– A ella ya no va a servirle de nada, ¿verdad? -Y se alejó.
*En Inglaterra, los jueces se tocaban la cabeza con un pañuelo negro conocido como black cap cuando dictaban sentencias de muerte. (N. del T.)
La nueva atracción que suponía un cuerpo sin vida en plena calle llevó a varios hombres a alejarse momentáneamente de la entrada de la sala, y Darcy pudo abrirse paso hasta llegar junto a la puerta, donde fue una de las seis últimas personas autorizadas a entrar. Alguien, con voz estentórea, exclamó:
– ¡Una confesión! ¡Han obtenido una confesión!
Y, al momento, el griterío regresó a la sala. Por un momento pareció que arrancaban a Wickham del estrado, pero fue rodeado inmediatamente por los agentes de la sala y, tras permanecer en pie unos segundos, aturdido, se sentó y se cubrió el rostro con las manos. El escándalo iba en aumento. Fue entonces cuando Darcy distinguió al doctor McFee y al reverendo Percival Oliphant rodeados de policías. Sorprendido, vio que les acercaban dos sillas y que ambos se desplomaban sobre ellas, al parecer muy fatigados. Intentó abrirse paso para llegar hasta ellos, pero la multitud se había convertido en una masa de cuerpos compacta, impenetrable.
Los presentes habían abandonado sus asientos, y se habían ubicado más cerca del juez. Este levantaba la maza y la usaba una y otra vez con fuerza, hasta que al fin logró hacerse oír. Solo entonces el clamor cesó.
– Alguacil, que cierren las puertas. Si sigue la alteración del orden, ordenaré el desalojo de la sala. El documento que he estudiado parece ser una confesión firmada y avalada por ustedes, doctor Andrew McFee y reverendo Percival Oliphant. Caballeros, ¿son estas sus firmas?
Los dos hombres respondieron al unísono:
– Sí, señoría.
– ¿Y este documento que han entregado está escrito de puño y letra de la persona que ha estampado su firma sobre las suyas?
Ahora fue el doctor McFee el que dio la contestación:
– En parte sí, señoría. William Bidwell se encontraba al final de su vida, y escribió su confesión incorporado en el lecho, pero confío en que su letra, si bien algo temblorosa, resulte legible. El último párrafo, como puede observarse por el cambio de caligrafía, lo anoté yo a su dictado. Para entonces todavía podía hablar, pero no escribir, salvo para estampar su firma.
– En ese caso, solicito al abogado de la defensa que la lea en voz alta. A continuación indicaré cómo ha de procederse. Si alguien interrumpe, será expulsado de la sala.
Jeremiah Mickledore sostuvo el documento y, calándose los lentes, le echó un vistazo antes de empezar a leer en voz alta y clara.
Yo, William John Bidwell, confieso voluntariamente sobre lo ocurrido en el bosque de Pemberley la pasada noche del 14 de octubre. Lo hago en el conocimiento pleno de que se acerca el momento de mi muerte. Yo me encontraba en el dormitorio delantero de la primera planta, pero en la cabaña no había nadie más, salvo mi sobrino, George, que estaba en su cuna. Mi padre se hallaba trabajando en Pemberley. Se habían oído cacareos de pollos y gallinas en el corral, y mi madre y mi hermana Louisa, temiendo la aparición de un zorro, fueron a indagar. A mi madre no le gustaba que yo me levantara de la cama, porque estaba muy débil, pero me apetecía mucho mirar por la ventana. Me apoyé en el lecho y logré acercarme a ella. El viento soplaba con fuerza, y la luna iluminaba mucho. Al mirar al exterior vi a un oficial uniformado que salía del bosque y permanecía observando la cabaña. Me oculté tras las cortinas, para poder ver sin ser visto.
Mi hermana Louisa me había contado que un oficial del ejército destinado a Lambton el año anterior había intentado atentar contra su virtud, y yo, instintivamente, supe que se trataba de él, y que había venido a llevársela. ¿Por qué, si no, se había acercado a la cabaña en una noche como esa? Mi padre no estaba en casa para protegerla, y a mí siempre me había dolido ser un inválido, un inútil, incapaz de trabajar mientras él lo hacía tan duramente, y demasiado débil para proteger a la familia. Me calcé las zapatillas y conseguí llegar a la planta baja. Cogí el atizador de la chimenea y salí.
