P. James - La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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Jeremiah Mickledore se puso en pie entonces, y se volvió hacia Darcy.

– ‌¿Sabe usted algo sobre la conducta del señor Wickham en la campaña de Irlanda de agosto de mil setecientos noventa y ocho?

– ‌Sí, señor. Sé que fue condecorado como soldado valeroso y que resultó herido.

– ‌¿Tiene conocimiento de que haya sido encarcelado el señor Wickham por algún delito grave, o de que haya tenido algún problema con la policía?

– ‌No, señor.

– ‌Y, teniendo en cuenta que está casado con la hermana de su esposa, usted, presumiblemente, ¿estaría al corriente de hechos de esa naturaleza?

– ‌Si fueran graves o frecuentes, diría que sí, señor.

– ‌Se ha descrito que Wickham parecía hallarse bajo los efectos del alcohol. ¿Qué pasos se dieron para mantenerlo controlado cuando llegaron a Pemberley?

– ‌Lo acostamos, y avisamos al doctor McFee para que atendiera tanto a la señora Wickham como a su esposo.

– ‌Pero no fue encerrado, ni puesto bajo custodia.

– ‌Su puerta no fue cerrada con llave, aunque sí había dos personas vigilando.

– ‌¿Era eso necesario, si usted creía que era inocente?

– ‌Se hallaba en estado de embriaguez, señor, y no habría sido correcto dejar que se paseara por toda la casa, teniendo en cuenta, además, que soy padre de dos hijos de corta edad. También me inquietaba su estado físico. Soy magistrado, señor, y sabía que todos los implicados en el asunto debían estar disponibles para ser interrogados a la llegada de sir Selwyn Hardcastle.

El señor Mickledore se sentó, y Simon Cartwright retomó su interrogatorio.

– ‌Una última pregunta, señor Darcy. El grupo de búsqueda estaba formado por tres hombres, y uno de ellos iba armado. También contaba con el arma del capitán Denny, que podría haber estado en condiciones de usarse. Usted no tenía motivos para sospechar que el capitán Denny había sido asesinado un rato antes de que lo encontraran. El asesino podría haber estado cerca, oculto. ¿Por qué no organizaron una búsqueda?

– ‌Me pareció que la primera acción necesaria era regresar lo antes posible a Pemberley con el cadáver del capitán. Habría sido prácticamente imposible encontrar a alguien oculto entre la espesa vegetación, y supuse que el asesino ya habría escapado.

– ‌Habrá personas que tal vez consideren poco convincente su explicación. Sin duda, la primera reacción al hallar a un hombre asesinado es intentar detener a su asesino.

– ‌En aquellas circunstancias no se me ocurrió, señor.

– ‌En efecto, señor Darcy. Y puedo entender que no se le ocurriera. Porque ya se encontraba usted en presencia del hombre que, por más que lo niegue, creía que era el asesino. ¿Por qué tendría que habérsele ocurrido buscar más?

Antes de que Darcy tuviera tiempo de responder, Simon Cartwright consolidó su triunfo pronunciando sus palabras finales:

– ‌Debo felicitarle, señor Darcy, por ser dueño de una mente de claridad extraordinaria, capaz, se diría, de pensar de manera coherente en momentos en los que la mayoría de nosotros nos sentiríamos aturdidos y reaccionaríamos de manera menos cerebral. No ignoremos que la escena que presenció era de un horror sin precedentes en su caso. Le he preguntado cuál fue su reacción a las palabras del acusado cuando usted y sus compañeros lo descubrieron arrodillado y con las manos manchadas de sangre sobre el cadáver de su amigo asesinado. Y, según parece, usted fue capaz de deducir, sin un instante de vacilación, que debió de existir alguna discrepancia que llevó al capitán a abandonar el vehículo y a salir corriendo en dirección al bosque, capaz de recordar la diferencia de estatura y peso entre ambos hombres, de considerar lo que ello implicaba, de fijarse en que no había armas en la escena del crimen que pudieran haberse usado para infligir cualquiera de las dos heridas. Es bien cierto que el asesino no fue tan considerado como para dejarlas convenientemente a mano. Puede abandonar el estrado.

