– Con todo, señor Quirke, estoy convencido de que no es corriente que un marido se presente ante un patólogo y le pida que no lleve a cabo la autopsia de rigor. Me pregunto si podría ser que el señor… ¿cómo se llama, el señor Swan? No, el señor Hunt. Me pregunto si podría ser que le preocupara lo que pudiera usted descubrir caso de rajar de arriba abajo a su señora.
Quirke tampoco dio respuesta, y Hackett dejó que su mirada se perdiera y se desdibujara una vez más. Apartó el sillón de la mesa hasta que el respaldo golpeó contra el alféizar, y levantó los pies, calzados con unas botas pesadas, negras, claveteadas, para colocarlos sobre la pila de papeles de la mesa, entrelazando al tiempo los dedos rechonchos de ambas manos y colocándoselas sobre la panza. Quirke reparó, y no por primera vez, en sus manos gruesas, despuntadas, unas manos de campesino, hechas para trabajar con la azada, para arar surcos profundos y sin descanso; pensó en Billy Hunt y lo recordó en la mesa de Bewley's, entristecido, desasosegado, enredando con la cucharilla en el cuenco del azúcar.
– Lo lamento -dijo Quirke, y recogió la pitillera y el encendedor-. Le estoy haciendo perder el tiempo. Tiene usted razón. Hablaré yo mismo con el juez de instrucción.
– Si no, esperará a que tenga lugar la investigación y dirá una mentira piadosa -dijo el inspector, y sonrió contento.
Quirke se puso en pie.
– O diré una mentira, así es.
– Para proteger los sentimientos de su amigo.
– Sí.
– Porque no pudo usted encargarse de hacer lo que le pidió, o más bien de lo que le pidió que no hiciera.
– Sí -dijo Quirke de nuevo, insensible como una piedra.
El inspector lo observó con lo que bien podría ser un interés mínimo, como el visitante del zoo que se encuentra ante la jaula del espécimen poco o nada interesante, si bien mucho tiempo atrás había sido el animal más fiero, el más pulcro y reluciente del mundo entero.
– Pues hasta la próxima, señor Quirke -dijo-. Si no le molesta, no le acompaño. ¿Sabrá encontrar la salida?
A la altura de Trinity College, un vendedor de periódicos, harapiento y con una gorra de tweed enorme para su talla, pregonaba ejemplares del Independent. Quirke compró uno y revisó las páginas a la vez que caminaba. Iba en busca de alguna novedad sobre la trabajadora de la fábrica de camisas que apareció ahogada en el Foyle, pero hoy no había noticias de ella.
Fue desde Pearse Street a su oficina en el sótano del hospital y se acomodó ante su mesa durante cinco minutos, tamborileando con los dedos en el secante. Por fin tomó el teléfono. Billy Hunt contestó al primer timbrazo.
– Hola, Billy -dijo Quirke-. Lo que me pediste ya está hecho, no hay de qué preocuparse. No habrá autopsia.
La voz de Billy al responder sonó espesa e imprecisa, como si hubiera estado llorando, como tal vez había hecho. Dio las gracias a Quirke y dijo que le debía una,
que tal vez un día de éstos Quirke le dejara invitarle a una copa.
– Yo no bebo, Billy -dijo Quirke, a lo que Billy no prestó atención.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo, y colgó.
Quirke dejó el aparato y permaneció un instante conteniendo la respiración, que luego soltó en un largo suspiro hastiado. Cerró los ojos y se pellizcó la piel en el puente de la nariz, entre el índice y el pulgar. ¿Qué más daba qué hubiera ocurrido la noche en que murió Deirdre Hunt? ¿Qué más daba que Billy hubiera llegado a casa y se hubiera encontrado a su mujer muerta de una sobredosis, y que se hubiera llevado el cuerpo desnudo en el coche hasta Sandycove, y que la hubiera deslizado en las aguas a medianoche? ¿Qué importancia podía tener? Ella entonces ya estaba muerta, y como bien sabía Quirke, pues lo sabía mejor que la inmensa mayoría de las personas, un cadáver no es más que un cadáver.
