– Las dos cosas. Ese perro fue un error.
– ¿Brandy? Pues yo creí que le había tomado cariño al chucho… Al menos, eso dijo.
– No creo yo que tu… -se calló a tiempo: había estado a punto de decir «tu padre» llevado por la fuerza de la costumbre-. No creo yo que Mal sea un tipo al que le gusten los perros.
Sirvió un dedo de vino en la copa de ella y en la suya. La botella tenía que durar todo el almuerzo, ésa era la regla.
– Tendría que volver a casarse -dijo Phoebe.
Quirke la miró veloz. A Quirke le parecía que Mal había alcanzado la condición que más natural era en él, como si de hecho hubiera nacido para ser viudo.
– ¿Y tú? -dijo Quirke.
– ¿Y yo… qué?
– ¿Alguna perspectiva romántica en el horizonte?
Lo miró con una ceja enarcada, sin sonreír, frunciendo los labios pálidos.
– ¿Se supone que es un chiste?
Palideció ante su dureza de acero. Era a fin de cuentas hija de Delia, y con cada día que pasaba iba pareciéndose más a su madre. Delia había sido la mujer más endurecida que él nunca conociera; Delia había sido una mujer de acero puro, sin aleación, en todo momento. Era lo que más le gustaba de ella, de aquella mujer exquisita, atormentada y atormentadora.
– No -repuso-, no es un chiste.
– Yo estoy casada con mi trabajo -afirmó Phoebe con burlona solemnidad-.;No te has dado cuenta?
Había tomado un empleo en una sombrerería de Grafton Street en la que dilapidaba su talento, pero Quirke no protestó, a sabiendas de que ella se limitaría a apretar la mandíbula, esa mandíbula recta y encantadora, que era otra cosa que había heredado de Delia, fingiendo no haberle oído.
Depositó el cuchillo y el tenedor en paralelo sobre el plato -apenas había tocado la carne- y sacó una pitillera fina, de oro, y un encendedor cilíndrico, también de oro, apenas más grueso que un bolígrafo, que Quirke no había visto antes en sus manos. Sintió un aguijonazo. Eso ha debido de comprárselo ella, pues ¿quién, si no, se lo habrá comprado? Se la imaginó en una tienda, examinando las vitrinas acristaladas, la dependienta que la miraba con una mezcla de simpatía y rencor, una muchacha de compras, pero haciéndose regalos a sí misma. Le miró las muñecas, los pómulos marcados, el hueco en la base del cuello: toda ella parecía intencionalmente adelgazada, como si estuviera resuelta a refinarse sin cesar, hasta que al final no quedara de ella más que un perfil fino como un cabello, unos cuantos trazos de negro y plata.
– Hoy he tenido una curiosa experiencia -le dijo-. Bueno, curiosa no; de curiosa no tiene nada, la verdad. Extraña, eso sí. No puedo dejar de pensar en ello -frunció el ceño mientras escogía un cigarro de la pitillera; Nube de Paso, según vio Quirke, seguía siendo su marca de tabaco. No dejó de estudiarla aprovechando que ella no se daba cuenta. Cuanto más la veía, más se la imaginaba ya vieja, sentada en alguna deslucida habitación de un hotel como el hotel en que estaban, con su vestido negro, con una pose de hastío que sentiría en lo más vivo, desecada, incurablemente solitaria. Prendió el cigarrillo y exhaló el humo antes de apoyar los codos sobre la mesa, dando vueltas al encendedor entre los dedos-. Llamé a una persona desde un teléfono, a la vuelta de la esquina de la sombrerería. Es una persona a la que había encargado que me trajera una cosa de Estados Unidos. Agua de rosas de Kiehl, que aquí no se encuentra. No estaba en el teléfono que me dio, así que la llamé a su casa; ella misma me había dado el teléfono de su domicilio, y me había dicho que la llamase en cualquier momento, siempre que necesitara algo. Yo estaba esperando a que me avisara de que había vuelto con lo que le pedí, y estaba extrañada de que no dijera nada, así que me empecé a preguntar si le habría ocurrido algo. Contestó su marido; bueno, al menos supongo que era su marido. Tenía una voz muy rara. Me dijo que no estaba disponible. Lo dijo con esas mismas palabras, así: «No está disponible». Y colgó. Pensé que tal vez estuviera borracho, o algo parecido. Reconozco que me sentí intrigada, así que llamé a su socio, al hombre que lleva con ella el negocio que tienen a medias. Tampoco lo encontré en casa, pero se puso su mujer. Le expliqué que había intentado ponerme