Quirke dio un sorbo de té, que ya estaba tibio, y notó acre el sabor del tanino en la lengua escaldada. No supo qué debía decir, ni qué iba a decir. Rara vez tenía contacto directo con los familiares de los muertos, aunque alguna vez éstos lo habían buscado, como era el caso de Billy, para que les hiciera un favor. Alguno quería que se ocupara de devolverles un recuerdo, una alianza matrimonial, o que les facilitase un rizo del difunto; una viuda republicana una vez le pidió que recuperase un fragmento de una bala disparada en plena guerra civil, que su difunto esposo había llevado cerca del corazón durante casi treinta años. Otros tenían peticiones más serias y menos luminosas: que las magulladuras perceptibles en el cuerpo de un niño muerto encontrasen explicación, que la repentina defunción de un padre o una madre de cierta edad, y además enfermos, se aclarase de inmediato, o que un suicidio fuese piadosamente encubierto. Pero nadie le había pedido nunca lo que estaba pidiéndole Billy.
– De acuerdo, Billy-le dijo-. Veré qué se puede hacer.
La mano de Billy en ese momento sí que tocó la suya, un roce levísimo, con las yemas de los dedos, a través de las cuales pareció descargar una corriente de alto voltaje efervescente.
– Tú no me vas a decepcionar, Quirke. Lo sé yo -dijo, y fue más una afirmación neutra que un ruego, aun cuando le temblase la voz :-. Aunque sea por los viejos tiempos. Aunque sea… -bajó la voz y aún dijo algo, a medias un sollozo, a medias una risa-. Aunque sea por Deirdre.
Quirke se puso en pie. Pescó media corona del fondo del bolsillo y dejó la moneda en la mesa, junto al plato de su taza. Billy volvía a mirar en derredor con inquietud, como haría un hombre que se palpase los bolsillos en busca de algo que no acertaba a encontrar. Había sacado un encendedor Zippo y abría y cerraba la tapa sin descanso, con inquietud. En la calva, entre las hebras de pelo escaso y claro, se le veían relucientes gotas de sudor.
– Por cierto, no se llama así -dijo. Quirke no lo entendió-. Quiero decir que sí, que ése es su nombre, sólo que se hacía llamar de otro modo. Laura, Laura Swan. Era su nombre de profesional. Tenía un salón de belleza, el Silver Swan. De ahí su nombre, Laura Swan.
Quirke aguardó, pero Billy no quiso añadir nada más. Se dio la vuelta y se marchó.
Por la tarde, de acuerdo con las instrucciones de Quirke, trasladaron el cuerpo desde St. Vincent hasta el céntrico Hospital de la Sagrada Familia, donde estaba esperando Quirke su llegada. Una serie de medidas de ahorro recientemente impuestas en la Sagrada Familia, objeto de acaloradas discusiones -aunque toda protesta fuese en vano-, había dejado a Quirke con un solo ayudante, por más que antes tuviese dos. A él le tocó elegir entre Wilkins, el protestante ejemplar, y Sinclair, el judío. Había preferido a Sinclair sin que mediara una razón clara, ya que los dos jóvenes tenían idéntica destreza o, en algunos aspectos, idéntica falta de destreza. Pero Sinclair le caía bien, le agradaba su independencia, su taimado sentido del humor, su tenue hosquedad en el trato; cuando Quirke le preguntó de dónde era oriunda su familia, Sinclair lo miró a los ojos sin cambiar de expresión y contestó a quemarropa: «De Cork». No le dio las gracias porque Quirke lo eligiera a él, y Quirke también lo admiró por eso.
Se preguntó hasta dónde era oportuno abusar de la confianza de Sinclair en el asunto de Deirdre Hunt, en la petición de su marido para que su cadáver quedara intacto. Sinclair, sin embargo, no era un hombre que causara complicaciones sin necesidad. Cuando Quirke le dijo que él haría la autopsia por su cuenta, solo •-bastaría con un examen visual-, y que Sinclair podía aprovechar el rato para irse a la cafetería del hospital, a tomarse un té y fumarse un cigarrillo, el joven no vaciló durante más de un segundo, tras el cual se quitó la bata verde y las botas de goma y se largó del depósito de cadáveres con las manos en los bolsillos, silbando con suavidad. Quirke le dio la espalda y levantó el cobertor de plástico.
