Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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El otro nombre de Laura: краткое содержание, описание и аннотация

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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No se fiaba de nadie.

A su pesar volvió a descubrir que estaba pensando en Deirdre Hunt, o en Laura Swan, y en la manera en que había muerto. Le había parecido una mujer agradable de trato, aunque lo fuera de un modo un tanto quebradizo. Tal vez fuese esa cualidad la que había despertado en Phoebe la simpatía y el interés por ella. Pero llegada a ese punto se detuvo: ¿simpatía? ¿Por qué simpatía? Laura Swan, o Deirdre Hunt, nunca le había dado ninguna razón para que pensara que estaba necesitada ni de su simpatía ni de la de nadie. Pero sí debía de haber estado necesitada de algo, sumamente necesitada, necesitada sin remedio, para haber terminado como terminó. No acertó a imaginar qué pudo haberla llevado a hacer tal cosa, ya que ni siquiera en sus momentos de más zozobra había calibrado Phoebe la posibilidad del suicidio. No es que no pensara que sería buena cosa, a grandes rasgos, dejar de estar en este mundo, pero es que largarse de este mundo de esa forma sería sencillamente absurdo.

Suicidio. La palabra resonaba en su interior, en esos momentos, con el ruido de un martillo que repicara sobre un trozo de acero sin forma y sin brillo. Tal vez la fascinación que revestía, para ella, fuera meramente que nunca había conocido en persona a nadie, nunca había tenido conocimiento carnal de nadie -y a Laura Swan la había conocido si acaso en su apariencia más externa- que se hubiera hecho aire de manera tan absoluta, que se hubiera convertido en algo no carnal, por así decir, a raíz de un repentino e impulsivo salto a las tinieblas. Phoebe creyó saber cómo se habría sentido esa otra mujer al rasgar como un cuchillo la negra y reluciente superficie del agua, el deslizarse de las luces y el precipitarse hacia lo más profundo, más y más abajo, adentrándose en el frío y en el ahogo y en el olvido. La nadadora habría sentido de manera acuciante la impaciencia, seguro, impaciencia y deseo de que todo terminase, de que ella misma terminase; asimismo, una extraña clase de alborozo, un alborozo desolado, y una satisfacción, la satisfacción de haber sido, de una manera paradójica, vengada. Y es que Phoebe era incapaz de concebir que una mujer joven se dirigiera por su propio pie a la muerte, a no ser que alguien la hubiera empujado, a sabiendas o sin saberlo, y no concebía que esa persona ahora no sufriese con toda seguridad los crueles aguijonazos del remordimiento. Con certeza.

Eran las cinco y media y la tarde de verano se iba tornando rojiza. Aunque su orgullo no le hubiera permitido reconocerlo, y menos ante sí misma, ése era, para Phoebe, el momento más desolador del día, tanto más desolador por la sensación de que algo se avivaba en derredor, en las otras tiendas, por la calle, donde una multitud de dependientas ya salían y echaban las persianas y apagaban los rótulos de las puertas cristaleras, pasando el cartel de «Abierto» a «Cerrado». La señora Cuffe-Wilkes, la propietaria de la Maison des Chapeaux, salió muy ajetreada de la trastienda, envuelta en una nube de algún modo palpitante de perfume aromatizado al melocotón, su perfume de siempre, batiendo las pestañas como mariposas de alas pegajosas y emitiendo unos sonidos inaudibles, un constante mmm mmm para el cuello de su blusa. Tenía previsto ir a una inauguración en una galería, en donde un joven de un talento excepcional iba a mostrar sus últimos dibujos, y antes quería pasar por el Hotel Hibernian a tomar una copa; después iría a cenar a Jammet con Eddie y Christine Longford entre otros. La señora Cuffe-Wilkes era una figura de renombre en sociedad, y sólo los mejores llevaban los sombreros que ella vendía en su tienda. A Phoebe le resultaba entretenida, valiente a su manera, no del todo ridícula, o no sin remedio.

