No supo qué hacer a continuación, aun cuando hubiera una continuación y, caso de que sí, aun cuando quedara algo que él debiera hacer. Podría tal vez hablar de nuevo con Billy Hunt, averiguar algo más acerca de lo que él sabía de la defunción de su mujer y, de modo más relevante, tal vez, acerca de lo que no sabía. En cuyo caso… ¿qué le iba a preguntar? ¿Qué forma daría a las preguntas? ¿Quién le clavó la aguja en el brazo, Billy?¿Quién la atiborró de droga? ¿Fuiste tú por ventura? No creía que Billy fuese el asesino. Era demasiado inane, demasiado inepto. Los asesinos, de seguro, estaban hechos de otra pasta, nada que ver con el pobre, con el pecoso, con el apenado, con el arrastrado Billy Hunt.
Bajo la colcha, la rodilla le había empezado a doler, la rodilla izquierda, la rótula que se había destrozado cuando lo asaltaron dos agresores que lo apalearon en la zona de las escaleras de una casa desierta en Mount Street, una.noche de lluvia, dos años atrás. Ésa, reflexionó ahora, era la clase de cosas que a uno le pasaban por meter la cabeza en donde más valía no meter ni un dedo.
Se volvió de costado con la mano bajo la mejilla, en la almohada caliente, y contempló las pesadas cortinas que caían hasta el suelo, colgadas ante él, a la media luz, como una laja ondulada e imponente de piedra oscura. ¿Qué debería hacer? Las aguas en las que se había precipitado el cadáver de Deirdre Hunt eran profundas y turbias. La autopsia que había practicado a aquella otra mujer joven, dos años antes, había dado lugar a una oleada de fango y de mierda, en los sedimentos de la cual aún estaba metido hasta media pierna. ¿No corría ahora el peligro de llevarse otro apestoso remojón? No hagas nada, le decía su juicio más lúcido; quédate donde estás, no te mojes. Pero ya sabía que se iba a lanzar de cabeza a esas profundidades. Algo en su interior anhelaba las tinieblas de allá abajo.
A las ocho y media de esa misma mañana se encontraba en la Comisaría de la Garda, en Pearse Street, preguntando por el inspector Hackett. El día ya era caluroso, y los rayos de sol se reflejaban como espadas que blandieran los techos de los coches que pasaban de largo en el aire ahumado, azul gasolina. En el interior, la sala de recepción diurna era todo una sombra densa, motas de polvo que flotaban en suspensión, y olía a lápices recién afilados, a documentos dejados a cocer al sol, todo lo cual a Quirke le recordó sus tiempos de escolar interno en Carricklea. Iban y venían los policías de uniforme y algunos con ropa de calle, con movimientos lentos, vigilantes, decididos. Uno o tal vez dos lo miraron de un modo tal que a él no se le ocultó que sabían quién era; los vio preguntándose qué estaba haciendo allí Quirke, el célebre patólogo del Hospital de la Sagrada Familia, estropeando el buen cuero de sus zapatos con el roce de aquel entorno trasnochado; a esas alturas, él mismo estaba haciéndose también esa pregunta.
Hackett bajó a recibirlo. Bajó en mangas de camisa, con unos tirantes anchos; Quirke reconoció los voluminosos pantalones azules, abrillantados de manera llamativa en la culera y en las rodilleras, la mitad de lo que sin duda tenía que ser el único traje que poseía. La cara grande y cuadrada, con una boca como una raja y unos ojos atentos, también la tenía abrillantada, sobre todo en los carrillos y el mentón. El cabello, negro y peinado con brillantina, lo llevaba para atrás, formando una cresta como la de un ave rapaz. Quirke no estuvo seguro de haber visto alguna vez a Hackett sin su sombrero. Habían pasado dos años desde la última vez que hablaron los dos, y le supuso una tenue sorpresa descubrir cuánto le agradaba volver a ver al artero y viejo bruto, con su cabeza cuadrada y su boca de pez y su traje de sarga abrillantada y todo lo demás.
– ¡Señor Quirke! -dijo el detective con ánimo expansivo, aunque mantuvo los pulgares encajados en los tirantes y no le tendió la mano-. ¿De veras es usted?
