Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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El otro nombre de Laura: краткое содержание, описание и аннотация

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Hizo memoria para recordar todo lo que pudiera de los cuentos y las parábolas que él le había relatado. La historia que mayor impresión le causó fue la de la muchacha que había sido devuelta del reino de los muertos. Esta muchacha tenía tres pretendientes y era incapaz de decidirse por uno de ellos. Un buen día enfermó y había muerto en menos de una hora. Los pretendientes quedaron desolados, y cada uno lloró la pérdida de la muchacha a su manera. El primero no abandonó el cementerio ni de día ni de noche, y comía y dormía junto a la tumba de su amada; el segundo echó a caminar por el mundo y se convirtió en un faquir, un hombre sabio, mientras el tercero dedicó todo su tiempo a consolar al apenado padre de la muchacha. Un día, a lo largo de sus viajes, el segundo pretendiente, el faquir, tuvo conocimiento gracias a otro sabio del hechizo mágico y secreto que devolvía a los muertos a la vida. Se apresuró en regresar a su pueblo y fue al cementerio y pronunció el encantamiento mágico para invocar a la muchacha y que saliera de su tumba, y en un instante apareció tan bella como siempre había sido. La muchacha regresó a la casa del padre, y los pretendientes iniciaron una discusión para dirimir cuál de los tres debía quedarse con su mano. Fueron a la sazón a ver a la muchacha y cada uno defendió sus méritos. El primero dijo que no había abandonado su tumba ni un solo instante, por lo que su pena había sido más pura que la de los demás. El segundo, el faquir, apuntó que había sido él quien adquirió el saber necesario para traerla de la tierra de los muertos. El tercero habló del consuelo y del apoyo que había prestado a su padre después de que ella muriese. La muchacha los escuchó por turnos, y entonces dijo a todos ellos: «Tú, que descubriste el encantamiento con el que devolverme la vida, tú has sido humanitario. Tú, que cuidaste de mi padre y le diste consuelo, has actuado como un hijo. Tú en cambio, que has permanecido junto a mi tumba, tú has sido un verdadero amante, y contigo he de casarme».

No era más que un relato, ella lo sabía, y además uno sin pies ni cabeza, pero algo se movió en su interior. De todo lo que el Doctor le había dicho, creyó que ésa era la historia destinada a ella de una manera especial. La forma de la fábula parecía ser la forma de una vida que algún día sería suya. El futuro, creyó, el futuro en la forma improbable del doctor Kreutz, le había enviado un mensaje, una profecía de supervivencia y de amor.

Capítulo 7

A Quirke no le sorprendió saber quién era el que preguntaba por él. Desde el día de la investigación judicial contaba con recibir una visita del inspector. Colgó el teléfono y encendió un cigarrillo y se quedó pensativo: que Hackett se asara al fuego lento de su propia impaciencia, le sentaría bien. A primera hora de la mañana, Quirke estaba en su despacho del hospital. Por el panel acristalado de la puerta veía el brillo antinatural de la sala de disección en la que Sinclair, su ayudante, adusto y apuesto, con sus negros rizos y la boca de labios finos, caídos por las comisuras, estaba trabajando con el cadáver de un niño al que había atropellado el camión de la carbonería aquella misma mañana en Coombe. Pensando en el policía, Quirke experimentó un pellizco de desasosiego. Los años que pasó en Carricklea le habían instilado un miedo omnipresente a toda figura investida de autoridad, un miedo constante, un miedo del que ninguna subsiguiente acumulación de autoridad por su parte le libró del todo.

Aplastó el cigarrillo y se quitó la bata verde del quirófano para salir del despacho. Hizo una pausa un momento para ver cómo cortaba Sinclair la caja torácica del niño, expuesta a la luz, con un serrucho especial para huesos que a Quirke siempre le hacía pensar, de manera incongruente, en los secadores niquelados. Sinclair era hábil y rápido; algún día, cuando Quirke ya no estuviera, ese joven quedaría al frente del departamento. Era un pensamiento que Quirke no había tenido hasta entonces. ¿Dónde estaría exactamente él cuando ese día llegase?

