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Benjamin Black: El otro nombre de Laura

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Benjamin Black El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta. Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Benjamin Black


El otro nombre de Laura

I

Capítulo 1

Quirke no reconoció el nombre. Le pareció conocido, pero no supo ponerle cara. A veces sucedía así. Sin previo aviso alguien ascendía a la superficie desde las profundidades de su pasado alcohólico, y era alguien a quien había olvidado, alguien que se presentaba de improviso para pedirle un préstamo, ofrecerle un soplo infalible sobre tal o cual asunto, o sólo por trabar contacto movido por pura soledad, o por cerciorarse sólo de que seguía con vida, por comprobar que la bebida no había acabado con él. Por lo común se los quitaba de encima murmurando cualquier excusa sobre las presiones que tenía que soportar en el trabajo u otro pretexto parecido. Este debería haber sido fácil de arrinconar, puesto que sólo era un nombre y un número de teléfono que había dejado en la recepción del hospital, y muy oportunamente podría haber perdido el papelito o haberlo tirado a la papelera. No obstante, algo le llamó la atención. Tuvo una impresión de apremio, de inquietud, que no supo explicarse y que le contrarió.

Billy Hunt.

¿Qué fue lo que ese nombre prendió en él? ¿Un recuerdo perdido, o tal vez, de un modo más preocupante, una premonición?

Dejó el papelito en una esquina de la mesa y trató de olvidarlo. En pleno centro del verano, el día era de un calor pegajoso, y en las calles el aire era apenas respirable, cargado como estaba por una fina cortina de humo de tonalidad malva, así que se alegró del fresco y de la tranquilidad que se palpaba en su despacho sin ventanas, en un sótano, en el departamento de Patología. Colgó la chaqueta en el respaldo de la silla y se quitó la corbata sin deshacerse el nudo antes de abrirse dos botones de la camisa y sentarse ante el desordenado, atestado escritorio de metal. Le gustaba el olor familiar que se respiraba allí dentro, una combinación de humo de tabaco rancio, posos de té, papeles, formaldehído y algo más, algo almizclado, carnoso, que era su aportación particular al conjunto.

Encendió el cigarrillo y la mirada se le fue por sí sola al papelito que contenía el recado de Billy Hunt. Tan sólo el nombre y el número que la operadora había anotado a lápiz, junto con las palabras «Llame, por favor». La sensación de imploración y de apremio era más intensa que nunca. Llame, por favor.

Sin que se le ocurriese una razón que lo explicara, se encontró recordando el momento en el pub de McGonagle, medio año antes, borracho como una cuba, cuando en medio del estrépito de los festejos navideños había visto su propio rostro, colorado, bulboso, empañados los ojos, reflejado en el fondo de su vaso de whisky ya vacío, y comprendió con una certeza inexplicable que acababa de tomarse el último trago. Desde entonces había estado sobrio. Fue algo que le asombró tanto como desconcertó a quienes le conocían. A su entender, no fue él quien tomó la decisión: ésta se tomó dentro de sí y por su propio bien. A pesar de su adiestramiento, a pesar de los años transcurridos en la sala de disección, tenía la convicción secreta de que el cuerpo posee una conciencia que le es propia, y que se conoce a sí mismo y conoce sus propias necesidades tan bien o mejor de lo que imagina la mente. El decreto que aquella noche emitieron sus intestinos y su hígado hinchado y los ventrículos de su músculo cardiaco fue terminante e incontestable. Había pasado casi dos años sumido de continuo en el abismo del alcohol, cayendo casi hasta los mismos extremos en que había caído dos décadas antes, cuando murió su mujer, y ahora, de golpe, se había interrumpido la caída.

Mirando de reojo el papelito en la esquina de la mesa, tomó el teléfono y marcó. Sonó el timbre a lo lejos, al otro extremo de la línea.

Después, por pura curiosidad, había vuelto del revés otro vaso de whisky, esta vez uno que no había apurado él, por si de veras fuera posible verse en el fondo del vaso, pero no apareció ningún reflejo.

El timbre de voz de Billy Hunt no le sirvió de ayuda; no lo llegó a reconocer más de lo que había reconocido el nombre. El acento era al tiempo llano y cantarín, con las vocales abiertas y las consonantes amortiguadas. Un hombre del campo. Notó una ligera agitación en su tono de voz, un leve temblor, como si estuviera a punto de echarse a reír, o de echarse a lo que fuera. Algunas palabras las chapurreó, como si pasara deprisa por encima de ellas. Tal vez estuviera achispado.

– Ah, entiendo. No te acuerdas de mí -dijo-. ¿Verdad?