El oficial vino hacia mí y extendió la mano, como indicándome que venía en son de paz, pero yo sabía que no era así. Me dirigí hacia él, tambaleante, y esperé hasta que estuvo frente a mí, y entonces, con todas mis fuerzas, blandí el atizador, sosteniéndolo por la punta, para que el mango le diera en la frente. No fue un golpe fuerte, pero le desgarró la piel y la herida empezó a sangrar. Intentó secarse los ojos, pero yo me di cuenta de que no veía nada. A trompicones, regresó al bosque, y yo me sentí invadido de una sensación de triunfo, que me dio fuerzas. Ya estaba fuera de mi vista cuando oí un gran ruido, como el que provoca un árbol al caer. Me interné en el bosque, apoyándome en los troncos, y la luz de la luna me permitió ver que había tropezado con la tumba del perro y había caído boca arriba, golpeándose la cabeza con la lápida. Era un hombre corpulento y el ruido de su caída había sido considerable, pero no sabía que hubiera resultado fatal. Yo me sentía muy orgulloso por haber salvado a mi querida hermana, y mientras lo observaba él dio media vuelta y se arrodilló junto a la lápida y empezó a alejarse, gateando. Sabía que intentaba escapar de mí, aunque yo no tenía fuerzas para seguirlo. Me alegré de que no regresara.
No recuerdo cómo volví a la cabaña, solo sé que limpié el mango del atizador con el pañuelo, que arrojé al fuego. Después, solo recuerdo que mi madre me ayudó a subir la escalera y a meterme en la cama. Y que me regañó por haber salido de ella. A la mañana siguiente me contó que el coronel Fitzwilliam se había acercado a la cabaña a informarle de que dos caballeros habían desaparecido en el bosque, pero yo de eso no sabía nada.
Me mantuve en silencio sobre lo ocurrido, incluso después de que se anunciara que el señor Wickham sería juzgado. Conservé la calma mientras estuvo en la cárcel de Londres, pero después comprendí que debía hacer esta confesión para que, si era declarado culpable, la verdad llegara a saberse. Decidí confiar en el reverendo Oliphant, y él me contó que el juicio del señor Wickham se celebraría en pocos días, y que debía redactar la confesión de inmediato y enviarla al tribunal antes de que diera comienzo. El señor Oliphant mandó llamar al doctor McFee, y esta noche se lo he confesado todo a ellos y le he preguntado al médico cuánto tiempo más cree que viviré. Él me ha respondido que no estaba seguro, pero yo no creo que sobreviva más de una semana. Él me ha instado a realizar esta confesión y a firmarla, y así lo hago. No he escrito más que la verdad, sabiendo que pronto habré de responder de todos mis pecados ante el trono de Dios, y a la espera de su misericordia.
El doctor McFee dijo:
– Tardó más de dos horas en escribir, ayudado por una medicina que le administré. El reverendo Oliphant y yo sabíamos que era consciente de que su muerte era inminente y que lo que escribió era su verdad ante Dios.
El silencio sepulcral se mantuvo durante unos segundos, y entonces, una vez más, el clamor se apoderó de la sala, la gente se puso en pie y empezó a gritar y a patalear, y varios hombres entonaron un cántico que los demás presentes corearon al momento: «¡Que lo suelten! ¡Que lo suelten!» Eran tantos los policías y alguaciles que rodeaban el estrado que Wickham apenas se distinguía.
Una vez más, aquella voz cavernosa exigió silencio. El juez se dirigió al doctor McFee.
– ¿Puede explicar, señor, por qué ha traído este documento tan importante al tribunal en el último momento del juicio, cuando la sentencia estaba a punto de ser pronunciada? Una aparición teatral tan innecesaria constituye un insulto para mí y para este tribunal, y exijo una explicación.
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