– Dígame, señor Quirke -preguntó al cabo el inspector con voz afable-. Esta visita que me hace… ¿tiene carácter de visita de cortesía, o viene con algún asunto de trabajo a la vista?
Quirke, sentado en ángulo frente a la mesa, con una rodilla sobre la otra, sopesó el polvo que se le había posado en la puntera del zapato negro y carraspeó.
– Quería preguntarle… -vaciló-. Quería en realidad pedirle consejo.
No se alteró la expresión de interés amistoso que mostraba Hackett.
– No me diga…
Quirke volvió a vacilar.
– Hay una mujer…
Las gruesas cejas negras del inspector ascendieron dos centímetros en forma de interrogación.
– No me diga -repitió sin dar entonación a sus palabras.
Quirke guardó el bolígrafo prendiéndolo en el bolsillo interior de la chaqueta y se apoyó sobre la mesa para apagar el cigarrillo a medio fumar en un cenicero de baquelita que había en la esquina y que ya rebosaba de colillas y ceniza.
– Se llama Deirdre Hunt -dijo-. Mejor dicho, se llamaba.
El inspector, con las cejas todavía enarcadas, alzó ahora los ojos en un mismo movimiento y pareció estudiar el techo durante unos instantes, dando muestras de estar sumamente concentrado.
– Me pregunto -dijo- si será la misma Deirdre Hunt a la que pescamos del agua en Dalkey el otro día…
Y sin dar tiempo de responder a Quirke, el policía de pronto se puso a reír con su familiar risa de fumador, con blandura al principio, luego con fuerza creciente, sin poder contenerse. Se aupó sin llegar a levantarse de la silla, entre estornudos y toses, y dio una palmada con la mano abierta sobre la mesa, divertidísimo. Quirke se quedó a la espera, y al cabo el detective se sentó jadeando. Miró a Quirke casi con verdadero cariño.
– Dios mío, señor Quirke -dijo-. Pero es que usted es terrible cuando hay una jovencita muerta.
– También era conocida -dijo Quirke con una voz bronca de repente- con el nombre de Laura Swan.
Esto provocó un rebrote de toses y estornudos de contento.
– ¿De veras?
– Tenía un salón de belleza en Anne Street.
– Así es. Mi señora fue las pasadas Navidades para darse un homenaje.
Quirke calló de pronto, presa de una cierta consternación. Nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera existir una señora Hackett. Trató de imaginársela grandullona y cuadrada, como su marido, con los brazos moteados y los tobillos poderosos y un busto como el de un mascarón de proa. Una dienta poco probable, seguro, para las técnicas de embellecimiento en las que era maestra Laura Swan. Y si Hackett tenía esposa, Dios Santo, ¿tendría también hijos, una carnada de pequeños Hacketts, con sus sombreros en miniatura, sus trajes azules, sus tirantes anchos, igualitos que el padre?
Recuperado del ataque de risa floja, y después de secarse los ojos, el inspector rebuscó entre los desordenados papeles de su mesa y extrajo una hoja que se puso a estudiar con sobriedad.
– Da la impresión de que sabe usted muchísimo sobre esta desdichada mujer -le dijo-. ¿Cómo es posible?
– Conozco a su marido. Lo conocí hace tiempo. Fuimos juntos a la universidad. Quiero decir… él estudiaba allí cuando yo estudiaba allí, pero no en el mismo curso. Es más joven que yo.
– ¿Así que es médico?
– No, dejó los estudios de Medicina.
– Ya -Hackett seguía escudriñando la hoja, la sostenía muy cerca de la cara y entornaba los ojos, haciendo como que leía con atención minuciosa lo que estuviera escrito en el papel. Miró a Quirke por encima de la hoja-. Disculpe -dijo-, se me han olvidado las gafas -dejó caer el papel sobre un montón de papeles semejantes y volvió a recostarse en el sillón. Quirke, al bajar la mirada, vio que el documento no era más que una lista de turnos-. Bien, vamos a ver, señor Quirke… ¿Qué piensa usted que puedo yo decirle de la difunta señora Hunt?… ¿O es que hay algo que tiene usted que decirme al respecto?