– Inspector…
– ¿Y qué le trae por aquí a estas horas de la mañana?
– Me acordé de que es usted madrugador.
– Desde luego, eso siempre. Al que madruga, ya se sabe.
El oficial de guardia en el mostrador, un gigante de cabeza enana y orejas de soplillo, los miraba sin disimular su interés.
– Vayamos arriba -dijo Hackett-. Vayamos a mi despacho y allí me cuenta usted las novedades.
Levantó la hoja levadiza del mostrador para que pasara Quirke y al mismo tiempo alargó el pie y empujó la puerta de cristal esmerilado que, a sus espaldas, daba a las escaleras del interior. Las paredes de la caja de la escalera estaban pintadas de una tonalidad entre verde y gris, y el barniz marrón de la balaustrada resultaba pegajoso al tacto. Todos los edificios institucionales producían en Quirke, el huérfano, un escalofrío.
El despacho del inspector, como recordaba Quirke, tenía forma de cuña y estaba atestado. En la pared más estrecha, una ventana sucia iluminaba el espacio que ocupaba la mesa grande de Hackett, sólida, cuadrada, como un bloque de carnicero. Había tan poco espacio que fue como si la entrada de Quirke, con sus hombros de buey y su gran cabeza rubia, obligase a las paredes a ceder hacia fuera.
– Siéntese, siéntese, señor Quirke -dijo riendo el inspector-. Me pone nervioso ahí de pie, como si fuera un enterrador.
El aire, caluroso, apestaba a sudor y a moho, y las paredes y el techo estaban sucias, de una biliosa tonalidad de marrón Woodbine, debida a los años que llevaban aguantando el humo de los cigarrillos. El inspector tuvo que comprimirse y pasar de costado hasta su lugar ante la mesa. Se sentó con un gruñido y ofreció a Quirke un paquete abierto de Players, en cuya abertura los cigarrillos formaban como tubos de órgano en miniatura.
– Fume, fume -a su espalda, a través de la ventana, tornasolada por la suciedad y las telarañas, Quirke acertó a ver una vaga amalgama de tejados y de chimeneas que se cocían al sol del verano-. ¿Y qué tal está usted después de todo este tiempo? -dijo el policía-. A lo que se ve, ha tenido tiempo de engordar.
– Ya no bebo.
– No me diga -el inspector frunció los labios y silbó en silencio-. Bueno -añadió-. El alcohol es cojonudo si se trata de mantener el peso a raya, eso no hay quien lo niegue.
Quirke tomó un bolígrafo plateado, de rosca, que llevaba en el bolsillo, y comenzó a enredar con él. Hackett se recostó en su sillón, que rechinó; lanzó una bocanada de humo al techo y lo contempló con la cara ladeada, con un brillo de afecto en los ojos, aun cuando sus ojillos castaños, oscuros, fueran tan penetrantes como siempre. La última vez que se habían visto fue en una mañana, dos años antes, cuando Quirke fue a visitarlo a su despacho con pruebas sobre los culposos secretos que guardaba el Juez y con una lista de nombres, los nombres de quienes compartían con él la culpa. Más adelante, por teléfono, Hackett le dijo: «Han formado un círculo con las carretas,
señor Quirke, y nosotros somos un par de indios desdichados, que podemos hartarnos a lanzar todas las flechas que nos dé la gana». Los dos eran conscientes de que hoy no comentarían aquel asunto: ¿quedaba acaso algo que decir? Era historia, estaba zanjado, olvidado, y todos los cuerpos estaban debidamente enterrados, aunque, según reflexionó Quirke, más bien casi todos lo estaban.
– Un día espléndido -dijo Hackett-. Con todo lo que llovió la semana pasada, creí que nos íbamos a quedar sin verano -el destello de sus ojos brilló un poco más-. Supongo que se irá usted a la playa, siendo como es dueño de su tiempo. O a las carreras… Si no recuerdo mal, tiene usted buen ojo para los caballos, ¿no? ¿O lo estoy confundiendo con otra persona?
– Me temo que me confunde con otro -dijo Quirke de mala gana, acordándose del desastroso día que había pasado con Mal en Leopardstown. Fumaron un rato en silencio.
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