Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Se pusieron a charlar, y antes de darse cuenta de lo que hacía le contó toda clase de cosas sobre su persona, cosas que nunca habría contado a nadie más. Primero le habló de su familia y de su vida en los Bloques, o al menos le dio una versión edulcorada, poniendo cuidado en no decir cómo se llamaban los Bloques ni en dónde estaban exactamente, no fuera que él conociera las viviendas de protección y estuviera al tanto de la terrible reputación que tenían, de los chistes de que eran objeto entre quienes no habían tenido que vivir allí, y se las ingenió para hacerlos pasar por unas viviendas anticuadas, bastante grandiosas, como lo eran las de Mespil Road, por delante de las cuales pasaba ella a menudo cuando iba a dar un paseo durante el fin de semana. También le habló de la bicicleta que le habían robado cuando era una niña, y de cómo le partió un diente a Tommy Goggin, cosa que desde luego no era del estilo de las que con toda seguridad sucedían en Mespil Road. Iba a contarle incluso lo que le hacía su padre cuando era poco más que una niña, lo que le había obligado él a prometer que sería «nuestro pequeño secreto», pero se calló a tiempo, asombrada de su labia incontrolada. ¿Cómo era capaz de hablar así con un perfecto desconocido? Al pensar en su padre y en todo aquello tuvo una sensación de flaqueza en la boca del estómago, y pese al perfume especiado y a la fragancia del té tuvo la certeza de percibir por un instante y con toda claridad el olor exacto que tenía su padre, un olor a carbonilla y a tabaco y a sudor, y tuvo que contenerse para no temblar debido al estremecimiento que le produjo. De todos modos, se preguntó mientras sorbía aquel té entre amargo y dulce, ¿qué estaba haciendo ella allí, sentada sobre una manta roja, en la habitación de un desconocido, una tarde otoñal como cualquier otra? Sólo que la tarde no era como cualquier otra, de eso también estuvo segura. Supo, de hecho, que iba a recordarla para siempre y a considerarla uno de los días más portentosos de su vida, más portentoso incluso que el día en que se casó.

Calló entonces de pronto por pensar que ya había hablado demasiado de sí misma, al menos por el momento, y aguardó a ver qué le revelaba él sobre su persona y su vida a cambio de sus confidencias. Pero le contó poca cosa, o más bien poco en lo que pudiera ella situarse de verdad, y además le sonó todo extraño. Había nacido en Austria, le dijo, y era hijo de un psicoanalista austríaco y de la hija de un maharajá, enviada desde la India para ser discípula del psicoanalista del cual se enamoró. Mientras le escuchaba, notó a su pesar el mínimo escrúpulo de una duda; aunque él hablaba como si tal cosa, sin que al parecer le importase ni mucho ni poco que ella diera en creerle o no, en su tono de voz algo había que no le sonó del todo… en fin, del todo natural. También lo sorprendió mirándola con lo que parecía un relumbre especulativo en sus ojos entre castaños y negros, y se preguntó si no estaría sondeando su credulidad o si, en efecto, no estaría riéndose de ella. Pero no pudo creer que le mintiera, y tampoco le importó que le estuviera tomando el pelo, lo cual fue extraño, porque si había una sola cosa que por lo común no toleraba era que alguien se burlara de ella. Más adelante tendría ocasión de comprobar que ésa era su manera de ser con todo el mundo, en todas las cosas, y que para él no había nada que no tuviera su lado jocoso, y le enseñó, o al menos trató de enseñarle -a ella nunca se le había dado nada bien captar las bromas al vuelo- que la solemnidad era lo mismo que la tristeza, y que Dios sólo quería que fuésemos felices.