Quirke miró por la ventana la brumosa vista tras el cristal. Bajo un sol insólito, los tejados y las chimeneas renegridas por el humo parecían planas, irreales, como el perfil de una ciudad en una película musical.
– Le practiqué la autopsia.
– Eso mismo habría supuesto yo. ¿Y bien?
– Su marido me había llamado por teléfono, salido como quien dice de la nada.
– ¿Para qué?
– Para pedirme que no se le practicase la autopsia.
– ¿Y eso?
– Dijo que no soportaba la idea de que rajasen a su mujer de arriba abajo.
– Extraña petición, desde luego.
– Es una de esas cosas que obsesionan a algunas personas, sobre todo si alguien muy amado ha tenido una muerte violenta. Tengo entendido que se trata de un desplazamiento de la pena, o de la culpa.
– ¿Culpa? -dijo el inspector.
Quirke lo miró de plano.
– El que sobrevive siempre se siente culpable de algún modo.
– Eso tiene entendido usted.
– Sí, eso tengo entendido.
La cara inexpresiva de Hackett había adoptado el aire, en su marmórea imperturbabilidad, de una máscara primitiva.
– En fin, es probable que tenga usted razón -dijo. Aplastó el cigarrillo en el cenicero, aunque se quedó una esquina encendida, de la que emanaba una arbórea columna de humo-. ¿Y qué le dijo usted al apenado viudo?
– Le dije que haría lo que pudiera.
– Y sin embargo siguió adelante y practicó la autopsia.
– Ya se lo he dicho. Naturalmente.
– Ah, naturalmente -murmuró el detective con sequedad-. ¿Y qué descubrió?
– Nada -dijo Quirke-. Murió ahogada.
El inspector lo estaba estudiando desde una calma profunda y, en apariencia, inamovible.
– Ahogada -dijo.
– Sí -dijo Quirke-. Me preguntaba si… -tuvo que carraspear de nuevo-. Me preguntaba si podría usted hablar con el juez de instrucción -sacó la pitillera y le tendió un cigarrillo al otro.
– ¿El juez de instrucción? -dijo Hackett en un tono de sorpresa matizada e inocente-. ¿Por qué quiere usted que hable con el juez de instrucción? -Quirke no respondió. El detective tomó un cigarrillo y se inclinó hacia la llama del encendedor de Quirke. Había adoptado un aire ausente, como si de pronto hubiera perdido el hilo de lo que estaban los dos diciéndose. Quirke conocía esa mirada-. ¿No prefiere usted, señor Quirke -el inspector se arrellanó de nuevo en su sillón y sopló dos trompetas gemelas de humo por las fosas nasales bien abiertas-, no prefiere usted hablar personalmente con el juez de instrucción?
– La verdad es que en un caso como éste…
El inspector dio un respingo.
– ¿Un caso como éste? ¿Qué tiene de especial el caso?
– Quiero decir de suicidio.
– Y eso es lo que fue, ¿no es cierto?
– Sí. No seré yo quien lo diga. Al juez de instrucción, claro está.
– Pero estará al tanto.
– Es probable. Sin embargo, se lo callará… si alguien accede a hablar con él.
Quirke bajó la mirada.
– Por el hecho de que acudiera a mí -dijo-, me refiero al marido, a Billy Hunt… siento cierta responsabilidad.
– Para proteger sus sentimientos.
– Sí. Algo así.
– ¿Algo así?
– No es la forma en que yo lo habría dicho.
Se hizo el silencio. El detective miraba a Quirke con una expresión de curiosidad infantil, los ojos muy abiertos, intensos, relucientes.
– ¿Y usted diría que fue un caso de suicidio? -preguntó, como si se tratara de aclarar una duda de segunda fila, un detalle sin importancia.
– Supongo que sí.
– Pero usted sin duda lo sabe. No en vano le ha practicado la autopsia, claro está.
Quirke no quiso mirarle a los ojos.
– No es mucho pedir -dijo pasado un instante-. La mayoría de los suicidios se encubren, eso lo sabe usted tan bien como yo.
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