– Querida, ¿no piensas cerrar? -dijo la señora Cuffe-Wilkes. Llevaba un vestido que era una construcción de gasa a base de chifón amarillo limón, y encima de la oreja izquierda se había afianzado peligrosamente una de sus propias creaciones, un minúsculo sombrerito, un casquete en blanco y oro, con un filamento de alambre que •alia de él, rematado con una llama de seda en forma de orquídea, atravesado de largo por un pasador con cabezal de perla-. Ese joven que te espera se estará impacientando.

Una de las imaginaciones recurrentes de la señora Cuffe-Wilkes consistía en insistir en que Phoebe de seguro tenía un joven pretendiente cuya identidad se negaba a revelar, y cuya propia existencia negaba por culpa de una timidez invencible.

– Estaba esperando a que saliera usted antes de echar el cierre -dijo Phoebe.

– Bueno, pues yo me marcho, así que eres libre para poner fin a las penas del joven.

Sonrió con coquetería; con esa sonrisa se quitó treinta años de encima. Y se marchó contoneándose por Grafton Street.

Phoebe se quedó un rato en la tienda, de repente desierta.

Recogió unos adornos que había mostrado antes a una mujer entrada en años, indecisa, que saltaba a la vista que no tenía ninguna intención de comprar nada, y que había entrado sólo para pasar una pequeña parte de otro día más, otro día largo y solitario. Phoebe siempre era paciente con esa clase de dientas que no eran tales, las que siempre iban tarde, como las llamaba con sarcasmo la señora Cuffe-Wilkes, las entradas en años, las solitarias, las chifladas, las que habían perdido a los seres queridos. Se quedó un largo rato mirando distraída las sombras sesgadas en la calle. Había ocasiones, y ésta era una de ellas, en que era como si ella misma se hubiera perdido, como si hubiera colocado en el sitio que no le correspondía el yo que le pertenecía y se hubiera convertido en una cosa sin sustancia, una mota de polvo al pairo en un haz de luz inmóvil. Parpadeó, sacudió la cabeza y suspiró con un punto de impaciencia. Tenían que cambiar las cosas; ella misma tendría que cambiar. Sin duda. Aunque ¿cómo?

Cuando hubo cerrado la tienda, cerciorándose de que el cerrojo quedara en su sitio, salió en dirección a Anne Street. La vieja florista de la esquina con Brown Thomas estaba recogiendo su puesto. Saludó a Phoebe como hacía todas las tardes y le regaló un ramo de violetas que le había sobrado. De camino, Phoebe se llevó las flores a la nariz. Habían empezado a marchitarse, y sólo emanaba un tenuísimo rastro de su aroma, pero en realidad no le importó, ya que, para ella, las flores siempre habían tenido un inquietante olor a gato.

Se detuvo delante de la óptica y miró la ventana del primer piso y el rótulo allí pintado con letras metálicas, bajo un cisne plateado y esquemático:

La ventana tenía algo inexpresivo como si el piso estuviera desierto aunque - фото 2

La ventana tenía algo inexpresivo, como si el piso estuviera desierto, aunque supuso que era debido a que, como ya sabía, estaba en efecto desierto, y además sabía quién lo había abandonado y de qué manera lo hizo. Extraño, volvió a pensar, esto de que la gente se muera. Ocurría a todas horas, por descontado; era tan corriente como que la gente naciera, aunque la muerte era sin duda un misterio más hondo que el nacimiento. Una cosa era no estar aquí y de golpe estar aquí, pero haber estado aquí, y haber vivido una vida en toda su variedad, en toda su complejidad, y de pronto ya no vivirla, eso sí que era realmente extraordinario. Cuando pensaba en su madre, es decir, en Sarah, a la cual seguía considerando su madre, tal como con algo menos de convicción seguía considerando su padre a Mal, notaba, a la vez que el constante dolor de la pérdida, de la pena, una suerte de contrariado, enojado desconcierto. Para ella, el mundo había comenzado a parecer más grande y más vacío después de la muerte de Sarah, como una especie de auditorio enorme del que todo público se hubiera ausentado, en el que se había quedado sola y estaba obligada a caminar, perdida y, en efecto, asolada por la pena.

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