El inspector Hackett se encontraba de pie junto al mostrador de recepción, con el sombrero en las manos. Vestía su atuendo de costumbre: traje reluciente a trozos y camisa blanca y un tanto sucia, además de una corbata anodina; el nudo de la corbata lo llevaba muy prieto y también brillante, como si no se lo hubiera deshecho en mucho tiempo, como si sólo se la quitara por la noche para volvérsela a poner, con el nudo hecho, a la mañana siguiente. Quirke imaginó al detective al final de la jornada, sentado con cansancio en una cama de matrimonio, a la luz de la lámpara de la mesilla, descalzo y despeinado, ensanchándose distraído el lazo de la corbata con ambas manos para sacársela por encima de la cabeza, como un aspirante a suicida que se lo hubiera pensado dos veces.

– Espero no venir a robarle su tiempo, seguro que tiene un trabajo importante entre manos -dijo Hackett con su acento llano, de las Midlands, sonriendo. Tenía una forma extraña de conseguir que incluso unas palabras de cortesía sin mayor relevancia sonasen cargadas de escepticismo y socarronería.

– Mi trabajo siempre podrá esperar -contestó Quirke.

El inspector rió.

– Sí, supongo que sí. Sus clientes no se irán a ninguna parte.

Salieron del hospital y echaron a caminar a la luz del sol, tintada de humo, de la mañana. Hackett se pasó una mano por el cabello engominado, entre negro y azul, y se colocó el sombrero en su sitio, dando al ala un tirón experto hacia abajo con el dedo índice. Se encaminaron rumbo al río, que se anunció antes de que lo vieran con el hedor verduzco de costumbre. Un chiquillo harapiento salió a la carrera y a punto estuvo de colisionar con ellos; Quirke volvió a pensar en el cadáver del niño sobre la mesa de disección, la cara exangüe, las piernas tiesas, estiradas.

– Fue lo más decente, desde luego. Es lo que había que hacer, proteger los sentimientos de los parientes de esa joven -dijo el inspector-. ¿Cómo se llamaba?

– Hunt -dijo Quirke-. Deirdre Hunt.

– Eso es, Hunt -como si fuera fácil de olvidar, pensó Quirke. El inspector se tiró del lóbulo de la oreja pellizcándoselo entre el índice y el pulgar, y su rostro adoptó una mueca de concentración-. ¿Por qué razón cree usted que pudo hacer una cosa así, siendo una mujer joven y sin problemas aparentes?

– ¿Una cosa así?

– Quiero decir, quitarse la vida.

Habían llegado al río; cruzaron hacia el muro de contención y siguieron paseando en dirección al parque. El humo de las calles no alcanzaba la otra orilla, y el aire allí estaba limpio y azul. Pasó de largo un carro enorme, de Correos, pero sin carga, con un ruido atronador, tirado por un caballo grande, un Clydesdale, al trote, con las crines al viento. Los cascos enormes repicaban sonoramente en la carretera, como si los tuviera hechos de acero macizo, huecos.

– El dictamen del juez de instrucción -dijo Quirke con mesura- fue de ahogamiento accidental.

– Ya, ya lo sé. Ya sé cuál fue el dictamen. ¿O es que no lo oí en la misma sala? -volvió a reír-. Un dictamen acorde con las pruebas del caso. ¿No es eso lo que han dicho los periódicos?

– ¿Y usted lo pone en duda?

– Vamos a ver, señor Quirke: por supuesto que lo pongo en duda. Quiero decir que es difícil de veras pensar que una mujer joven y sana vaya en coche a Sandycove, en plena noche, y que se quite hasta la última de sus prendas de vestir y las deje allí dobladas en el suelo y entonces, por puro accidente, caiga al mar.

– Pudo tener ganas de nadar de noche -dijo Quirke-. Estamos en verano. Aquella noche hacía calor.

– Los únicos que van a nadar allí son hombres. Y nadan en el club Forty Foot, donde no está permitida la entrada a las mujeres.

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