P. James - La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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Llegaron también algunas buenas noticias. Louisa estaba mucho más contenta desde que Georgie había regresado con su madre, y a la señora Bidwell la vida le resultaba algo más fácil ahora que los llantos del bebé no alteraban la paz de Will. Después de las celebraciones navideñas, las semanas, de pronto, empezaron a pasar mucho más deprisa, a medida que la fecha del juicio se aproximaba velozmente.

LIBRO V

EL JUICIO

1

El juicio tendría lugar el jueves 22 de marzo a las once, en el tribunal de Old Bailey. Alveston se encontraría en su bufete, cerca de Middle Temple, y había sugerido que acudiría a la residencia de los Gardiner, en Gracechurch Street, un día antes, en compañía de Jeremiah Mickledore, abogado defensor de Wickham, para explicar el procedimiento del día siguiente y para aconsejar a Darcy sobre su declaración. A Elizabeth le inquietaba tener que pasar dos días seguidos viajando, por lo que habían pasado la noche en Banbury, y llegaron a primera hora de la tarde del miércoles 21 de marzo. Por lo general, cuando los Darcy se ausentaban de Pemberley, los miembros del servicio de mayor rango acudían a la puerta para despedirlos y transmitirles sus mejores deseos, pero esa ocasión era distinta, y solo Stoughton y la señora Reynolds estuvieron presentes, serios los semblantes, para desearles un buen viaje y asegurarles que la vida en Pemberley seguiría inalterada mientras ellos no se encontraran allí.

Abrir la residencia de Darcy en Londres implicaba un trajín considerable para la vida doméstica, y cuando los viajes a la capital eran breves y tenían por motivo ir de compras o asistir a alguna obra de teatro o exposición, o las visitas de Darcy a su abogado o a su sastre, se instalaban en casa de los Hurst siempre que la señorita Bingley los acompañaba. La señora Hurst prefería tener invitados, fueran los que fuesen, a no tenerlos, y mostraba ufana su esplendorosa mansión y su gran número de carruajes y criados, mientras la señorita Bingley enumeraba hábilmente los nombres de sus amigos más distinguidos y transmitía los chismes del momento sobre los escándalos que afectaban a las mejores casas. Elizabeth se entregaba a la diversión que le causaban las pretensiones y necedades de sus vecinos, siempre y cuando no le exigieran mostrarse comprensiva ante ellas, mientras que Darcy creía que, si en aras de la concordia familiar debía encontrarse con personas con las que tenía poco en común, era preferible que se hiciera a expensas de ellas y no de las propias. Pero en aquella ocasión no había llegado ninguna invitación de los Hurst ni de la señorita Bingley. Existen algunos hechos, cierta clase de notoriedad, de los que es preferible mantenerse a distancia prudencial, y ellos no esperaban ver ni a los Hurst ni a la señorita Bingley durante el juicio. Sin embargo, la cordial invitación de los Gardiner sí se había producido de inmediato. Allí, en aquella residencia cómoda, exenta de pretensiones, hallarían la tranquilidad y la confianza que proporcionaba el trato familiar, se reencontrarían con unas voces sosegadas que nada exigían, que no pedían explicaciones, y con una paz que los prepararía para la vorágine de los acontecimientos que les aguardaba.

