Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Tan aturullada estuvo en esos momentos que después no supo recordar con exactitud cómo se había detenido él para charlar con ella. Soplaba un viento frío, recordó, a rachas largas, que parecían venir del cielo, y que alborotaban las hojas caídas de los sicómoros revolviéndolas por la acera, como si fuesen unas manos grandes y marchitas. A él no pareció que le afectase el frío, ni siquiera con su fino caftán, ni siquiera yendo poco menos que descalzo. Un viejo de cara amoratada que pasó en un coche redujo la marcha y los miró con los ojos fuera de las órbitas, la pálida joven y el hombre de piel oscura, juntos los dos, de pie, ella sonriendo como una loca de atar, él tan tranquilo como si se conocieran desde siempre.

Sí, unos cuarenta, pensó; debe de tener cuarenta, día arriba o día abajo, la misma edad de Billy, tal vez un poquito mayor. ¿Y qué más daba qué edad tuviera?

Él le había preguntado su nombre.

– Deirdre -dijo ella con una voz apenas más alta que un suspiro, y lo repitió intentando que fueran las dos primeras sílabas de una canción, de un himno incluso. Deirdre.

Capítulo 3

Quirke había perdido bastantes años antes la escasa fe que alguna vez llegó a tener en las devociones que habían intentado inculcarle a toda costa los frailes del internado, oficialmente llamado Escuela Industrial de Carricklea, en donde había soportado los duros años de su más tierna infancia. Sin embargo, bien entrado en la edad madura, aún tenía sus dioses lares, sus tótems indestructibles, uno de los cuales era el gigantesco remanente del hombre al que durante la mayor parte de su vida había considerado la bondad en persona, y había tenido por un ser humano grande de verdad. Garret Griffin, o el Juez, puesto que así lo llamaba todo el mundo, si bien había pasado ya algún tiempo desde que aún estuvo en posición de emitir juicio sobre cualquier cosa, había sido el año anterior, a los setenta y tres años de edad, abatido por un derrame cerebral que lo dejó paralizado del todo, con la excepción de los músculos de la boca y de los ojos, y los tendones del cuello. Se encontraba confinado, mudo, aunque sentiente todavía, en una amplia habitación de blancas paredes, en la tercera planta del Convento de la Presentación de St. Louis, en Rathfarnham, uno de los barrios más alejados del centro de la ciudad, en la que dos ventanas, una en cada una de las paredes que formaban un rincón, se asomaban a dos aspectos en contraste de los montes de Dublín, uno rocoso y yermo, el otro verdeciente y abundante de tojos y aulagas. Hacia esos montes de pendientes suaves volvía el anciano los ojos de continuo, con una expresión de desesperación, de pesadumbre y de rabia. Quirke se maravilló ante lo mucho que del hombre, lo mucho que en él quedaba del ser vivo, se concentraba alojándose ahora en sus ojos; era como si todo el poder de su personalidad se hubiera agolpado en esos últimos puntos gemelos en los que lucía un fuego fiero y sin esperanza.

