P. James - La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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Al día siguiente, durante el desayuno, fue evidente que los ánimos de todos habían mejorado. La primera noche sin imágenes siniestras había traído el descanso y un sueño más profundo, y parecían más dispuestos a enfrentarse a lo que el día pudiera depararles. El coronel seguía en Londres y poco después llegó a Gracechurch Street. Tras mostrar sus respetos al señor y a la señora Gardiner, dijo:

– ‌Darcy, hay cuestiones que debo contarte, relacionadas con mi participación en todo este asunto. Ahora puedo revelarlas sin temor y tú tienes derecho a oírlas antes de que llegue Wickham. Prefiero hablar contigo a solas, pero entiendo que tú desees compartir lo que te cuente con la señora Darcy.

A continuación, expuso a la señora Gardiner el motivo de su visita, y esta sugirió que se trasladaran al saloncito que ella ya había reservado para que al día siguiente tuviera lugar el encuentro, incómodo sin duda para todas las partes, cuando llegara el señor Wickham con Alveston.

Se sentaron, y el coronel se echó hacia delante en su silla.

– ‌He considerado importante hablarte yo primero, para que puedas juzgar la versión de Wickham comparándola con la mía. Ninguno de los dos podemos sentirnos orgullosos de nosotros mismos, pero yo, en todo momento, he actuado persiguiendo el bien, y le he concedido a él el beneficio de creerlo empujado por la misma motivación. No es mi intención intentar excusarme en este asunto, sino solo explicártelo brevemente.

»A finales de noviembre de 1802 recibí una carta de Wickham, que me llegó a mi casa de Londres, donde a la sazón residía. En ella me comunicaba sucintamente que pasaba por problemas, y que me agradecería mucho que me reuniera con él, pues esperaba que le ofreciera consejo y ayuda. A mí no me apetecía en absoluto involucrarme, pero sentía que tenía con él una obligación ineludible. Durante la rebelión de Irlanda, él le salvó la vida a un capitán a mi mando, que era mi ahijado y que había quedado gravemente herido. Rupert no sobrevivió mucho a sus lesiones, pero el rescate dio a su madre, y sin duda también a mí, la ocasión de despedirse de él y de asegurarle una muerte más digna. No era algo que un hombre de honor pudiera olvidar tan a la ligera, y al leer su carta acepté verme con él.

»Se trata de una historia que se repite, y resulta fácil referirla. Como sabes, su esposa, aunque no él, era recibida regularmente en Highmarten, y en aquellas ocasiones él solía alojarse en alguna posada de las inmediaciones, o en alguna casa de huéspedes económica, y se entretenía como podía hasta que la señora Wickham decidía reunirse con él. Su vida, por entonces, era errante y poco exitosa. Tras abandonar el ejército, según mi punto de vista una decisión de lo más desacertada, fue pasando de empleo en empleo sin permanecer mucho tiempo en ningún sitio. La última persona que lo contrató fue un baronet, sir Walter Elliot. Wickham no fue explícito al contarme las razones por las que dejó el empleo, pero quedó claro que el baronet era demasiado sensible a los encantos de la señora Wickham, a juicio de la señorita Elliot, y que el propio Wickham se había insinuado a la dama. Te cuento todo esto para que sepas qué clase de vida llevaban ambos. Cuando vino a verme, esperaba que le asignaran un nuevo puesto. Entretanto, la señora Wickham había buscado refugio temporal en Highmarten, residencia de la señora Bingley, y él tenía que apañarse solo.