Deirdre Hunt, o Laura Swan, o como se llamase, debía de haber sido, le pareció, una joven de muy buen ver, tal vez incluso hermosa. Era, o había sido, bastante más joven que Billy Hunt. El cuerpo no había estado sumergido en el agua tiempo suficiente para sufrir un deterioro serio; era, o había sido, de escasa estatura y bien modulada. Era el suyo un cuerpo fuerte, de músculos robustos, aunque de curvas delicadas y de planos bien tallados en los flancos y en las corvas. No tenía el rostro una osamenta tan fina como habría sido de suponer -su apellido de soltera, como vio Quirke en la documentación, era Ward, lo cual le hizo pensar en que tenía sangre de buhonero, o de gitano-, aunque sí tenía la frente despejada, amplia, y la melena de cabello cobrizo que le caía hacia atrás debía de ser magnífica cuando estuvo viva. Se la imaginó desparramada sobre las rocas húmedas de la orilla, una larga guedeja de esa melena enroscada al cuello como una fronda espesa de algas relucientes. Se preguntó qué podía haber empujado a aquella mujer hermosa, sana, joven, a arrojarse en una noche de verano, en la playa de Sandycove, a las negras aguas de la bahía de Dublín, sin más testigos de su acto que las estrellas relucientes y la mole ceñuda de la torre Martello allá arriba. Sus prendas de vestir, según le había dicho Billy Hunt, quedaron ordenadas en un montón junto a la pared del muelle. Ese era el único rastro que dejó de su desaparición, además de su coche, que Quirke tuvo la certeza de que era otro objeto del que estaba orgullosa, y que sin embargo dejó bien aparcado a la sombra de un lilo, en Sandycove Avenue. Su coche y su cabello: fuentes gemelas de vanidad. ¿Qué era lo que había hundido aquella vanidad?
Vio entonces la minúscula huella de un pinchazo en la cara interna del brazo, blanca como la leche.
De pequeña la llamaban Zanahoria, cómo no. Nunca le importó; en el fondo, sabía que todos tenían celos de ella, salvo los que eran tan tontos que ni siquiera podrían tener celos, y por esa razón ni siquiera se tomaba la molestia de pensar en ellos. Su cabello no era rojo de verdad, no era de ese rojo herrumbre, como el de las otras chicas del colegio -sobre todo aquellas cuyos padres eran oriundos del campo, no genuinos dublineses, como eran los suyos-, sino que tenía un tono más intenso, más brillante, entre rojizo y dorado, como un millón de hebras finas de un metal blando, flexible, en el que se reflejaba la luz procedente de todos los ángulos, de modo que tenía ese relumbre incluso en penumbra. No se le alcanzaba a ella saber de dónde venía ese cabello, que desde luego no había heredado por vía directa de sus padres, y tampoco dio ninguna importancia a lo que un día dijo su tía Irene sobre su «cabello de gitana», antes de soltar aquella risa tan desagradable que tenía. Su madre, desde el principio, nunca permitió que se cortara el pelo, por más que dijera que salía a la familia de su padre, a los Ward, de cabellos rubios y de ojos azules, y su madre nunca había tenido ni tiempo ni ganas de aguantar a «esa gentuza», que así era como los llamaba cuando su padre no estaba a tiro y no podía oírla. Sus hermanos, por divertirse, le tiraban del pelo, agarrándola como si el cabello le formase unas cuerdas gruesas que se enrollaban en las manos antes de tirar con fuerza para obligarla a chillar. Esto era sin embargo preferible al modo en que su padre se lo alisaba con la mano cuan largo era, apretándoselo con los dedos y acariciándole los huesos de la espalda. Su color preferido era el verde esmeralda, a sabiendas, ya de niña, de que era el tono que mejor sentaba a su coloración natural, y que le daba más realce. Un cabello rojo como el suyo y unos brillantes ojos azules, o más bien de un violeta azulado, era algo insólito, desde luego, incluso entre los Ward. Todo el mundo la envidiaba también por su cutis: tenía una piel traslúcida como esa piedra, alabastro creía que se llamaba, tanto que se tenía la impresión de que se le alcanzaban a ver sus lechosas profundidades.
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