Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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hurling bajo el brazo, las rodillas nudosas y pálidas, rosadas, y las mejillas adolescentes y encendidas, enrojecidas aún por el afeitado matinal, del que no tenía todavía costumbre. Hablaba siempre a gritos, cómo no, al contar chistes escandalosos a sus compañeros de juegos, tal como llamaba la atención cuando lanzaba una mirada malhumorada, resguardados los ojos por las pestañas incoloras, en dirección a Quirke y a los que, como dijo, tenían afición por las artes. Los años le habían metido en carnes, lucía una calva en la coronilla, como una tonsura, y una papada gruesa y roja que le sobresalía por el cuello de la deformada chaqueta de tweed.

Despedía ese olor, acalorado y crudo y salado, que Quirke reconoció al punto, el olor de los que recientemente han perdido a un ser querido. Estaba sentado en la mesa y se levantó como pudo, un abultado saco de pena, de tristeza, de rabia reprimida.

– No entiendo por qué lo hizo -dijo a Quirke con total desamparo.

Quirke asintió.

– ¿No dejó nada? -Billy lo miraba sin entender a qué estaba refiriéndose-. Quiero decir… una carta, una nota.

– No, no, nada de eso -esbozó una sonrisa torcida, casi avergonzada-. Ojalá hubiera dejado una cosa así.

Aquella mañana, una partida de números de la Garda había salido a la mar en lancha y habían rescatado el cuerpo desnudo de la pobre Deirdre Hunt entre las rocas de la orilla de Dalkey Island que daba más a tierra.

– Me llamaron para que la identificara -dijo Billy sin que abandonase sus labios aquella extraña sonrisa de dolor, que no era una sonrisa, con los ojos saltones, como si de nuevo viesen con perplejidad, con desaliento, lo que habían visto sobre la mesa del hospital, pensó Quirke, y lo que con toda certeza nunca dejarían de ver, al menos mientras siguiera con vida-. La llevaron a St. Vincent. Parecía otra, no se parecía en nada a la que… Creo que no la habría reconocido de no ser por el cabello. Siempre estuvo muy orgullosa de su cabello -sonrió como si pidiera disculpas, encogiendo sólo un hombro.

Quirke se acordó en esos momentos de una mujer muy gorda que se había arrojado a las aguas del Liffey, de cuya cavidad pulmonar, cuando la abrió por el medio y separó las dos mitades de la caja torácica, salieron a borbotones, con el abotargamiento de los bien alimentados de veras, una nidada de animalillos traslúcidos, de muchas patas, parecidos a las gambas.

Una camarera de uniforme blanco y negro, con cofia de doncella, se acercó a tomar nota de lo que quisiera Quirke. Lo agobiaban los aromas de los almuerzos, de las frituras y las cocciones. Pidió un té. Billy Hunt se había alejado al interior de sí mismo y, ausente, enredaba en los terrones de azúcar del cuenco, haciéndolos sonar.

– Es jodido -dijo Quirke cuando se marchó la camarera-. Quiero decir, identificar el cuerpo. Eso siempre es jodido.

Billy bajó la mirada, y el labio inferior se le puso a temblar. Se lo sujetó con los dientes en un gesto infantil.

– ¿Tienes hijos, Billy? -preguntó Quirke.

Billy, sin levantar la mirada, negó con un gesto.

– No -musitó-, no tengo hijos. Deirdre no estaba por la labor.

– ¿Y a qué te dedicas? Quiero decir… ¿en qué trabajas?

– Viajante de comercio. Productos farmacéuticos. Es un trabajo que me obliga a viajar mucho, por todo el país, también al extranjero, de vez en cuando a Suiza, si toca reunión en la sede central. Supongo que eso era parte de lo malo, que yo estuviera tanto tiempo fuera de casa. Eso, sumado a que ella no quisiera tener hijos -ahí viene, se dijo Quirke: el problema. Pero Billy sólo añadió-: Supongo que se sentía sola. Claro que nunca se quejó de nada -miró a Quirke de repente, como si lo desafiara-. Nunca se quejó de nada. ¡Nunca!