Pero sí que importaba, y eso también lo sabía Quirke.
Los martes, después de visitar a su abuelo en el convento, Quirke tenía por costumbre invitar a su hija a cenar en el restaurante del Hotel Russell, en St. Stephen's Green. Phoebe decía que le gustaba el sitio, que era a la vez desaliñado y elegante, y que al mismo tiempo, como señaló ella con una risita de acero, de menosprecio, era el no va más del lujo. La comida era estupenda, aunque Phoebe apenas reparó en ello, y el vino aún mejor; ésta era la única ocasión de toda la semana en que Quirke se permitía bajar suave y pasajeramente del carro de la abstinencia, al que con calma y diligencia subía al día siguiente. Era desconcertante, puesto que en otras ocasiones tenía incluso la certeza de que un solo sorbo lo devolvería al camino de la perdición, o al menos lo dejaría con un hígado hecho puré. De un modo extraño, la presencia de su hija obraba de protección, de mágico cordón de seguridad contra todo exceso ruinoso. Esa noche tomaron un tinto de color herrumbre que Quirke había conocido años antes, en un viaje de fin de semana a Burdeos, con una mujer, el sabor de cuya boca imaginaba detectar aún en las honduras del sabor a uva fermentada. Eso era lo que Quirke recordaba de las mujeres: sus sabores, sus olores, el tacto acalorado de sus pieles bajo la palma de su mano, cuando sus nombres e incluso sus rostros habían sido pasto del olvido.
Phoebe llevaba un vestido negro con el cuello de puntillas blancas. En opinión de Quirke estaba alarmantemente flaca, y la encontraba más delgada con cada nuevo encuentro entre los dos. Llevaba el pelo oscuro y corto, con una permanente que formaba ondas ceñidas, metálicas, en su única concesión a la moda del momento. Era partidaria de los zapatos planos y apenas se ponía maquillaje. Las monjas que habían dado acogida a su abuelo verían a Phoebe con buenos ojos. A lo largo de los dos años anteriores se había forjado una personalidad que resultaba atractiva, quebradiza, irónica; tenía veintitrés años y podría haber pasado por una mujer de cuarenta. Sujeto a su mirada sardónica, escéptica, Quirke se sentía desconcertado. Phoebe había crecido y había dejado atrás la primera juventud con la convicción de que era hija de Mal y de Sarah, no de Quirke y de su esposa, Delia, y durante toda su vida él la había dejado seguir pensando que así era, hasta que la crisis vivida dos años antes le obligó a revelarle la verdad. Cuando nació, había parecido lo mejor, o al menos había parecido lo más fácil, ya que Delia había muerto en el parto, que fuera Sarah quien se hiciera cargo de la criatura -el Juez se había ocupado de todo-, puesto que Sarah y Mal no podían tener hijos, y más aún teniendo en cuenta que Quirke no quería ocuparse de la hija que de un modo tan trágico había irrumpido en su vida. Lo malo, la complicación añadida a todas las demás, fue que él había contemporizado con el fingimiento ante Sarah; lo malo fue que él creyó de veras que la hija de Delia había muerto; lo malo fue que terminó convencido de que Phoebe era en efecto hija de Sarah. Y ahora Phoebe sabía la verdad, y Sarah ya no estaba, y Mal estaba solo, y Quirke era como siempre había sido Quirke. Y su hija le daba miedo.
Sólo estaban ocupadas unas cuantas mesas en el restaurante, y los dos camareros se encontraban inmóviles como dos cariátides, uno a cada lado de la puerta que comunicaba la sala con la cocina. La sala tenía una tenue iluminación cenital, como un cuadrilátero de boxeo, y las paredes, de color malva, daban un tinte sonrosado, cansino, al ambiente más bien denso.
– La otra noche estuve con Mal -dijo Quirke.
Phoebe ni siquiera le miró.
– Vaya, no me digas. ¿Y qué tal está mi antiguo papaíto?
– Bastante triste.
– ¿Quieres decir que está triste, lo que se dice triste, o que está en una triste situación?
Читать дальше