»Tal vez recuerdes que el verano de 1802 resultó especialmente caluroso y benigno y así, para ahorrar dinero, pasaba parte del tiempo durmiendo al raso. Para un soldado, no se trataba de algo peligroso. Siempre le había gustado mucho el bosque de Pemberley, y recorría una gran distancia desde una posada cercana a Lambton para pasar los días y algunas noches durmiendo bajo los árboles. Fue allí donde conoció a Louisa Bidwell. Ella también se aburría mucho y estaba muy sola. Había dejado de trabajar en Pemberley y ayudaba a su madre a cuidar de su hermano enfermo. Su prometido, siempre ocupado con el trabajo, acudía a verla muy de tarde en tarde. Wickham y ella se encontraron un día en el bosque, por casualidad. Él no se resistía nunca a los encantos de una mujer hermosa, y el resultado fue casi inevitable, dado el carácter de Wickham y la vulnerabilidad de Louisa. Empezaron a verse con frecuencia, y ella, en cuanto tuvo las primeras sospechas, le confesó que estaba encinta. En un primer momento, él actuó con más generosidad y comprensión de lo que quienes lo conocen habrían supuesto. Al parecer, la muchacha le gustaba de veras, tal vez incluso estuviera un poco enamorado. Fueran cuales fuesen sus motivos o sus sentimientos, juntos idearon un plan. Ella escribiría una carta a su hermana casada, residente en Birmingham, se iría con ella tan pronto como su estado amenazara con resultar visible, y allí daría a luz al bebé, al que harían pasar por hijo de su hermana. Wickham esperaba que el señor y la señora Simpkins se hicieran cargo de criar al pequeño como si fuera suyo, pero reconocía que les haría falta dinero. Fue por ello por lo que acudió a mí y, de hecho, ignoro a qué otro lugar habría podido recurrir en busca de ayuda.

»Aunque nunca me engañé con respecto a su carácter, nunca sentí hacia él el mismo resentimiento que tú, Darcy, y estaba dispuesto a ayudarle. Existía, además, un motivo de mayor peso: el deseo de salvar a Pemberley de cualquier atisbo de escándalo. Por el matrimonio de Wickham con la señorita Lydia Bennet, aquel niño, aunque ilegítimo, sería sobrino tuyo y de la señora Darcy, así como de los Bingley. Por tanto, acordamos que yo le prestaría treinta libras, sin intereses, que él me devolvería a plazos, según su conveniencia. Nunca creí que me las devolvería, pero era una suma que podía permitirme, y habría pagado más para asegurarme de que aquel hijo bastardo de George Wickham no viviría en la finca de Pemberley ni jugaría en sus bosques.

– ‌Tu generosidad -‌dijo Darcy-‌ rayaba en lo excéntrico y, conociendo al personaje como lo conocías tú, hay quien diría que en lo estúpido. Prefiero creer que te movía un interés más personal, y no solo el deseo de que los bosques de Pemberley no resultaran contaminados.

– ‌Si así era, no se trataba de nada deshonroso. Admito que en aquella época albergaba deseos y expectativas, que no eran descabelladas pero que ahora acepto que nunca serán satisfechas. Creo que, dadas las esperanzas que entonces mantenía y sabiendo lo que hice, tú también habrías ideado algún plan para salvar la casa y salvarte a ti mismo de la vergüenza y la ignominia.

Sin esperar respuesta, el coronel prosiguió:

– El plan era, en realidad, bastante simple. Tras el alumbramiento, Louisa regresaría con el bebé a la cabaña del bosque, con la idea de que sus padres y su hermano satisficieran su deseo de conocer a aquel nuevo nieto. Por supuesto, para Wickham era importante ver que existía un recién nacido vivo y sano. Así, la entrega del dinero tendría lugar la mañana del baile de lady Anne, cuando todo el mundo estuviera muy ocupado. Habría un cabriolé esperando junto al sendero de la cabaña. Louisa después devolvería el niño a su hermana y a Michael Simpkins. Las únicas personas presentes en la cabaña ese día serían la señora Bidwell y Will, que también estaban al corriente del plan. No era ese un secreto que una muchacha pudiera mantener ante su madre ni ante un hermano con el que se llevara bien y que nunca saliera de casa. Louisa le había contado a su madre y a Will que el padre del bebé era uno de los oficiales del ejército destinados a Lambton, y que estos habían sido trasladados el verano anterior. Por aquel entonces ella no sabía que su amante era Wickham.

Llegado a ese punto del relato, hizo una pausa y con parsimonia bebió un poco de vino. Ninguno de los dos habló, y permanecieron largo rato en silencio. Transcurrieron al menos dos minutos hasta que tomó de nuevo la palabra.

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