Benjamin Black - El otro nombre de Laura

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Ha pasado el tiempo para Quirke, el hastiado forense que conocimos en El secreto de Christine. La muerte de su gran amor y el distanciamiento de su hija han conseguido acentuar su carácter solitario, pero su capacidad para meterse en problemas continúa intacta.
Cuando Billy Hunt, conocido de sus tiempos de estudiante, le aborda para hablarle del aparente suicidio de su esposa, Quirke se da cuenta de que se avecinan complicaciones, pero, como siempre, las complicaciones son algo a lo que no podrá resistirse. De este modo se verá envuelto en un caso sórdido en el que se mezclan las drogas, la pornografía y el chantaje, y que una vez más pondrá en peligro su vida.

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Se abrió la puerta estrecha situada junto a la óptica y salió Leslie White, pero caminando hacia atrás, con una gran caja de cartón en los brazos. Le sorprendió una vez más lo bien que le sentaba el nombre, siendo tan incoloro y tan andrógino como era. Era alto y delgado -como un sauce, se le ocurrió en ese momento-, y la nariz, grande y ganchuda, daba la impresión de que estuviera percibiendo de forma permanente un olor tenue y desagradable. Llevaba una chaqueta cruzada de rayas azul claro y unos pantalones blancos con zapatos de dos colores, además, cómo no, de lucir su pañuelo plateado al cuello; el cabello resplandeciente -al sol tenía el aspecto de ser magnesio en llamas, pensó- lo llevaba largo, bohemio, caído de cualquier manera sobre el cuello de la camisa. Supuso que se le tendría por un hombre apuesto, aunque fuera de una manera un tanto hastiada, desvaída. Cerró la puerta con el pie; entre los dientes llevaba unas llaves. Dejó la caja en el escalón de la entrada y cerró la puerta con llave; luego, se echó las llaves al bolsillo de la chaqueta y ya había tomado la caja en brazos y se disponía a marchar cuando vio que la miraba desde la otra acera de la calle. Frunció el ceño, pareció pensarlo mejor y esbozó una rápida y afectuosa sonrisa, aunque, tal como ella comprendió en el acto, no recordaba quién era. Leslie White, a Phoebe no le cupo duda, siempre tenía a punto una sonrisa para las chicas.

Ya cruzaba la calle cuando se preguntó: pero… ¿tú qué estás haciendo?, aunque sabía de sobra que si había ido hasta allí a perder el tiempo era sólo con la esperanza de verlo. El hombre titubeó, se le descompuso la sonrisa; las chicas, tanto si les sonreía como si no, supuso, serían con frecuencia fuente tanto de vergüenza como de promesas para los Leslie White de este mundo.

– Hola, hola -le dijo muy animado, estudiando veloz su rostro en busca de una pista sobre su identidad. Y ella, ¿qué iba a decirle? Se le había quedado la mente en blanco, pero él se encargó de acudir en su rescate-. Oye -le dijo-, ¿me quieres hacer un favor? -se volvió de costado, apoyando el peso de la caja en el esternón-. Tengo las llaves en el bolsillo, el coche está a la vuelta de la esquina. ¿Tendrás la bondad…?

Pescó las llaves del bolsillo -¡qué sensación de estremecimiento, enredar con la mano en un bolsillo ajeno!- mientras él le sonreía, seguro de que aunque no supiera quién era exactamente tenía que conocerla de algo, o al menos seguro de que pronto la conocería mejor. Ella vio que él se fijaba en las flores que aún llevaba en la mano -no supo cómo deshacerse de ellas-, aunque no hizo ningún comentario. Caminaron juntos hasta la esquina y entraron por Duke Lañe. Fue consciente de que aún no le había dicho ni una sola palabra, aunque a él no parecía que le importase, ni tampoco que le pareciera raro. Era una de esas personas, supuso, capaces de mantener un perfecto silencio sin sentir ninguna inquietud en cualquier situación, por embarazosa o delicada que pudiera ser. Su coche era un Riley verde manzana, desenfadado y compacto, absurdamente pegado al suelo, con el encanto adicional de alguna abolladura en los paragolpes. Tenía bajada la capota. Echó la caja al asiento del copiloto, dijo «¡uf!» y se volvió a ella con la mano extendida, reclamándole las llaves sin decir palabra.

