Aunque siempre fue plenamente consciente de lo atractiva que resultaba, nunca se las dio de estirada, ni fue una engreída. Sabía, por descontado, que los Bloques se le quedaban pequeños, y sólo era cuestión de tiempo que se largase de allí y que empezase su verdadera vida. Los Bloques… Alguna vez tuvieron que ser nuevos, seguro, pero ella no se lo imaginaba. ¿Quién sería el chistoso de la Corporación Municipal al que se le ocurrió la brillante idea de llamarlos «las Mansiones»? Los tabiques y el suelo eran delgados como el cartón -se oía a los vecinos de arriba e incluso a los de al lado cuando iban al retrete- y siempre había cochecitos de niño y bicicletas destartaladas en los rellanos, en los pasillos entre puerta y puerta, por donde correteaban los niños como salvajes y los gatos descarriados rondaban y maullaban, y las parejas de novios se toqueteaban en los rincones más oscuros. No había controles de ninguna clase -¿quién se hubiera encargado de aplicar las normas, caso de que las hubiera?- y los inquilinos hacían lo que les venía en gana. Los Goggin, en la cuarta planta, tenían un caballo en el cuarto de estar, un caballo grande, pinto; de noche, y a primera hora de la mañana, se oía el ruido que hacía con los cascos en las escaleras de cemento cuando Tommy Goggin y las mocosas de sus hermanas se llevaban al animal a que hiciera sus quehaceres y lo montaban un rato por el solar desierto que había detrás de la fábrica de galletas. Sin embargo, lo peor de todo, peor incluso que el frío en las habitaciones de techo bajo, peor que las cañerías que se estropeaban cada dos por tres, peor que la suciedad por todas partes, era el olor que se adhería a las escaleras y los pasillos, en verano y en invierno, el hedor marronáceo y cansino de los colchones con meadas y la hediondez de los váteres atascados, el olor, el olor exacto de lo que era la pobreza, un olor al que ella nunca podría acostumbrarse, nunca jamás.
Jugaba con los demás niños de su edad en la plaza polvorienta, a la entrada de los Bloques, en donde había unos columpios desvencijados y un balancín en el que había escritas guarradas de toda clase, y una verja de alambre que tendría que impedir que la pelota saliera rodando a la calle. Los chicos le daban pellizcos o empujones, y los mayores intentaron palparle por debajo de la falda, mientras las chicas hablaban de ella a sus espaldas y se conjuraban en su contra. Todo eso nunca le importó. Una vez, por Navidad, su padre volvió a casa con una cogorza y un regalo para ella, una bicicleta roja -seguro que robada, dijo su hermano Mikey con una risotada-, y ella se pasó el día andando en bici por la plaza donde jugaban, se pasó el día andando en bici durante una semana entera, aunque lloviese, hasta que con el Año Nuevo alguien se la robó y nunca más la volvió a ver. Enrabietada por haber perdido la bici se lió a tortas con Tommy Goggin, al cual le saltó un diente. «Ah, ésa es peor que un tártaro», dijo su tía Irene con los brazos cruzados sobre los pechos, voluminosos y caídos, y asintió malhumorada. Había en cambio momentos, en los anocheceres de verano, en los que se plantaba ante la ventana abierta del llamado cuarto de estar -en realidad, era la única habitación del piso, además de los dos dormitorios sin ventana, con el aire viciado, uno de los cuales tenía que compartir con sus padres- y saboreaba el olor delicioso y cálido que llegaba de la fábrica de galletas, y escuchaba el canto de un mirlo que se desgañitaba posado en un alambre tan negro como la misma ave, que parecía dibujada a tinta, con una pluma fina, sobre el rojo resplandor que se apagaba poco a poco en el cielo, más allá del campo de fútbol gaélico, y algo se henchía entonces en ella, algo secreto y misterioso, que parecía contener todas las abundantes e indefinidas promesas del futuro.
