el cuerpo, y además con una prontitud tan sorprendente, ¿cómo había imaginado Billy que Quirke, aun cuando no hubiese practicado la autopsia, no llegaría a descubrir cuál había sido la causa de la muerte? Claro que tal vez eso a Billy no le importase demasiado. Quirke sabía bien qué se siente cuando uno pierde a su esposa, conocía como nadie esa confusa mezcolanza de rabia y de aturdimiento y de extraño, vergonzoso regocijo.

Tiró la colilla al río por encima del pretil. Una gaviota, engañada, se lanzó a por ella. Nada es lo que parece.

Capítulo 6

En su momento le pareció de lo más natural que aquel miércoles por la tarde, con tanto viento, el doctor Kreutz la invitase a entrar en la casa, aunque prácticamente no dio crédito cuando se percató de que ella, una mujer casada, lo había seguido por la cancela abierta en las barandillas de hierro, cuyas bisagras rechinaron como si emitieran un suspiro de sorpresa o un grito corto y contenido, de advertencia. Él sacó la llave y abrió la puerta del sótano y se hizo a un lado y la sostuvo abierta del todo, indicando con un gesto amable que pasara ella delante. Había un pasillo corto, mal iluminado, al fondo del cual estaba la sala, la consulta, una estancia de techo bajo y también poco iluminada. El aire olía a un perfume agradable, a hierbas o especias; era un aroma ambiental que daba gusto percibir, con un toque a madera, y sin embargo intenso, nada que ver con los aromas baratos y empalagosos que vendía el señor Plunkett: Coty, Ponds y Velada en París. La fragancia le llevó a pensar en desiertos, en jaimas, en camellos, aunque fue consciente de que no encontraría esas cosas en la India, claro que tampoco sabía apenas nada de la India, salvo lo que había visto en las películas, y además suponía que todo aquello era pura invención, que no se parecía en nada a la India palpitante y verdadera. Había un sofá bajo, mullido, con una manta roja por encima, y una mesita baja, y cuatro cojines de colores vivos en el suelo, en derredor, para sentarse en ellos seguramente, en vez de sillones, aunque tal vez fueran para arrodillarse. No había alfombra. La tarima estaba pintada con un barniz oscurecido, pero brillante.

– Adelante, adelante. Bienvenida, bienvenida -dijo el Doctor, y la apremió a tomar asiento en el sofá con un solo gesto, con su mano larga y esbelta, del color del chocolate fundido. Pero ella no quiso sentarse, al menos por el momento.

Sobre la mesita había un cuenco de cobre batido, en el que el Doctor volcó las tres relucientes manzanas que llevaba en la bolsa de rejilla -ella pensó un instante en Blancanieves y la Bruja-; luego salió por un arco en el que no había puerta, pasando a una habitación contigua, en la que le oyó llenar de agua la kettle. Guardó silencio y percibió el lento, apagado latir de su corazón. No estaba pensando en nada, o al menos no estaba pensando con palabras. Era lo más extraño que había experimentado en su vida hasta la fecha, estar allí, en aquella estancia, con aquel exótico perfume suspendido en el aire, donde casi todas las cosas parecían distintas de aquello a lo que estaba acostumbrada. Si Billy hubiera entrado por la puerta en ese instante ella habría tenido serias dificultades para precisar quién pudiera ser. No sintió el menor asomo de preocupación o de alarma. A decir verdad, nunca se había sentido tan lejos de todo peligro. Fuera, en la calle, arreciaba el viento, y las sombras difusas de las hojas se movían ante ella en la pared del fondo. Notó que estaba temblando; estaba temblando de la emoción, y también por una extraña suerte de felicidad expectante que de alguna manera alguna relación guardaba con el rojo oscuro de la manta que cubría el sofá y con los cojines sobre el suelo, rojo intenso, y con las tres manzanas relucientes, perfectas, irreales casi, puestas en el cuenco de cobre, cada una de las cuales ostentaba en la piel un reflejo de un idéntico punto de luz, procedente de la ventana.

El cuarto que había al otro lado del arco era una escueta cocina, con armarios mal pintados y un viejo fregadero de piedra y una minicocina con dos fuegos, sobre uno de los cuales el Doctor había puesto la kettle para hacer un té de hierbas en una tetera verde, de metal, que no era redonda, sino que tenía forma de barco, parecida quizás a la lámpara de Aladino, con un pico largo y curvo, con unos dibujos de remolinos grabados en el metal de la tetera. Esta vez sí aceptó la invitación de sentarse, y se acomodó con esmero en el sofá, con las rodillas bien juntas y las manos unidas en el regazo. El Doctor, con maravillosa elegancia y sin ningún esfuerzo, se plegó rápidamente hacia abajo, como un sacacorchos que se inserta en el corcho, hasta quedar sentado como un sastre sobre uno de los cojines, frente a la mesa. Sirvió un té casi incoloro en dos tacitas decoradas con delicadeza. Ella esperó a que le sirviera leche y azúcar, pero entonces cayó en la cuenta de que no era esa clase de té, y aunque no había dicho nada que demostrase su ignorancia se puso colorada, si bien confió en que él no se hubiera percatado.

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