Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Sus pensamientos volvieron a Deirdre Hunt. Ni siquiera se planteó la posibilidad de ahorrarle la autopsia cuando descubrió por azar la huella de una aguja en el brazo de la mujer. Tenía un deber profesional y tenía la obligación de cumplirlo, aunque no fuera ésa la razón por la cual empuñó el bisturí. Había tenido, como siempre, simple curiosidad, aunque Quirke bien sabía que nada era, nunca, simple en su curiosidad. Había rajado el cadáver, había palpado los órganos, había medido la sangre, y ahora, con el Juez por testigo silencioso, lo tenía extendido delante de sí y lo estaba examinando desde todos los ángulos posibles. Algo seguía sin encajar del todo.

Se volvió al convaleciente.

– ¿Y a ti qué te parece, Garret? -le preguntó-. ¿Otra muchacha perdida, sin más?

El Juez, apoyado en los almohadones, con la boca torcida, lo fulminó con la mirada. Quirke suspiró. Hacía calor en la habitación sin ventilar, y aunque se había quitado la chaqueta estaba sudando y notaba los trozos húmedos y pegajosos de la camisa bajo las axilas y entre los omóplatos. Se preguntó, como hacía con frecuencia, si el Juez reparaba en estas cosas: el calor, el frío, los caprichos del día. ¿Pasaba dolor? Imagina: imagina ser presa de un dolor incesante sin poder siquiera gritar y pedir auxilio, alivio, sin poder siquiera pedir compasión.

Volvió a suspirar. Recordó el premonitorio calambre de intranquilidad que había acusado cuando la mujer del mostrador de recepción del hospital le hizo entrega de la nota de Billy Hunt, diciéndole que le llamara. ¿Cómo pudo saber que había algo que no terminaba de encajar? ¿Qué intuición, qué sexto sentido vino a prevenirle? ¿Qué era ese temor que le inquietaba ahora? Por una autopsia que practicó en el cuerpo de otra joven precipitó el desmantelamiento de la telaraña de secretos tramada por el Juez. ¿Tenía acaso ganas de verse envuelto en una nueva versión de todo aquello? ¿No debería dejar en paz la muerte de Deirdre Hunt, dejando a su marido sumido en una misericordiosa ignorancia? ¿Qué más daba que la mujer se hubiera ahogado adrede? Sus complicaciones por fin se habían resuelto: ¿por qué habían de recaer ahora sobre los hombros de su marido? Sin embargo, a la vez que se formulaba todas estas cuestiones, Quirke fue consciente de la antigua comezón que le incitaba a llegar hasta el tuétano de las cosas, ahondar en las tinieblas, desentrañar lo oculto; en suma, saber.

Afanosa, llegó sor Agatha a la habitación, claramente irritada por que aún siguiera allí, cuando en otras ocasiones era patente que no podía esperar un minuto más a marcharse. Además, ¿por qué se demoraba de ese modo? ¿Es que contaba con que el anciano le hiciera alguna suerte de revelación en silencio, que le diera una grandiosa señal que pudiera tomar por guía o admonición? ¿Contaba acaso con recibir ayuda? La monja era una mujer menuda, marchita, barbuda, con el ojo afilado de un zorzal. Igual daba en qué punto de la habitación se encontrase, pues se las ingeniaba para plantarse con ademán protector entre él y su enfermo desamparado, condenado a la cama. No veía a Quirke con buenos ojos y no hacía nada por disimularlo.

– ¿No es una maravilla -dijo sin mirarlo- ver que aún brilla el sol ahora que es tan tarde?

No era tarde, eran las seis; con esas palabras se limitó a indicarle su deseo de que se marchase. La vio atender al anciano, reacomodarle los almohadones, alisarle la manta fina y el embozo de la sábana sobre el pecho, como una ancha franja gracias a cuya tensión estuviera inmovilizado. El Juez nunca había dado la impresión de ser tan enorme como allí, confinado sin remedio en su estrecha cama de metal; Quirke recordó de muchísimos años antes una tormenta enfurecida en Carricklea, en la que vio cómo el viento abatía a un álamo gigantesco cuya caída hizo estremecerse el terreno y el estruendo retemblar los cristales de la ventana en cuyo alféizar estaba viéndolo todo con ansiedad. La caída del viejo había sido algo semejante, un final de algo que llevaba tanto tiempo allí que parecía inamovible. ¿En qué medida, qué parte de aquella destrucción era obra de Quirke? ¿Iba ahora a desencadenar otra tempestad que derribase de su pedestal el monumento que Billy Hunt deseara erigir en memoria de su difunta esposa?

Tomó la chaqueta del respaldo de la silla en que la dejó, al lado de la cama.

