P. James - La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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– ‌¿Y qué ocurrió? ¿Hubo alguna dificultad para franquear esa puerta?

– ‌No, señor. Jimmy Morgan acudió a abrirla. Me dijo que por allí no debía pasar nadie, pero me conocía, y cuando le dije que iba a llevar al baile a la señora Wickham, nos dejó pasar. Habíamos recorrido una milla y media, más o menos, cuando uno de los caballeros (creo que fue el capitán Denny) dio unos golpes para que me detuviera, y así lo hice. Él se bajó del coche y se internó en el bosque. Gritó que no pensaba aguantar más, y que el señor Wickham estaba solo en eso.

– ‌¿Fueron esas sus palabras exactas?

Pratt tardó un poco en responder.

– ‌No estoy seguro. Tal vez dijera: «Ahora estás solo, Wickham. Yo ya no aguanto más.»

– ‌¿Y qué ocurrió entonces?

– ‌El señor Wickham se bajó del cabriolé y empezó a seguirlo, gritando que estaba loco, que volviera. Pero él no volvía. De modo que el señor Wickham se internó tras él en el bosque. La señora bajó también, gritándole que regresara, que no la dejara sola, pero él no le hizo caso. Cuando desapareció en el bosque, ella volvió a montarse en el coche y empezó a gritar cosas lamentables. De modo que allí nos quedamos, señor.

– ‌¿Y no pensó en internarse en el bosque usted también?

– ‌No, señor. No podía dejar sola a la señora Wickham, ni a los caballos, y por eso me quedé. Pero al cabo de un rato se oyeron los disparos, y la señora Wickham empezó a gritar y dijo que nos matarían a todos, y que la llevara a Pemberley lo antes posible.

– ‌¿Sonaron cerca los disparos?

– ‌No sabría decírselo, señor. En todo caso, lo bastante cerca como para que se oyeran perfectamente.

– ‌¿Y cuántos oyó?

– ‌Pudieron ser tres o cuatro. No estoy seguro, señor.

– ‌¿Qué ocurrió entonces?

– ‌Puse las yeguas al galope, y nos dirigimos a Pemberley. La dama no dejaba de gritar. Cuando nos detuvimos junto a la puerta, estuvo a punto de caerse del cabriolé. El señor Darcy y algunas otras personas se encontraban ya junto a la entrada. No recuerdo bien quiénes eran, aunque creo que había dos caballeros, además del señor Darcy, y dos damas. Ellas ayudaron a la señora Wickham a entrar en casa, y el señor Darcy me pidió que me quedara con los caballos, porque quería que los llevara a él y a algunos de los hombres hasta el lugar donde el capitán y el señor Wickham se habían internado en el bosque. De modo que esperé, señor. Y entonces, el caballero al que conozco con el nombre de coronel Fitzwilliam apareció por el camino, cabalgando a toda velocidad, y se unió al grupo. Después de que alguien fuera a buscar una camilla, mantas y linternas, los tres caballeros, el señor Darcy, el coronel, y otro hombre al que no conocía, se montaron en el cabriolé y regresamos al bosque. Después los caballeros se bajaron y caminaron delante de mí hasta que llegamos al camino de la cabaña del bosque, y el coronel fue a ver si la familia estaba a salvo y a pedirles que cerraran la puerta con llave. Luego los tres caballeros siguieron caminando, hasta que yo vi el lugar en el que creía que el capitán Denny y el señor Wickham habían desaparecido. Entonces el señor Darcy me pidió que esperara, y ellos desaparecieron entre los árboles.

– ‌Debieron de ser unos momentos de inquietud para usted, Pratt.