Quirke visitaba al viejo los lunes y los jueves; Phoebe, la hija de Quirke, iba los martes y los viernes; los domingos le tocaba la visita al hijo del Juez, a Malachy. Los miércoles y los sábados el Juez contemplaba en completa soledad los efectos de sombra y luz que a lo largo del día se dibujaban en los montes, y resistía sin palabras y con resentimiento, con un resentimiento enfurecido, caso de dar crédito a la expresión de sus ojos, las atenciones de la monja octogenaria, sor Agatha, asignada a su cuidado. En su vida anterior, en su vida en el mundo, había hecho muchos favores a las monjas de la Presentación, favores a los que no dio ninguna publicidad, y fueron ellas las primeras que se ofrecieron a darle acogida cuando sobrevino la catástrofe. Se dio por supuesto que tras un derrame de efectos tan devastadores no viviría más de una semana, dos a lo sumo, pero las semanas fueron pasando, y luego los meses, y su voluntad de resistir no dio muestras de mermar. Había un colegio para niñas en las primeras dos plantas del edificio, y a determinadas horas del día -a media mañana, a la hora de comer y a las cuatro, cuando terminaban las clases-, las voces chillonas de las alumnas llegaban en una mezcla variopinta y resonante a la tercera planta. Con ese sonido, una mirada tensa y concentrada asomaba a los ojos del Juez, una mirada difícil de interpretar: ¿era indignación, nostalgia, pesaroso recuerdo? ¿Era tan sólo asombro? Es posible que el anciano no supiera en dónde se encontraba, ni tampoco qué llegaba a sus oídos; es posible que su mente -y aquellos ojos poca duda dejaban de que había una mente en funcionamiento tras ellos- se hallara atrapada en un estado de desconcierto continuo, de duda sin posible solución. Quirke no sabía qué pensar a este respecto. Una parte de él, la parte decepcionada, amargada, deseaba que el anciano sufriese, mientras otra parte, la parte en la que seguía siendo el niño que fue, deseaba que el derrame hubiera acabado con su vida en el acto y le hubiera ahorrado esas humillaciones últimas.

Quirke dedicaba estas visitas a leerle en voz alta al viejo algunas noticias sueltas del Irish Independent. Ese día era lunes, un lunes de mitad de verano, y apenas había nada de interés en las páginas del diario. Ochenta sacerdotes se habían ordenado en sendas ceremonias celebradas en Maynooth y en Todos los Santos: más clérigos, pensó Quirke, que es justo lo que necesitamos. Había una fotografía del señor Tom Bent, gerente del Garaje Talbot, en Wexford, en el acto de entregar las llaves de un nuevo camión de bomberos al alcalde de la localidad. Habían empezado las rebajas de verano en Macy's, en George's Street. Pasó a la sección de internacional. El viejo y adormilado Ike azuzaba a los rusos, para variar. «El pueblo alemán no puede esperar eternamente a que se le otorgue su soberanía», según el canciller Adenauer, en un discurso en las elecciones del estado de Renania del Norte-Westfalia, que había pronunciado en Dusseldorf la noche anterior. Los ojos de Quirke captaron entonces un párrafo de la primera plana, bajo el titular «Hallado cuerpo de muchacha».

El cuerpo de Mary Ellen Quigley, de dieciséis años, trabajadora de una fábrica de camisas, que faltaba de su casa de Derry desde el 17 de junio, fue localizado ayer en el río Foyle gracias a un pescador que había ido a recoger sus redes. Hoy tendrá lugar la investigación judicial pertinente.

Dejó el periódico a un lado. Necesitaba un cigarro. Sor Agatha le había advertido que no estaba permitido fumar en la habitación del enfermo. Para Quirke se trataba de un incordio adicional, aunque por otra parte le proporcionaba la excusa perfecta para escapar al menos dos veces por hora al pasillo con suelo de linóleo, por el que paseaba mientras fumaba en tensión, oyendo el eco de sus pasos, como el padre que espera el desenlace del parto en una comedia.

¿Por qué insistía en sus visitas? A buen seguro, nadie podría echarle en cara que se abstuviera de ir a verlo, que dejara al moribundo entregado a su colérica soledad. El Juez había sido un gran pecador, un pecador secreto, y fue Quirke quien expuso sus pecados. Murió una joven, fue asesinada otra mujer, y ambos sucesos fueron culpa del anciano. Lo que a Quirke más impresionó fue el manto de silencio que se tendió sobre el asunto, un manto con el que se encontró completamente solo en su indignación, expuesto, improbable, ignorado, como un chiflado que se desgañita en plena calle. Así las cosas, ¿por qué persistía en acudir con diligencia todas las semanas a esa habitación desolada, a la vista de las montañas yermas? Tenía sus propios pecados y debía dar cuenta de ellos, tal como podría atestiguar su hija, la hija a la que durante tanto tiempo no reconoció. Ir allí dos veces por semana y leer en voz alta las noticias de los tribunales y las esquelas en beneficio de aquel moribundo era un pequeño gesto de expiación.

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