– Adiós, sor Agatha -dijo-. Hasta el jueves.

No quiso ella mirarle y no dijo nada, tan sólo hizo un ruidito, una exhalación nasal, que podría haber sido una muestra de su desdén. Tampoco hubo respuesta del Juez, cuyos ojos miraban a otra parte, quizá con un desprecio en su caso desolador, hacia los montes.

En Baggot Street, Quirke se ventiló una cena espantosa en un restaurante chino, y después volvió a pie a su piso, tratando de quitarse con la lengua un grumo de grasa de los incisivos. En la actualidad, sin la anestesia del alcohol, había descubierto que las veladas eran una hora del día en especial difícil, sobre todo en pleno verano, con la lentitud del claror de la noche. Sus amigos, o al menos los pocos conocidos que tenía antes, eran gente de pub, y en las contadas ocasiones en que los veía saltaba a la vista que les causaba un claro nerviosismo en su nuevo estado de sobriedad permanente. Pensó en ir al cine, pero al imaginarse sentado a solas, en la oscuridad titilante, entre docenas de parejas de novios, incluso el silencio desierto de su piso en una velada de verano bañada por el sol le pareció preferible. Llegó a la desaseada casa de estilo georgiano en que vivía, en Upper Mount Street, cerró la puerta de la calle sin hacer ruido y siguió con paso quedo por el vestíbulo, por las escaleras. Se sentía siempre en cierto modo como un intruso entre aquellas sombras suspensas, en aquel silencio.

Y en su casa, en el tercer piso, le recibió el ambiente de costumbre, el sigilo de unos labios comprimidos, como si algo vagamente nefando hubiera acaecido allí y hubiera cesado en el momento en que introdujo la llave en el cerrojo. Por unos instantes se plantó en el centro del salón, la llave aún en la mano, mirando sus pertenencias: el mobiliario sin personalidad, las estanterías llenas de libros ordenados de un modo obsesivo, el maniquí de madera, de los que emplean los pintores, en una mesita junto a la ventana, con los brazos melodramáticamente en alto. En la repisa de la chimenea había un jarrón con unas rosas.

Las flores se las había regalado, de un modo un tanto inverosímil, pensó, una mujer -casada, aburrida, rubia- con la que estuvo saliendo durante una o dos semanas nada apasionantes, y no había tenido el valor de tirarlas, aunque ya estaban marchitas, y los pétalos apergaminados desprendían un olorcillo entre dulzón y rancio que le recordaba de un modo desasosegante a su lugar de trabajo. Encendió la radio y trató de sintonizar el Tercer Programa de la BBC, pero la señal era muy débil, como sucedía siempre con buen tiempo. Prendió un cigarrillo y se quedó ante la ventana mirando la calle ancha, vacía, con sus sombras inclinadas y tenuemente siniestras. Todavía era muy pronto para las putas que allí tenían su sitio en la acera -¡qué bien le sentaba a la calle el nombre de Mount Street!-, aunque incluso las más feas y las más avejentadas sacaban buen provecho en noches tan calurosas como ésta. Sintió los primeros picores de la desesperación que a menudo le asaltaba en esos crepúsculos veraniegos. Un ruido blando, apenas audible, lo obligó a darse la vuelta con un ligero sobresalto: un pesado pétalo se había desprendido de una de las rosas marchitas y había caído como un pedazo de terciopelo polvoriento, granate, arrugado por los bordes, a la chimenea. Masculló algo, tomó la chaqueta y se dirigió a la puerta.

Malachy Griffin, a quien atendía una criada anciana, seguía viviendo en el caserón de Rathgar en el que había vivido con Sarah durante quince años. Había pensado en venderlo ahora que Sarah ya no estaba, y algún día casi con toda certeza lo vendería, aunque por el momento no era capaz de afrontar siquiera la idea de los agentes inmobiliarios, pararse a considerar las ofertas, disponer todo lo necesario para la mudanza, mudarse al final, y adonde. Quiso imaginárselo, ver la última vez en que cerrase la puerta de la calle cuando se marchaba el camión de la mudanza, recorrer el camino estrecho entre los céspedes a uno y otro lado, hasta la cancela arrugada por un siglo o más de sucesivas capas de pintura negra, espesa, la última bocanada de aroma de la alheña, del seto, el último instante en que pusiera el pie en la calle, el último giro en dirección al canal 7 a un futuro inconcebible. No, era preferible conformarse de momento con lo que tenía, acoger la quietud, ver cómo iban cayendo las hojas del calendario. Nada que hacer, salvo levantarse por las mañanas, ir a trabajar, volver, dormir: existir. No, nada que hacer.

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