– ‌Lo fueron, señor. Tuve mucho miedo al quedarme solo, desarmado, y la espera me pareció muy larga, señor. Pero al rato oí que regresaban. Traían el cadáver del capitán Denny en la camilla, y al señor Wickham, que se sostenía en pie con dificultad, lo ayudó a subirse al coche el tercer caballero. Ordené a los caballos que dieran media vuelta, y, lentamente, regresamos a Pemberley. El coronel y el señor Darcy iban detrás, cargando con la camilla, y el tercer caballero, en el cabriolé con el señor Wickham. Después, en mi mente hay un embrollo, señor. Sé que se llevaron la camilla, y que el señor Wickham, que gritaba en voz muy alta y apenas se mantenía en pie, fue conducido al interior de la casa, y a mí me pidieron que esperara. Al final, el coronel salió y me ordenó que llevara el cabriolé hasta la posada de King’s Arms e informara de que los caballeros no llegarían, pero que me marchara deprisa, antes de que pudieran hacerme preguntas, y que cuando llegara a Green Man no contara nada sobre lo que había ocurrido, porque de otro modo habría problemas con la policía. Me dijo que vendrían a hablar conmigo al día siguiente. A mí me preocupaba que el señor Piggott pudiera hacerme preguntas, pero él y su esposa ya estaban acostados. Para entonces, el viento había amainado y llovía con fuerza. El señor Piggott abrió la ventana de su dormitorio y me preguntó si todo iba bien, y si había dejado a la dama en Pemberley. Yo le dije que sí, y él me pidió que atendiera a los caballos y que me fuera a la cama. Estaba muy cansado, señor, y al día siguiente, cuando la policía llegó poco después de las siete, yo seguía durmiendo. Les dije lo que había ocurrido, lo mismo que ahora le estoy contando a usted, que yo recuerde, sin ocultar nada.

– ‌Gracias, señor Pratt -‌dijo Cartwright-‌. Ha sido usted muy claro.

El señor Mickledore se puso en pie al momento.

– ‌Tengo una o dos preguntas que formularle, señor Pratt. Cuando el señor Piggott le llamó para que llevara al grupo hasta Pemberley, ¿era la primera vez en su vida que veía a los dos caballeros juntos?

– ‌Sí, señor.

– ‌¿Y cómo le pareció que era su relación?

– ‌El capitán Denny estaba muy callado, y no había duda de que el señor Wickham había bebido, pero no vi que discutieran o pelearan.

– ‌¿Notó al capitán Denny reacio a montarse en el cabriolé?

– ‌No, señor. Se montó de buena gana.

– ‌¿Oyó alguna conversación entre ellos durante el viaje, antes de que el coche se detuviera?

– ‌No, señor. No habría sido fácil, porque el viento soplaba con fuerza y el camino estaba lleno de baches. Tendrían que haber gritado mucho.

– ‌¿Y no hubo gritos?

– ‌No, señor, o yo no los oí.

– ‌De modo que, por lo que usted sabe, el grupo partió en buenos términos, y usted no tenía motivos para prever problemas.

– ‌No, señor, no los tenía.

– ‌Si no me equivoco, durante la vista previa usted declaró ante el jurado que había tenido problemas para controlar a los caballos cuando se encontraba en el bosque. Tuvo que ser un viaje difícil para ellos.

– ‌Lo fue, señor. Tan pronto como entraron en el bosque, las yeguas se alteraron mucho, no dejaban de patear y relinchar.

– ‌Debió de ser complicado para usted controlarlas.

– ‌Lo fue, señor, muy complicado. No hay caballo al que le guste adentrarse en el bosque con luna llena. Ni persona.

– ‌Entonces, ¿puede estar absolutamente seguro de las palabras que pronunció el capitán Denny cuando se bajó del cabriolé?

– ‌Bueno, señor, sí, oí que decía que no acompañaría más al señor Wickham, y que el señor Wickham estaba solo, o algo por el estilo.

– ‌«Algo por el estilo.» Gracias, señor Pratt. Eso es todo lo que quería preguntarle.

Ordenaron a Pratt que se retirara, cosa que hizo bastante más contento que cuando subió al estrado.

– ‌Ningún problema -‌le susurró Alveston a Darcy-‌. Mickledore ha logrado sembrar la duda sobre la declaración de Pratt. Ahora, señor Darcy, llamarán al coronel o lo llamarán a usted.

7

Cuando pronunciaron su nombre, Darcy reaccionó con sorpresa, a pesar de saber que su turno no podía tardar en llegar. Avanzó por la sala, seguido por lo que le parecieron filas enteras de ojos hostiles, haciendo esfuerzos por dominar su mente. Era importante que no perdiera la compostura ni los estribos. Estaba decidido a no mirar a los ojos a Wickham, a la señora Younge ni a aquel miembro del jurado que, cada vez que él dirigía la vista en su dirección, le clavaba la suya con manifiesta antipatía. No apartaría la mirada del abogado de la acusación cuando respondiera a las preguntas, y si lo hacía sería para echar vistazos al jurado, o al juez, que permanecía sentado, inmóvil como un Buda, con las manos rechonchas y pequeñas entrelazadas sobre la mesa, los ojos entrecerrados.

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