P. James - La muerte llega a Pemberley
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Él lo había rechazado sin hacer gala de buenos modales, y ella siguió hablando.
– Soy mujer de negocios, aunque no creo que las normas formales de la cortesía estén reñidas con ellos. Pero, en este caso, prescindamos de ellas absolutamente. Sé que lo que quiere es conocer el paradero de George Wickham y de Lydia Bennet. Tal vez inicie usted las negociaciones planteando la suma máxima que está dispuesto a pagar por una información que, le aseguro, solo yo puedo proporcionarle.
La oferta de Darcy, cómo no, había sido considerada insuficiente, pero finalmente habían alcanzado un acuerdo, y él había abandonado aquella casa como si estuviera infestada de peste. Aquella había sido la primera de una serie de considerables sumas que había tenido que desembolsar para convencer a Wickham de que se casara con Lydia Bennet.
Elizabeth, exhausta tras el viaje, se había acostado inmediatamente después de la cena. Cuando él entró en el dormitorio, la encontró dormida, y permaneció largo rato de pie, junto a la cama, contemplando amorosamente su hermoso y sereno rostro. Durante unas horas más, al menos, ella seguía libre de preocupaciones. También él se acostó, pero dio vueltas y más vueltas en busca de una posición cómoda, que ni los suaves almohadones le proporcionaban, hasta que al fin se sumió en el sueño.
3
Alveston había abandonado temprano sus habitaciones en dirección a Old Bailey y ya se encontraba allí cuando, poco después de las diez y media, Darcy atravesó el imponente vestíbulo que conducía a la sala de vistas. Su primera impresión fue que acababa de introducirse en una jaula rebosante de parlanchina humanidad depositada en Bedlam. Todavía faltaban treinta minutos para que diera comienzo la vista, pero las primeras filas ya estaban ocupadas por mujeres charlatanas vestidas a la última moda, y las del fondo se llenaban a un ritmo constante. Todo Londres parecía haberse dado cita allí, y los pobres se apiñaban ruidosamente, incómodos. Aunque Darcy había presentado sus credenciales al oficial que custodiaba la puerta, nadie le indicó dónde debía sentarse y, de hecho, nadie le prestó la menor atención. Tratándose de marzo, el tiempo era benigno, y el aire se impregnaba cada vez más de calor y humedad, de una mezcla desagradable de perfume y cuerpos sin asear. Cerca del asiento del juez, un grupo de abogados conversaban de pie, tan distendidos que habrían podido encontrarse en cualquier salón de sociedad. Vio que Alveston se encontraba entre ellos y que, al verlo, acudía de inmediato a saludarlo y a indicarle cuáles eran los asientos reservados a los testigos.
– La acusación solo los llamará al coronel y a usted para que testifiquen sobre el hallazgo del cadáver -le dijo-. La falta de tiempo es la habitual, y este juez se impacienta si los testimonios se repiten innecesariamente. Yo me mantendré cerca. Tal vez tengamos ocasión de hablar durante el juicio.
En ese momento el rumor cesó bruscamente, como si lo hubieran cortado con un cuchillo. El magistrado acababa de entrar en la sala. El juez Moberley desempeñaba su cargo con seguridad en sí mismo, pero no era un hombre elegante, y sus rasgos menudos, de los que solo destacaban unos ojos oscuros, pasaban prácticamente desapercibidos bajo la gran peluca, que, en opinión de Darcy, le confería el aspecto de un animal acorralado que observara desde su guarida. Los corrillos de abogados se dispersaron, y estos, junto con los secretarios, ocuparon los puestos que tenían asignados. Los miembros del jurado, por su parte, tomaron asiento en los suyos. De pronto, el reo, custodiado por dos agentes de policía, estuvo de pie junto al banquillo. A Darcy le sorprendió su aspecto. Se veía bastante más delgado, a pesar de los alimentos que le llegaban con regularidad desde el exterior, y su rostro estaba demacrado, pálido, no tanto por lo duro del momento, pensó Darcy, como por los largos meses pasados en prisión. Contemplándolo, prácticamente le pasaron por alto los aspectos preliminares del juicio, la lectura de la acusación en voz alta y clara, la constitución del jurado, que acto seguido pasó a prestar juramento. En el banquillo, Wickham se mantenía sentado muy tieso y, cuando le preguntaron cómo se consideraba a sí mismo en relación con la acusación, respondió «Inocente» con voz firme. A pesar de su palidez, a pesar de las esposas, seguía siendo un hombre apuesto.
