– ¿Oyó lo que decían?
– Sí, señor. Se encontraban a pocos pasos de mí. Vi que el capitán Denny estaba muy pálido. Y le oí decir: «Ha sido un engaño de principio a fin. Es usted absolutamente egoísta. No tiene usted idea de lo que siente una mujer.»
– ¿Está usted segura de esas palabras?
La señora Piggott vaciló.
– Bien, señor, es posible que me haya confundido un poco en el orden, pero no tengo duda de que el capitán Denny le dijo al señor Wickham que era un egoísta y que no entendía lo que sentían las mujeres, y que aquello había sido un engaño de principio a fin.
– ¿Qué ocurrió entonces?
– Como no quería que los caballeros me vieran abandonar el retrete, entorné la puerta hasta casi cerrarla, y seguí observando por la rendija hasta que se fueron.
– ¿Y está dispuesta a jurar que oyó esas palabras?
– Ya he jurado, señor. Estoy prestando declaración bajo juramento.
– Así es, señora Piggott, y me alegro de que reconozca usted la importancia del hecho. ¿Qué ocurrió una vez que hubo regresado al interior de la posada?
– Los caballeros entraron poco después, y el señor Wickham subió a la habitación que yo había reservado para su esposa. La señora Wickham ya debía de haberse cambiado de ropa, pues él bajó e informó de que el baúl ya volvía a estar cerrado, y ordenó que lo cargáramos en el cabriolé. Los caballeros se pusieron las casacas y los sombreros, y el señor Piggott llamó a Pratt para que fuera a recoger el baúl.
– ¿En qué condiciones se encontraba entonces el señor Wickham?
Se hizo un silencio, porque la señora Piggott parecía no comprender bien el sentido de la pregunta. El abogado, algo impaciente, insistió con otras palabras:
– ¿Estaba sobrio o mostraba signos de haber bebido?
– Yo sabía, claro está, que había estado tomando licor, señor, y parecía haber bebido más de la cuenta. Cuando se despidió noté que tenía la voz pastosa, pero entonces se puso en pie y se montó en el cabriolé sin ayuda de nadie, y se fueron.
Hubo otro momento de silencio. El abogado de la acusación estudió sus papeles antes de hablar.
– Gracias, señora Piggott. ¿Puede permanecer en su sitio por el momento, por favor?
Jeremiah Mickledore se puso en pie.
– De modo que, si se produjo esa conversación poco amistosa entre el señor Wickham y el capitán Denny, llamémosla «desavenencia», esta no culminó en gritos ni en ningún acto de violencia. ¿Alguno de los dos caballeros tocó al otro durante la conversación que usted escuchó a escondidas en el patio?
– No, señor, o al menos yo no lo vi. El señor Wickham habría sido un insensato si hubiera desafiado al capitán a pelear con él. El capitán Denny era más alto que él, medio palmo, diría yo, y mucho más corpulento.
– ¿Vio usted si, cuando entraron en el coche, alguno de los dos iba armado?
– El capitán Denny, señor.
– De modo que, según lo que usted está en condiciones de afirmar, el capitán Denny, fuera cual fuere su opinión sobre el comportamiento de su acompañante, podía viajar con él sin temor a sufrir ningún asalto físico. Era más alto y más corpulento, e iba armado. Según lo que usted recuerda, ¿esa era la situación?
– Supongo que sí, señor.
– No se trata de lo que usted supone, señora Piggott. ¿Vio a los dos caballeros entrar en el cabriolé, y al capitán Denny, el más alto de los dos, con un arma de fuego?
– Sí, señor.
– De modo que, incluso si habían discutido, el hecho de que viajaran juntos no le habría ocasionado ningún temor.
– La señora Wickham los acompañaba, señor. No habrían iniciado una pelea con la dama en el coche. Y Pratt no es ningún necio. Seguramente, de haberse visto en problemas, habría arreado a las yeguas para que regresaran a la posada.