Siguió hablando de ella: cómo era, qué hacía. La expresión obsesiva que tenía en el rostro se tornó más intensa, y miraba de acá para allá con extraña actitud de apremio, como si algo le estorbase o quisiera que se posaran sus ojos en algo que no terminaba de estar en donde lo buscaba. La camarera llevó el té que había pedido Quirke. Se lo tomó bien negro, escaldándose la lengua. Sacó la pitillera.

– Entonces… dime -dijo-¿por qué tenías tanto interés en verme?

Una vez más Billy bajó las pestañas pálidas y miró el azucarero. Una oleada de colores moteados ascendió desde el cuello de su camisa y lentamente le cubrió la cara entera, hasta el nacimiento del cabello, o incluso más arriba. Quirke se dio cuenta de que se había puesto colorado. Asintió sin decir nada e inspiró hondo.

– Quería pedirte un favor.

Quirke se quedó a la espera. El local se iba llenando a gran velocidad. Era la hora de almorzar y el ruido había alcanzado el nivel de un barullo variopinto y atronador. Las camareras circulaban veloces entre las mesas, con las bandejas marrones cargadas de platos: salchichas y puré de patata, pescado con patatas fritas, humeantes tazas de té, vasos de zumo de naranja recién exprimida. Quirke le tendió la pitillera en la palma de la mano y Billy tomó un cigarrillo como si apenas se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Quirke accionó el encendedor, del que manó una llama. Billy se encorvó con el cigarrillo entre los labios, sujetándolo con dedos temblorosos. Luego se recostó en el respaldo como si acabara de quedar exhausto.

– A todas horas sales en los periódicos -le dijo-. Casos en los que intervienes -Quirke, incómodo, cambió de postura-. Aquello de la chica que murió cuando… Y la mujer a la que asesinaron. ¿Cómo se llamaban?

– ¿Quiénes? -preguntó Quirke sin que se le alterase el gesto.

– Aquella mujer de Stoney Batter. El año pasado, o hace dos, ¿no? Dolly… no me acuerdo qué -frunció el ceño, trató de acordarse-. ¿Qué fue de aquella historia? Salió en todos los periódicos, y de un día para otro no se dijo nada más, como si nunca hubiera pasado nada.

– No tardan mucho los periódicos en perder todo interés -dijo Quirke.

A Billy se le acababa de ocurrir algo.

– Joder -dijo en voz queda, apartando la mirada-. Supongo que también darán la noticia de Deirdre.

– Podría hablar con el juez de instrucción, si quieres -dijo Quirke, aunque de un modo que sonó a equívoco.

Pero no eran las noticias de prensa lo que ocupaba los pensamientos de Billy. Se volvió a encorvar, de pronto muy atento, concentrado, y extendió una mano con urgencia, como si estuviera a punto de sujetar a Quirke por la muñeca o por una solapa.

– Lo que no quiero es que la corten -dijo con voz ahogada, ronca.

– ¿Que la corten?

– En la autopsia, o post mórtem, o como se diga. No quiero que se lo hagan.

Quirke aguardó un instante antes de contestar.

– No es más que un formulismo, Billy. Lo exige la ley.

Billy meneaba la cabeza con los ojos cerrados y la boca apretada en una mueca de dolor.

– No quiero que se lo hagan. No quiero que la rajen de arriba abajo, como si fuera una especie, un… eh… Como si fuera una res -se cubrió los ojos con la mano. El cigarrillo, olvidado, se le quemaba entre los dedos de la otra-. Ni siquiera soporto pensar en eso. Bastante terrible ha sido verla esta mañana… -apartó la mano y miró delante de sí como si fuera presa de un estupor invencible, de un asombro superior a sus fuerzas-. Pero pensar en que la pongan sobre una mesa, bajo una lámpara, con el cuchillo… Si tú la hubieras conocido, si supieras cómo era antes de… Y qué vitalidad tenía… -volvió a bajar la mirada y agachó la cabeza como si anduviera en busca de algo en lo que concentrarse, las tripas de una realidad corriente, de las que pudiera hacer corazón-. No lo puedo soportar, Quirke -dijo con ronquera, con una voz que apenas era un susurro-. Te lo juro por Dios, no puedo soportarlo.

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