Le explicó que él era sufí. Ella no sabía qué era eso, ni siquiera sabía escribirlo. Supuso en un primer momento que era el nombre de una tribu, o quizá, ¿cómo se decía?, el nombre de la casta a la que pertenecía él, o que al menos era resultado de que su madre en efecto procediera de la India. Pero no: se trataba por lo visto de una religión, o de una especie de religión. Él le explicó que el nombre era en sí una versión de una palabra árabe, saaf, que quiere decir puro. El sufismo se basaba en las enseñanzas secretas del profeta Mahoma -al pronunciar el nombre inclinó la cabeza y musitó algo, una oración, pensó ella, en una lengua gutural que a sus oídos sonó como si hiciese gárgaras-, que había vivido casi mil cuatrocientos años antes, y que era un maestro tan grande como Jesucristo. El profeta había sido enviado por Dios en muestra de «misericordia al mundo entero», le explicó, y siempre habló con la gente de un modo que todos pudieran entender. Como la mayoría de la gente es simple, dio a sus enseñanzas un estilo simple y empleó palabras sencillas, pero también tenía otras doctrinas que comunicar, doctrinas místicas, difíciles, destinadas única y exclusivamente a los más sabios, a los iniciados. Sobre esas enseñanzas habían fundado los sufíes su religión. Los sufíes habían tenido sus comienzos en Bagdad -ella había visto esa película, El ladrón de Bagdad, aunque pensó que era mejor no decirlo-, y sus enseñanzas se habían extendido por todo el mundo. Hoy en día -dijo-, hay sufíes por todas partes, en todos los países del mundo.

Estuvo hablando mucho tiempo, con sosiego y con gravedad, sin mirarla, con la vista perdida al frente, como si estuviera en un ensueño, y por su modo de hablar -de salmodiar, más bien- podría haber estado pensando en voz alta, o bien repitiendo algo que hubiera dicho muchísimas veces, en muchísimos otros lugares. Le recordó a un cura que pronunciase un sermón, sólo que no se parecía en nada a un cura, o al menos a los curas a los que ella estaba acostumbrada, con la sotana negra y maloliente, mal afeitados y unos ojos espantados, resentidos. El Doctor, lisa y llanamente, era bello. Ésta era una palabra que a ella nunca se le hubiera ocurrido aplicar a un hombre, o no hasta ese momento. Le contó muchísimas cosas y dijo tantísimos nombres -Alí no sé cuántos Talib, El-Ghazali, Ornar Jayam, del cual al menos había oído hablar, y otros que tenían verdadera gracia, como Al Biruni, Rumi, Saadi de Shiraz- que pronto la cabeza le daba vueltas. Le enseñó que los sufíes creen que todas las personas han de aspirar a purificarse, a despojarse de todos los bajos instintos del ser humano, para aproximarse a Dios por medio de etapas sucesivas, los maqaam, y estados de ánimo, los haal. Pronunció estas y otras palabras exóticas con toda claridad y con gran cuidado, como si quisiera que ella las retuviese, aunque casi todas las olvidó en el acto. No obstante, hubo dos palabras que supo que iba a recordar, que fueron shayk, el sabio, y murid, el discípulo, el aprendiz que se pone bajo la guía y al cuidado del shayk. Y mientras escuchaba su perorata sobre el amor que ha de existir entre ambos, entre el maestro y su discípulo, el sentimiento que tuvo nada más entrar en la estancia resplandeció con más fuerza que nunca. Era una especie de… no supo muy bien cómo describirlo para sí, pero era una especie de apacible excitación, si tal cosa era posible; excitación y calor y un sentimiento de anhelo transido de felicidad. Sí, anhelo, pero ¿anhelo de qué?

Sólo bastante más tarde comprendió a carta cabal qué extraordinaria había sido la hora que pasó con él; qué extraordinario, esto es, que hubiera ido allí, y que hubiera pasado todo aquel rato sentada, atenta, escuchándole. Siempre había sido impulsiva -se lo decía todo el mundo, incluida la tía Irene, aunque en su boca sonaba a que fuese un defecto tremendo-, pero aquello había sido algo bien diferente. Se había sentido atraída al Doctor por pura necesidad. No sabría decir qué necesidad era ésa, ni cómo había intuido que fuese él quien pudiera saciarla. Sólo tuvo conciencia, cuando él la acompañó a la calle y de nuevo caminaba por Adelaide Road hacia la parada del autobús, con la tarde ya oscurecida y ventosa -tenía que haber pasado más de una hora con él si ya se había hecho tan tarde-, de haber sido de alguna manera apartada de todo cuanto la rodeaba. Se sintió como aquellas personas del anuncio de Horlicks, o tal vez fuera de Bovril, que aparecen caminando bajo la constante lluvia del invierno, si bien sonríen con buen ánimo, cada una de ellas envuelta por un aura protectora de luz y de calor.

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