Jeremiah Mickledore planteó una última pregunta.
– ¿Por qué no realizó esta declaración durante la vista previa, señora Piggott? ¿No se dio cuenta de su importancia?
– Nadie me lo preguntó, señor. El señor Brownrigg acudió a la posada tras la vista previa y me lo preguntó entonces.
– Pero, seguramente, antes de su conversación con el señor Brownrigg, se dio cuenta de que contaba usted con una prueba que debería haber constado en la instrucción del caso.
– Creí, señor, que si necesitaban hablar habrían venido a verme y me habrían preguntado, y no quería que todo Lambton se burlara de mí. Es una vergüenza que una dama no pueda usar el excusado sin que le pregunten en público por su acción. Póngase usted en mi lugar, señor Mickledore.
Hubo entonces un estallido de risa, rápidamente sofocado. El señor Mickledore dijo que no tenía más preguntas, y la señora Piggott, calándose el sombrero con fuerza, regresó a grandes zancadas a su asiento, ocultando a duras penas su satisfacción, y entre un murmullo de aprobación de sus acólitos.
La estrategia de la acusación planteada por Simon Cartwright parecía clara, y a Darcy no le pasaba por alto su astucia. La historia sería expuesta escena por escena, imponiendo coherencia y credibilidad al relato, lo que produciría en la sala, a medida que se desplegara, algo parecido a la tensa expectación que se daba en los teatros. Pero, qué era un juicio por asesinato, sino entretenimiento público, pensaba Darcy. Los actores, ataviados según los papeles que debían representar, el zumbido de los comentarios despreocupados antes de que apareciera el personaje encargado de actuar en la escena siguiente, y después el momento de clímax dramático, que tenía lugar cuando el protagonista aparecía en el banquillo, del que no era posible escapar, antes de enfrentarse a la escena final, de vida o muerte. Aquello era el derecho inglés en movimiento, un derecho que se respetaba en toda Europa, ¿y cómo podía tomarse semejante decisión, con la consecuencia final que acarreaba, de un modo que resultara más justo? A él la ley lo obligaba a estar presente, pero al echar un vistazo a la sala, atestada de los brillantes colores de los tocados que agitaban las mujeres ricas y de la gris monotonía de los pobres, sentía vergüenza por estar allí.
Llamaron a George Pratt a declarar. Al verlo sentado en el estrado, a Darcy le pareció mayor de lo que recordaba. Llevaba la ropa limpia, aunque no era nueva, y era evidente que se había lavado el pelo hacía poco, pues le colgaba en mechones alrededor del rostro, lo que le daba el aspecto petrificado de un payaso. Prestó juramento con parsimonia, con la mirada fija en el papel, como si aquellas palabras estuvieran escritas en alguna lengua extranjera, y después miró a Cartwright con el gesto de súplica de un niño delincuente.
Al abogado de la acusación no le cupo duda de que la amabilidad sería la mejor arma con aquel individuo.
– Acaba de prestar usted juramento, señor Pratt -le dijo-, lo que significa que ha jurado decir la verdad ante el tribunal, tanto en respuesta a mis preguntas, como en todo lo que declare. Ahora quiero que diga ante este tribunal, con sus propias palabras, lo que ocurrió la noche del viernes catorce de octubre.
– Yo debía llevar a los dos caballeros, el señor Wickham y el capitán Denny, además de la señora Wickham, a Pemberley en el cabriolé del señor Piggott, y después debía dejar a la dama en la casa y seguir viaje con los dos caballeros hasta el King’s Arms de Lambton. Pero el señor Wickham y el capitán nunca llegaron a Pemberley, señor.
– Sí, eso ya lo sabemos. ¿Cómo debía llegar hasta Pemberley? ¿Por qué puerta de acceso a la finca?
– Por la puerta noroeste, señor, y después debía seguir por el camino del bosque.
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