en contacto con esta persona, y que había hablado con su marido, o con quienquiera que fuese, y le dije que me había dicho de una forma muy llamativa, o a mí me lo pareció, que no estaba disponible. Con eso, la mujer soltó una carcajada. No fue una risa de contento, sino más bien una risa de enojo, molesta, desdeñosa, y dijo: «Vaya, debe de ser la primera vez en muchísimo tiempo que esa perra no está disponible». Por la manera en que dijo «disponible» comprendí a qué se estaba refiriendo. Me llevé un buen sobresalto, te lo aseguro. «Disculpe», le dije, «es evidente que he llamado en mal momento». Y ya iba a colgar, pero se ve que esta mujer estaba a la espera de que alguien la llamase para despacharse a gusto a propósito de «esa rata indecente», que fue como llamó a su marido. Y se puso a contarme cosas de lo más asombroso. Creo que estaba un tanto histérica. Bueno, bastante más que un tanto, la verdad. Dijo que había encontrado un montón de fotografías guarras que estaban escondidas. No sé a qué se refirió exactamente. Y un montón de cartas que esa mujer había escrito a su marido, cartas que por lo visto también eran bastante guarras. Saltaba a la vista, me dijo, que los dos se habían liado, que habían tenido una aventura delante de sus narices, el rata de su marido y aquella mujer. Estuvo hablando durante una eternidad. Parte del tiempo creo que estuvo llorando también, pero más que nada de rabia. Sí, como una histérica, sin lugar a dudas. ¿Quién no iba a estarlo, digo yo, después de hacer semejante descubrimiento?
Mientras hablaba, Quirke había sentido que algo se estiraba en él, que algo iba ganando fuerza, como la cuerda de un arco que se tensara lentamente, con un temblor y un zumbido propios. Phoebe seguía dando vueltas al encendedor entre los dedos.
– Esa mujer -preguntó-, ¿cómo se llama?
Ella lo miró.
– ¿Cuál?
– La que no estaba disponible.
Supo qué iba a decir antes de que lo dijera.
– Deirdre no sé cuántos, aunque su nombre profesional es Laura Swan. ¿Por qué me lo preguntas?
Salieron del hotel y cruzaron la calle hacia el Green, donde pasearon por la verja del perímetro en dirección a Grafton Street. Se adensaba el atardecer en el aire, pero el cielo en lo alto seguía claro, una cúpula de azul blanquecino, en la que una sola estrella brillaba pálida y baja sobre los tejados.
– ¿Qué sueles hacer a estas horas -preguntó Phoebe- ahora que ya no sales a matarte a copas?
No le respondió. Y, sin embargo, ¿qué era lo que hacía con su tiempo? Temía haberse convertido en un sonámbulo, en uno de esos solitarios que con la caída de la noche recorrían las calles de la ciudad pegados a las paredes, o se plantaban a la entrada de las tiendas, o se pasaban las horas sentados en el coche con el motor en marcha, tipos desdibujados, sin rostro, entrevistos sólo con el destello de una cerilla o a la luz del salpicadero, lamiéndose las heridas o cuidando sus oscuras penas.
– Eres tú el que debería ir en busca de un romance -dijo Phoebe.
Fueron al Shelbourne, donde antiguamente habían pasado tantos ratos juntos, y se sentaron en el salón a tomar café. Cuando era poco más que una niña, él la llevaba allí mismo por la tarde, a tomar un té con canapés y éclairs de chocolate y madalenas rellenas de mermelada. Parecía que hubiera pasado una eternidad. Y es que había pasado una eternidad. Esa noche, el salón estaba desierto, con la excepción de un trío de políticos, los tres con traje azul, que trabajaban en los Ministerios, a la vuelta de la esquina, y que conspiraban juntos en un rincón, cerca de la chimenea vacía. Con la caída de la noche, la luz en aquel salón enorme siempre resultaba extraña, más una penumbra granulosa que una luminosidad, que descendía ingrávida de las dos arañas enormes, de cristal, sobrecogedoramente inmóviles. Quirke, por su parte, estaba preguntándose qué hacía Phoebe a esas horas. Vivía sola en un piso de tres habitaciones, en Harcourt Street. No tenía novio, de esto estaba seguro, pero ¿tendría amistades, personas a las que veía con frecuencia? ¿Alguien la invitaba a salir, o pasaba por su casa a visitarla? No soltaba prenda sobre su vida privada.
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