Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Así fueron pasando los años y así parecía que fueran a seguir por siempre, hasta el día en que el Doctor entró en la tienda. Aunque se apellidaba Kreutz, y eso sonaba a alemán, a ella le pareció que debía de ser indio, indio de la India, claro está. Era alto y delgado, tan delgado que era difícil ver si dentro del cuerpo le quedaba sitio para los órganos vitales, y tenía un rostro maravillosamente alargado, delgado, el rostro, pensó ella nada más verlo, de un santo en uno de esos libros que tenían en el colegio para explicarles las misiones en el extranjero. Vestía un traje muy bonito de una tela azul oscuro, seguro que de seda, sólo que tenía un peso que le daba una caída de veras elegante por el modo en que se le ceñía a los hombros ahusados, huesudos, y a las caderas, poco menos que inexistentes. Nunca había estado ella tan cerca de un hombre de color, y le costó Dios y ayuda abstenerse de mirarlo tan pasmada, de mirarle sobre todo las manos, tan esbeltas y tan oscuras, con una línea más oscura aún, aterciopelada, en la frontera en que comenzaba, en el canto, la piel más pálida, como polvorienta y rosada, de las palmas. Tenía también un olor propio que a ella le pareció oscuro, oscuro y especiado; lo percibió con toda nitidez en cuanto entró, y no le cupo duda de que no era debido a una colonia ni a una loción para después del afeitado, sino que era un perfume producido por su propia piel. Descubrió que le habían entrado ganas de tocar esa piel, de pasarle los dedos por sentir qué textura tenía. Y su cabello, muy recto, muy liso, muy negro, aunque con un reflejo tirando a púrpura, peinado para atrás en una serie de ondas suaves, también tuvo deseos de tocarlo.

Vino a preguntar por una medicina de herboristería de la que el señor Plunkett nunca había oído hablar. Tenía una voz suave, ligera, a la vez que profunda, y podría haber estado cantando más que propiamente hablando. «Ah, pues qué raro -dijo cuando el señor Plunkett le indicó que no tenía aquella sustancia que le había pedido-, es muy raro». Pero no por ello pareció desanimado. Comentó que había visitado unas cuantas boticas y farmacias y que nadie había sabido ayudarle. El señor Plunkett asintió con simpatía, aunque fue evidente que no supo qué más decir, si bien el hombre seguía allí delante, con el ceño fruncido no por estar contrariado, sino sólo con algo que más bien parecía desconcierto y cortesía, como si esperase algo más y tuviera la certeza de que iba a recibirlo. Ni siquiera cuando el boticario se dio la vuelta de forma ostensible hizo el hombre ademán de marcharse. Este era un rasgo muy suyo que ella había de llegar a conocer muy bien, esa manera tan curiosa de quedarse en un lugar o con una persona cuando ya parecía que nada podría suceder; lo hacía además de una manera siempre relajada, siempre calmado, aunque siempre a la expectativa, como si diera por sentado que algo más iba a suceder y esperase a fin de cuentas si se producía lo esperado. En todo el tiempo en que ella lo trató, nunca lo oyó reír, ni lo vio sonreír tampoco, o no vio al menos que se le pintara en la cara lo que podría pasar por una sonrisa, a pesar de lo cual daba la impresión de estar sosegada, benignamente entretenido ante algo, o más bien ante todo.

Aquella primera vez ni siquiera la miró, o no de lleno, pero ella se dio cuenta de que la asimilaba casi como si la mirase de hito en hito: eso fue lo que le pareció sentir, que él de alguna manera para ella incomprensible la estaba absorbiendo. La mayoría de los hombres que entraban en la tienda eran demasiado tímidos para mirarla y se quedaban un tanto alelados, de costado, nerviosos, sonriendo como bobos, con la punta de la lengua entre los dientes. Pero el doctor Kreutz no tenía nada de tímido, no señor: nunca se había encontrado con nadie que tuviera tanto aplomo, tanta convicción. Satisfecho, ésa era la palabra que a ella se le ocurrió para describirlo, o más bien bastante bastante satisfecho, pues ése era otro de sus curiosos hábitos, la manía de decir dos veces la misma palabra, muy de seguido, tan deprisa que convertía las dos en una sola, muymuy, bastante-bastante, con su voz suave, divertida, como una cantinela.