– Pues claro que me acuerdo -mintió Quirke.

– Billy Hunt. Alguna vez me dijiste que el apellido sonaba a germanía rimada [1]. Estudiamos juntos. Yo estaba en primero y tú ya estabas terminando. La verdad es que no contaba con que te acordaras de mí. Salíamos con pandillas distintas. Yo estaba loco por los deportes, el hurling, el fútbol y todo eso, mientras tú salías con los que tenían afición por las artes. Tú andabas siempre con la nariz metida en un libro, o en el Abbey Theatre o en el Gate Theatre cualquier noche de entre semana. Dejé los estudios de Medicina. No tenía estómago para eso.

Quirke dejó pasar un breve silencio.

– ¿Y a qué te dedicas ahora? -preguntó.

Billy Hunt soltó un suspiro sordo, desmadejado.

– Eso da igual -dijo, y pareció más cansado que impaciente-. Lo que cuenta es tu trabajo.

Por fin empezó a formarse un rostro en la denodada memoria de Quirke. Una frente ancha y despejada, una nariz sin lugar a dudas partida, una mata de cabello rojizo y crespo, pecas. El hijo de un tendero de algún sitio del sur, Wicklow, Wexford, Waterford, uno de los condados que empezaban por W. Un tipo tranquilo, aunque propenso a las agarradas ante la menor provocación. De ahí que tuviera el tabique nasal aplastado. Billy Hunt. Sí.

– ¿Mi trabajo? ¿A qué viene eso? -dijo Quirke.

Hubo otra pausa.

– Es la mujer -dijo Billy Hunt. Quirke oyó una bocanada de aire engullida con sequedad, que silbaba en aquellas cavidades nasales aplastadas-. Acaba de poner fin a sus días.


Se encontraron en Bewley's Café, en Grafton Street. Era la hora del almuerzo, y el local estaba lleno. El intenso, espeso olor de los granos de café tostándose en el gran recipiente metálico, nada más entrar por la puerta, a Quirke le produjo un vuelco en el estómago, el principio de una arcada. Era extraño qué cosas le provocaban ahora una arcada. Había dado por hecho que dejar de beber amortiguaría sus percepciones y le reconciliaría con el mundo y sus sabores y aromas, pero había sucedido todo lo contrario, de modo que a veces le parecía ser un manojo andante de terminaciones nerviosas enmarañadas y acosadas por todos los frentes, presa de desquiciantes olores, sabores, tactos. El interior del café le resultó oscuro; llegó la mirada acostumbrada al resplandor de la calle. Una chica que salía se cruzó con él; llevaba un vestido blanco y una pamela de paja, de ala ancha. Le llegó el cálido aroma del perfume que dejaba en su estela. Se imaginó que se volvía sobre los talones y la seguía y la tomaba por el codo y se alejaba con ella bajo el calor del verano. No le agradaba la perspectiva de encontrarse con Billy Hunt y con su esposa muerta.

Lo descubrió en el acto, sentado en una de las mesas próximas al cristal, erguido de un modo antinatural en el banco de terciopelo rojo, con una taza de café con leche que no había tocado aún, sobre el velador de mármol gris. Él no vio a Quirke al principio, y éste se contuvo unos instantes para estudiarlo, observando la cara pálida, apagada, en la que sobresalían las pecas, y la mirada vítrea y desolada, y la mano grande, como un nabo, enredando con la cucharilla del azucarero. Apenas había cambiado nada, lo cual era llamativo, en las más de dos décadas pasadas desde que Quirke lo conoció. Tampoco es que pudiera decir que lo había conocido. En los nada claros recuerdos que guardaba Quirke de él, Billy era una especie de chaval crecido en demasía, a rachas animado, a rachas truculento, a veces las dos cosas a la vez, que se alejaba al campo de deporte con su pantalón corto, de pernera ancha, y una camiseta de jugar al fútbol, a rayas, o un montón de palos de jugar al hurling bajo el brazo, las rodillas nudosas y pálidas, rosadas, y las mejillas adolescentes y encendidas, enrojecidas aún por el afeitado matinal, del que no tenía todavía costumbre. Hablaba siempre a gritos, cómo no, al contar chistes escandalosos a sus compañeros de juegos, tal como llamaba la atención cuando lanzaba una mirada malhumorada, resguardados los ojos por las pestañas incoloras, en dirección a Quirke y a los que, como dijo, tenían afición por las artes. Los años le habían metido en carnes, lucía una calva en la coronilla, como una tonsura, y una papada gruesa y roja que le sobresalía por el cuello de la deformada chaqueta de tweed.

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