Cuando cumplió dieciséis años entró de aprendiza en un establecimiento de perfumería y farmacia. Le gustaba estar entre los medicamentos apilados con orden, entre los frascos de perfume y los jabones de capricho. A pesar de estar casado, el boticario, el señor Plunkett, intentó convencerla de que se fuese con él. Se negó, como es natural, aunque a veces, para conseguir que él le permitiera quedarse sola un rato, y por pensar que podría echarla si no cooperaba, se colaba a regañadientes en la trastienda, que hacía las veces de almacén, y él cerraba con llave y ella le permitía que le introdujera las manos por debajo de la ropa. Era viejo, unos cuarenta, quizá más, y le olía el aliento a tabaco y a caries, aunque él en sí no era lo peor, como reflexionaba ella a la vez que miraba con ojos soñadores por encima del hombro del boticario y veía las estanterías ordenadas mientras él le daba palmadas y le hacía caricias en el vientre, por debajo de la goma elástica de la falda, y le presionaba con un pulgar los pezones, tercos en su ausencia de respuesta. Luego cazaba la mirada de la señora Plunkett, que se ocupaba de los libros de cuentas y que la estudiaba a su vez con ojos entornados, especulativos. Si el viejo Plunkett alguna vez pensó en quitársela de encima, ella no perdería el tiempo en hacerle saber que tenía un par de cosillas que comentarle a su señora, y que así a lo mejor el viejo aprendía de una vez por todas a comportarse.
Entonces un buen día apareció Billy Hunt con su maleta llena de muestras, y aunque no era su tipo -tenía una coloración pareja de la suya, y ella sabía a ciencia cierta que a una mujer no le conviene salir con un hombre que tenga la misma piel que ella- le sonrió y le hizo saber que estaba atenta mientras él gastaba su labia de vendedor con el señor Plunkett. Después, cuando fue a hablar con ella, le escuchó como si se hubiese concentrado al máximo, y fingió reírse de sus chistes, más bien sosos, de colegial, e incluso logró ponerse un tanto colorada ante los más atrevidos. En su siguiente visita él le propuso que fuese al cine con él, y ella dijo que sí, y lo dijo a un volumen suficiente para que se enterase el señor Plunkett, que frunció el ceño.
Billy era mucho mayor que ella: le sacaba casi dieciséis años. ¿Tendría quizás algo, se preguntó un tanto arrepentida, que atrajera de manera especial a los hombres mayores? Y tampoco es que fuera guapo, ni inteligente, pero tenía un encanto algo torpón que a ella le gustó muy a su pesar, y que con el tiempo le llevó a convencerse de que estaba enamorada de él. Llevaban unos cuantos meses saliendo juntos cuando una noche él la acompañó a casa -entonces ya vivía en una habitación pequeña, por su cuenta, encima de una carnicería, en Kevin Street- y se puso a balbucear y de improviso la tomó de la mano y le apretó en la palma una cajita cuadrada. Tan sorprendida quedó ella que no se dio cuenta de qué contenía la caja hasta que la abrió.
Aquélla fue la primera vez en que le permitió subir a su cuarto. Se sentaron uno junto al otro, en la cama, y él la besó por toda la cara -seguía tartamudeando y reía, incapaz de creer que ella hubiera dicho sí-, y hablaron de los planes que él tenía para el futuro, y ella a punto estuvo de creerle mientras se miraba la mano extendida, con los dedos flexionados para arriba, admirando el fino anillo de oro y el minúsculo diamante que lanzaba destellos. Él era de Waterford, donde su familia tenía una taberna que su padre con toda probabilidad iba a dejarle en herencia, si bien afirmó que no estaba dispuesto a volver al pueblo, aunque ella se dio cuenta de que cuando hablaba de Waterford lo llamaba «su casa». Le habló de Ginebra, en donde estaba citado dos veces al año para acudir a una reunión en la sede central, como él la llamaba, con todos los jefazos del mundo entero, centenares de jefazos. ¡Qué orgulloso estaba de que lo convocasen allá, siendo como era un simple vendedor! Le describió el lago y los montes de los alrededores y la ciudad -«Tan limpia que no te lo podrías ni creer»- y le dijo que un día la llevaría con él de viaje. Pobre Billy, con sus ideas a lo grande, sus planes a lo grande.
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