Sacó una libreta pequeña, con tapas de cuero, del bolsillo interior de la chaqueta, y arrancó una página e insistió en anotar su nombre y dirección para dejárselos al señor Plunkett, por si acaso recibiera aquello que había ido buscando -no era más que áloe vera, aunque ella se pasó el día pensando que había dicho «aló», como un francés en un tebeo que intentase decir «helio»-, y entonces por fin se marchó agachando la cabeza ahusada, oscura, al pasar por la puerta, igual que un peregrino, pensó ella, o uno de esos santones que hacen una reverencia con devoción en el umbral de un templo. Tenía unos modales maravillosos. Cuando se marchó, el señor Plunkett algo masculló por lo bajo a cuento de los morenos, y tiró la hoja de papel con el nombre y la dirección a la papelera. Ella esperó un rato y aprovechando un momento de descuido, cuando el boticario no la miraba, rescató el papel y se lo guardó.

El doctor Kreutz tenía su consulta -así la llamaba él- en una casa antigua de Adelaide Road, en el piso del sótano. Cuando la vio por primera vez se llevó una decepción. No estuvo muy segura de qué era lo que esperaba, pero no podía ser, desde luego, aquel cuchitril deprimente, con una sola ventana, la mitad superior de la cual daba a una estrecha franja de hierbín que olía a húmedo, y a una barandilla de hierro negro. Al día siguiente de que él visitara la tienda, un miércoles, que era un día en que cerraba pronto y por tanto le quedaba la tarde libre, dijo a Billy que se iba a visitar a su madre y tomó el autobús hasta Leeson Street, desde donde fue a pie a Adelaide Road, calle que enfiló por el lado contrario al de la dirección del doctor Kreutz, pasando bajo los árboles del Hospital de Oftalmología y Afecciones del Oído. Pasó una sola vez por delante de la casa y se obligó a seguir derecha hasta Harcourt Street antes de dar la vuelta y regresar sobre sus pasos, esta vez por la acera de la derecha. Al pasar de largo miró la casa de reojo y leyó la placa de latón colocada sobre un tablero en la barandilla

DR. HAKEEM KREUTZ

SANADOR ESPIRITUAL

No se veía nada en la ventana del doctor Kreutz, cuyos cristales le devolvieron un reflejo fugaz, un perfil difuso y acuoso de su cabeza y de sus hombros. Se dijo que se estaba portando como una estúpida, rondando por las calles de ese modo en una espléndida tarde de octubre, malgastando su tiempo libre. ¿Y si saliera de detrás de la casa y la viese allí y quizá se acordase de ella? Y cuando lo estaba pensando lo vio de repente caminar hacia ella, procedente de Leeson Street. Iba vestido con una especie de túnica de la largura de una camisa, entre marrón y dorada, con un cuello alto, redondo, unos pantalones holgados, de seda, y unas sandalias que no eran sino unas suelas de cuero sujetas con un par de tiras también de cuero que llevaba anudadas a los tobillos; sus pies le parecieron otra versión de sus manos, alargados y estrechos, de un tono castaño claro, como la tela de la túnica. Llevaba una bolsa de redecilla con tres manzanas y un paquete de pan de molde de marca Procea. Qué raro, pensó, que a pesar de la agitación que sentía se fijara en esos detalles. Pensó en darse la vuelta en redondo y en largarse a paso veloz, fingiendo que acabara de acordarse de algo, pero en cambio siguió por el camino que llevaba, aunque las rodillas le temblaban tanto que a duras penas lograba caminar en línea recta. Pero… por Dios bendito, ¿te quieres estar tranquila?, se dijo, si bien no le sirvió de nada, y sintió que la sangre se le subía a la cara, a esa cara que tenía, de un blanco tan alabastrino que en las mejillas se le marcaba incluso el más leve y remoto de los azoramientos con dos manchas sonrosadas. La había visto… La había reconocido. Se preguntó, de un modo tan incongruente que le pareció demencial, qué edad tendría, y calculó que debía de ser tan viejo como el señor Plunkett, aunque llevaba los años de un modo que nada tenía que ver. Sus pasos la llevaron adelante. Qué andares tan distendidos y tan atrayentes tenía él, inclinándose un tanto a un lado y luego al otro con cada una de sus largas y gráciles zancadas, marcando con los hombros el ritmo de sus pasos, la cabeza un tanto echada hacia atrás, o adelante, meciéndola con suavidad en el alto tallo del cuello, como si fuera la cabeza de un ave maravillosa, exótica, que caminara por el agua poco profunda.

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