Para sorpresa de Darcy, el señor Mickledore no se puso en pie para interrogarlo. Tal vez, pensó, no había nada que la defensa pudiera hacer para paliar el daño que él había causado. No recordaba cómo había regresado a su asiento. Una vez allí, se apoderó de él una mezcla de desesperación e indignación contra sí mismo. Se maldijo por su necedad y su incompetencia. ¿Acaso no le había aconsejado Alveston cómo debía responder durante los interrogatorios? «Piense antes de responder, pero no tanto que parezca que está calculando, responda a las preguntas con sencillez y precisión, y no diga más de lo que le pregunten, no adorne nada; si Cartwright quiere más, ya lo pedirá. Los desastres en el estrado de los testigos suelen producirse como resultado de hablar de más, no de menos.» Y él había hablado de más, y el resultado había sido desastroso. Sin duda, el coronel se mostraría más sensato. Pero el daño ya estaba hecho.

Notó la mano de Alveston sobre el hombro.

– ‌He perjudicado a la defensa, ¿verdad? -‌dijo con amargura.

– ‌En absoluto. Usted, testigo de la acusación, ha pronunciado un discurso muy eficaz para la defensa, un discurso que Mickledore no puede pronunciar. Los miembros del jurado lo han oído, que es lo importante, y Cartwright ya no logrará borrarlo de sus mentes.

Uno tras otro, los testigos de la acusación ofrecieron sus declaraciones. El doctor Belcher testificó sobre la causa de la muerte, y los policías describieron con detalle sus misiones infructuosas en busca del arma del crimen, aunque sí habían encontrado algunas piedras enterradas en el bosque, bajo las hojas. A pesar de sus indagaciones exhaustivas, no habían descubierto a ningún desertor, ni a ninguna otra persona que se encontrara en el bosque en el momento del asesinato.

Entonces llamaron al coronel vizconde Hartlep a ocupar el estrado de los testigos, y en la sala de inmediato se hizo el silencio. Darcy se preguntó por qué Simon Cartwright había decidido que un testigo tan importante para el caso fuera el último de la acusación en prestar declaración. ¿Creía tal vez que la impresión que causaría sería más duradera y efectiva si su testimonio era el último que oían los miembros del jurado? El coronel había acudido ataviado con su uniforme, y Darcy recordó que ese día, horas más tarde, debía asistir a un encuentro en el Ministerio de la Guerra. Se dirigió al estrado de los testigos con la serenidad de quien da su paseo matutino, saludó al juez con una leve inclinación de cabeza, prestó juramento y permaneció a la espera de que Cartwright lo interrogara, con el aire algo impaciente, o eso le parecía a Darcy, de un soldado profesional que debe partir a ganar una guerra, dispuesto, sí, a mostrar el debido respeto al tribunal al tiempo que dejaba de lado sus presunciones. Ahí se encontraba, imbuido de la dignidad que le confería su uniforme, un oficial considerado de los más apuestos y galantes del ejército británico. Se oyó un murmullo, rápidamente acallado, y Darcy vio que las señoras que ocupaban las primeras filas, vestidas a la moda, se echaban hacia delante para ver mejor, como perros falderos emperifollados temblando ante el olor de un sabroso pedazo de carne.

El coronel fue preguntado con detalle sobre lo ocurrido desde la hora en que regresó de su paseo nocturno y se unió a la expedición hasta la llegada de sir Selwyn Hardcastle para hacerse cargo de la investigación. Él había acudido a caballo a la posada King’s Arms, de Lambton, donde había mantenido una conversación privada con una persona, coincidiendo aproximadamente con la hora en la que el capitán Denny era asesinado. Cartwright, entonces, le preguntó sobre las treinta libras que se hallaron en posesión de Wickham, y el coronel dijo tranquilamente que el dinero se lo había dado él para que el acusado pudiera saldar una deuda de honor, y que era solo la necesidad de declarar ante el tribunal lo que le había llevado a romper la promesa solemne de mantener el asunto en privado. No tenía intención de divulgar el nombre de la persona que había de beneficiarse de la transacción, pero sí que no se trataba del capitán Denny, y que ese dinero no tenía nada que ver con su muerte.

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