– Muy amable -dijo entonces-. No sé qué habría hecho sin ti -ella le sonrió. No alcanzó a saber qué clase de ayuda le había prestado, toda vez que no habría sido necesaria la llave para abrir el coche. Él le sostuvo la mirada. Tenía ese aire que tienen todos los hombres atractivos, con sonrisas perversas, o como si a medias pidieran disculpas, propias de quien se las da de ser osado al tiempo que pasa vergüenza-. Déjame invitarte a una copa -dijo, y antes de que ella pudiera contestar siguió hablando-. Vayamos allí mismo; desde allí podré tener el coche a la vista.

El interior del pub estaba oscuro, y el ambiente era tan cerrado como el de una caverna. Se acercaron a la barra, estrecha, y ella se sentó en un taburete. Cuando ella pidió un gin tonic, él dio muestras de contento.

– Esa es mi chica -dijo, como si ella acabara de pasar una prueba, una prueba que él le hubiera preparado en especial para ella. Le ofreció un cigarrillo de una pitillera metálica, como un arma, y aún fueron mayores sus visibles muestras de contento cuando ella tomó uno; por lo visto, la prueba constaba de varias partes. Le dio lumbre con su encendedor-. Me llamo White, por cierto. Leslie White -lo dijo como si de ese modo le impartiese algo de grandísimo valor íntimo. El acento de clase alta que se gastaba era impostado; ella detectó el deje inequívoco de un cockney barriobajero detrás de su pronunciación ampulosa.

– Sí -dijo ella, y volvió la cabeza para expeler el humo de lado-. Lo sé.

El enarcó las cejas. Tenía una piel de una palidez extraordinaria, plateada, casi como su cabello.

– A ver, estoy seguro de que te conozco -dijo, y rió como si así quisiera pedir disculpas-, pero tú eres…

– Phoebe Griffin. He sido cliente del salón de belleza.

– Ah, vaya -se le ensombreció el semblante-. Entonces has conocido a Laura.

– Sí. Tú me diste una vez tu tarjeta de visita.

– Ah, claro, claro, ahora lo recuerdo-era mentira, por supuesto. Dio un sorbo a su ginebra a palo seco. El sol del atardecer, en la puerta, era una cufia de oro macizo-. ¿Sabes lo que le pasó? A Laura, me refiero…

– Sí -Phoebe se sentía ridícula y aturdida, mareada incluso, como si hubiera consumido ya media docena de copas.

– ¿Y cómo lo has sabido?

– Me lo han contado por ahí.

– Ah. Me temía que se hubiera publicado algo en los periódicos. Me alegro de que no haya sido así. Habría sido insoportable verlo con la frialdad de la letra impresa -se miró las punteras de los zapatos-. Por Dios. Pobre Laura -terminó de un trago la copa y con la mirada captó la del camarero, al cual llamó levantando el vaso vacío. La miró-. Tú no bebes…

– La verdad es que no.

La contempló otro momento en silencio, sonriendo.

– ¿Qué edad tienes? -preguntó de pronto.

– Veinticinco -respondió, y le sorprendió lo que acababa de decir: ¿por qué le había mentido, añadiéndose dos años?-. ¿Y tú?

– Eh, eh -repuso él-. Una chica no va por ahí preguntando a un caballero qué edad tiene…

Ella le devolvió la sonrisa y miró su vaso. El camarero sirvió la segunda copa y Leslie volvió el vaso de un lado y de otro, tintineando los hielos. Por primera vez desde que le dirigió la palabra pareció quedarse unos momentos sin saber qué decir.

– ¿Piensas cerrar? -le preguntó ella.

– ¿Cerrar…?

– El Silver Swan. Cuando te vi con esa caja de cartón, pensé…

– No, sólo he ido a recoger algunas… algunas de las cosas de Laura -hizo una pausa y adoptó una exagerada expresión de duelo-. No sé qué voy a hacer con el local, la verdad. Es complicado. Hay distintos intereses en juego… Y las finanzas están un poco… bueno, digamos que un poco liadas.

Phoebe aguardó un momento.

– ¿Y su marido? -le dijo-. ¿Es uno de esos… «intereses»?

Permaneció un instante en silencio, sin saber qué decir.

– ¿Lo conoces? Quiero decir, al marido… -preguntó con un punto de suspicacia.

– No. Conozco a alguien que lo conoce. Más bien, a alguien que lo conoció hace tiempo.

Sacudió la cabeza con gesto compungido.

– Esta ciudad… -dijo-. En realidad es un pueblo.

– Sí, todo el mundo se conoce, todo el mundo sabe a qué se dedica cualquiera.

Al oírselo decir, la miró con sequedad.

– Es cierto, es cierto -dijo, y no impidió que se le apagara la voz.

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