Pero al llegar al centro de Londres, cuando los árboles y la inmensa extensión de Hyde Park quedaron atrás, Darcy sintió que penetraba en un mundo desconocido, que respiraba un aire enrarecido y amargo, rodeado por una población numerosa y amenazadora. Nunca hasta ese momento se había sentido tan forastero en la ciudad. Costaba creer que el país estuviera en guerra: todos parecían ir con prisas, se diría que caminaban enfrascados en sus propias preocupaciones, aunque de vez en cuando captaba miradas de envidia o admiración dirigidas al carruaje de los Darcy. Ni él ni Elizabeth se sentían con ánimo de comentar nada a su paso por las calles más anchas y más conocidas, por donde el cochero conducía con gran cuidado entre los lujosos y resplandecientes escaparates, iluminados por linternas, ni cuando se cruzaban con los cabriolés, los carros, los furgones y los coches privados que, al ser tantos, hacían casi impracticables las calles. A pesar de todo, finalmente doblaron la esquina de Gracechurch Street, y todavía no se habían detenido junto a la puerta de la casa cuando esta se abrió y los Gardiner aparecieron para darles la bienvenida e indicar al cochero que se dirigiera a los establos de la parte trasera. Instantes después, una vez que el equipaje fue bajado del vehículo, Elizabeth y Darcy entraron en el hogar que, hasta el final del juicio, constituiría su refugio de paz y seguridad.

2

Alveston y Jeremiah Mickledore llegaron después de la cena para dar indicaciones breves y consejos a Darcy, pero solo permanecieron una hora, y se retiraron tras transmitirles ánimos y expresar sus mejores deseos. Aquella iba a ser una de las peores noches en la vida de Darcy. La señora Gardiner, siempre hospitalaria, se había ocupado de que en el dormitorio encontraran todo lo necesario, no solo las dos anheladas camas, sino la mesilla que las separaba, con una jarrita de agua, unos libros y una lata de galletas. Gracechurch Street no era del todo silenciosa, pero el rumor y los chasquidos de los coches, así como las voces que de vez en cuando se oían -‌y que constituían un contraste con el silencio absoluto reinante en Pemberley-, no habrían llegado, en condiciones normales, a impedirle el sueño. Darcy intentaba ahuyentar de su mente la inquietud ante lo que le aguardaba al día siguiente, pero otras ideas lo alteraban más aún. Era como si, junto al lecho, una imagen de sí mismo lo observara con ojos acusadores, casi desdeñosos, ensayando argumentos y condenas que él creía haber apaciguado hacía tiempo. Pero aquella visión inoportuna volvía a presentarse, ahora, con fuerza renovada y con motivo. Si Wickham se había convertido en un miembro más de su familia, si tenía derecho a llamarlo hermano político, era por la decisión que en su día había tomado él mismo y nadie más. Mañana sería obligado a declarar, y de su declaración dependía que su enemigo acabara en el patíbulo o fuera puesto en libertad. Si el veredicto era de inocencia, el juicio acercaría a Wickham más a Pemberley, y si era condenado a morir en la horca, el propio Darcy cargaría con el peso del espanto y la culpa, que transmitiría a sus hijos y a las generaciones futuras.

No podía lamentar haberse casado. Renegar de su matrimonio habría sido como renegar de haber nacido. Este le había traído una felicidad que no creía posible, un amor del que los dos niños hermosos y sanos que dormían en los aposentos infantiles de Pemberley eran promesa y garantía. Pero se había casado desafiando todos los principios que, desde su infancia, habían gobernado su vida, todas las convicciones que debía a la memoria de sus padres, a Pemberley y a su responsabilidad de clase y riqueza. Por más profunda que fuera la atracción que sentía por Elizabeth, podría haberse alejado de ella, como sospechaba que había hecho el coronel Fitzwilliam. El precio que había pagado por sobornar a Wickham para que se casara con Lydia había sido el precio de Elizabeth.

Recordaba el encuentro con la señora Younge. La casa de huéspedes se hallaba en una zona respetable de Marylebone, y la mujer era la imagen misma de una casera decente y esmerada. También recordaba su conversación:

– ‌Solo acepto a hombres si proceden de las familias más respetables y si se ausentan de su hogar por motivos de trabajo en la capital, o para iniciar una vida profesional independiente. Sus padres saben que los muchachos se alimentarán bien y recibirán cuidados, y que se los vigilará permanentemente. Durante años, he recibido unos ingresos fijos más que adecuados. Ahora que le he expuesto mi situación, podremos entendernos. Pero, antes, ¿puedo ofrecerle algún refrigerio?

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