Fue entonces cuando Darcy se fijó en una cara conocida. Debía de haber pagado a alguien para obtener un asiento en la primera fila, entre las demás espectadoras de sexo femenino, y había ocupado el suyo deprisa y sin hablar. Ahí seguía, sin moverse apenas, entre el revoloteo de los abanicos y los movimientos constantes de los tocados más innovadores. Al principio la vio solo de perfil, pero después se volvió y, aunque se miraron sin dar la menor muestra de que se reconocían, no le cupo duda de que se trataba de la señora Younge. De hecho, la primera visión fugaz de su perfil le había bastado para saberlo.
Estaba decidido a no mirarla a los ojos, pero, observándola de vez en cuando desde el otro extremo de la sala, veía que vestía ropas caras, aunque de una simplicidad y una elegancia que contrastaban con el mal gusto ostentoso de su alrededor. Su gorrito, trenzado con cintas rojas y verdes, enmarcaba un rostro que se veía tan jovial como el que había conocido durante su primer encuentro. Así vestía también cuando el coronel Fitzwilliam y él la entrevistaron en relación con el puesto de dama de compañía de Georgiana, entrevista durante la cual había encarnado a la perfección a la dama de buena cuna, educada y digna de confianza, profundamente comprensiva con los jóvenes y consciente de las responsabilidades que recaerían sobre ella. Las cosas habían sido distintas, aunque no tanto, cuando dio con ella en aquella casa respetable de Marylebone. Darcy se preguntaba qué la mantenía unida a Wickham, quizás una fuerza tan poderosa que la había llevado a formar parte del público femenino que se divertía viendo a un ser humano debatiéndose entre la vida y la muerte.
4
Ahora, cuando el abogado de la acusación estaba a punto de iniciar su primera intervención, Darcy vio que se había operado un cambio en la señora Younge. Seguía sentada con la espalda muy erguida, pero miraba hacia el banquillo de los acusados con gran intensidad y concentración, como si, mediante su silencio y a través del encuentro de sus ojos, pudiera transmitir un mensaje al acusado, un mensaje de esperanza o tal vez de resistencia. El momento se prolongó apenas durante un par de segundos, pero, mientras duró, para Darcy, dejaron de existir la sala, la túnica escarlata del juez, los colores vivos de los espectadores, y se fijó solo en aquellas dos personas, absortas la una en la otra.
– Señores del jurado, el caso que nos ocupa nos resulta especialmente espantoso: el brutal asesinato, por parte de un antiguo oficial del ejército, de su amigo y, hasta poco tiempo atrás, camarada. Aunque gran parte de lo ocurrido seguirá siendo un misterio, pues la única persona que podría testificar sería la víctima, los hechos más destacados son claros, no admiten conjetura y les serán presentados como pruebas. El acusado, en compañía del capitán Denny y de la señora Wickham, dejó la posada Green Man, situada en la aldea de Pemberley, Derbyshire, hacia las nueve de la noche del viernes catorce de octubre para dirigirse por el camino del bosque hacia la mansión de Pemberley, donde la señora Wickham pasaría esa noche, y un período de tiempo indeterminado, mientras su esposo y el capitán Denny eran conducidos hasta la posada King’s Arms de Lambton. Oirán declaraciones sobre una discusión entre el acusado y el capitán Denny mientras se encontraban en la posada, y sobre las palabras que este pronunció al abandonar el cabriolé, antes de internarse en el bosque. Después, Wickham lo siguió. Se oyeron disparos, y como el señor Wickham no regresaba, su esposa, alterada, fue trasladada hasta Pemberley, donde se organizó una expedición de rescate. Oirán también declaraciones sobre el hallazgo del cadáver por dos testigos que recuerdan con precisión el significativo momento. El acusado, manchado de sangre, estaba arrodillado junto a su víctima, y en dos ocasiones, pronunciando sus palabras con gran claridad, confesó que había matado a su amigo. Entre lo mucho que tal vez resulte extraño y misterioso en relación con este caso, ese hecho constituye su punto central. Existió una confesión que fue reiterada y, apunto yo, fue claramente comprendida. El grupo de rescate no buscó a ningún otro asesino potencial. El señor Darcy se ocupó de mantener custodiado a Wickham e, inmediatamente, fue en busca de un magistrado. Y a pesar de un rastreo amplio y exhaustivo, no se hallaron pruebas de que ningún desconocido se hallara en el bosque esa noche. No es posible que cualquiera de los residentes de la cabaña del bosque (una mujer de mediana edad, su hija y un hombre moribundo) hubieran levantado la piedra con la que, según se cree, se causó la herida mortal. Oirán la declaración según la cual pueden encontrarse piedras de esa clase en el bosque, y Wickham, que conocía el lugar desde su infancia, habría sabido dónde encontrarlas.
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