P. James - La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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– ‌No fue Brownrigg ni Mason. Necesitaban refuerzos, y llamaron a varios agentes de la parroquia vecina, entre ellos a Joseph Joseph. Según parece, sus padres estaban tan encantados con su apellido que decidieron ponérselo también como nombre de pila. Es un hombre serio y fiable, aunque, por lo que he podido inferir, no demasiado inteligente. Debería haber dejado la piedra en su lugar y haber llamado a otros policías para que sirvieran de testigos del hallazgo. En lugar de ello, la llevó, triunfante, en presencia del jefe de distrito.

– ‌De modo que no hay pruebas de que estuviera donde dijo que la había encontrado…

– ‌Diría que no. Según me han informado, había varias piedras de tamaños diversos en el lugar, todas medio enterradas en la tierra, bajo las hojas, pero no existen pruebas de que esa en concreto se encontrara entre las demás. Alguien, hace años, pudo volcar el contenido de una carreta, deliberada o accidentalmente, tal vez cuando su bisabuelo ordenó construir la cabaña del bosque y hasta allí se trasladaron los materiales.

– ‌¿Presentarán la piedra esta mañana Hardcastle o la policía?

– ‌No, que yo sepa. Makepeace se muestra inflexible en que, dado que no puede demostrarse que sea el arma, no debería formar parte de las pruebas. El jurado será simplemente informado de que se ha encontrado la piedra, aunque es posible que ni siquiera eso se mencione. Makepeace no desea que la vista previa degenere y se convierta en un juicio. Dejará muy claro cuáles son las atribuciones del tribunal popular, entre las que no se cuenta la usurpación de los poderes de un tribunal itinerante del condado.

– ‌O sea, que usted cree que lo acusarán…

– ‌Indudablemente, considerando lo que ellos verán como una confesión. Sería raro que no lo hicieran. Pero veo que ha llegado el señor Wickham, quien parece muy tranquilo, considerando la delicada situación en la que se encuentra.

Darcy se había percatado de que, junto al estrado, había tres sillas vacías, reservadas por unos agentes, y Wickham, avanzando esposado entre dos oficiales de prisiones, fue escoltado hasta la que ocupaba la posición central. Los dos custodios se sentaron a ambos lados. La actitud del detenido era casi de indiferencia, y observaba a su público potencial con escaso interés, sin fijar la mirada en nadie. El baúl que contenía su ropa había sido trasladado a la cárcel una vez que Hardcastle lo permitió, y parecía claro que se había puesto su mejor casaca. Además, la camisa que se adivinaba debajo parecía haber pasado por las manos expertas de las doncellas de Highmarten encargadas de la ropa blanca. Sonriendo, se volvió hacia uno de los oficiales de prisiones, que le dedicó un leve asentimiento de cabeza. Al mirarlo, a Darcy le pareció ver algo del oficial joven y encantador que había subyugado a las damiselas de Meryton.

Alguien masculló una orden, los murmullos cesaron y el juez de instrucción, Jonah Makepeace, accedió a la sala en compañía de sir Selwyn Hardcastle y, tras dedicar una reverencia a los miembros del jurado, se sentó e invitó a sir Selwyn a hacerlo a su lado. Makepeace era un hombre menudo de rostro muy pálido, que en otros se habría tomado como signo de enfermedad. Llevaba veinte años ejerciendo de juez de instrucción, y se jactaba de que, a sus sesenta años, no había habido ninguna constitución de jurado, ya fuera en Lambton o en el King’s Arms, que él no hubiera presidido. Poseía una nariz estrecha y puntiaguda, y una boca de forma peculiar y labio superior carnoso, y sus ojos, enmarcados por unas cejas tan finas como dos líneas trazadas a lápiz, se mantenían tan vivaces como a sus veinte años. Su prestigio como abogado era indiscutible en Lambton y los alrededores, y con su creciente prosperidad y con unos clientes privados ansiosos por recibir sus consejos, nunca se mostraba indulgente con los testigos incapaces de aportar sus pruebas con claridad y concisión. En un extremo de la sala había un reloj de pared, y el juez clavó en él su mirada intimidatoria largo rato.

A su entrada, todos los presentes se habían puesto en pie, y se sentaron una vez que él hubo tomado asiento. Hardcastle estaba a su derecha, y los dos policías, en la primera fila, debajo del estrado. Los miembros del jurado, que hasta entonces se habían dedicado a conversar animadamente entre ellos, ocuparon sus puestos y, al momento, se levantaron. En calidad de magistrado, Darcy había estado presente en algunas vistas previas, y vio que, como en otras ocasiones, allí estaban convocadas las fuerzas vivas de la localidad: George Wainwright, el boticario; Frank Stirling, que regentaba el colmado de Lambton; Bill Mullins, el herrero de la aldea de Pemberley; y John Simpson, el sepulturero, vestido con su traje negro riguroso, que según se decía había heredado de su padre. El resto de los miembros del tribunal eran granjeros, y casi todos ellos habían llegado en el último minuto, confusos y acalorados: siempre había cosas que hacer en sus granjas, y no veían nunca el momento de abandonarlas.

El juez de instrucción se volvió hacia el oficial de prisiones.

– ‌Puede retirar las esposas al señor Wickham. Ningún preso de mi jurisdicción se ha dado nunca a la fuga.

La orden fue cumplida en silencio, y Wickham, tras frotarse las muñecas, permaneció de pie sin decir nada, mirando de vez en cuando la sala, con la intención aparente de buscar algún rostro conocido. Inmediatamente después se hizo prestar juramento a los participantes, y mientras los miembros del jurado lo hacían, Makepeace se dedicó a observarlos con la intensidad escéptica de un hombre que estudiara la compra de un caballo de más que dudosas cualidades, antes de proceder a su habitual advertencia inicial.

– ‌No es la primera vez que nos vemos, caballeros, y creo que conocen ustedes su deber. Su deber es escuchar con atención las pruebas que se presenten, y pronunciarse sobre la causa de la muerte del capitán Martin Denny, cuyo cuerpo sin vida fue hallado en el bosque de Pemberley alrededor de las diez de la noche del viernes catorce de octubre. No han sido convocados aquí a participar en un juicio penal ni a enseñar a la policía cómo ha de llevar a cabo su investigación. Entre las opciones que se les planteen, pueden, si así lo creen, considerar que no se trató de una muerte por accidente o por casualidad, y un hombre no se suicida golpeándose a sí mismo la nuca con una piedra. Eso puede llevarles, lógicamente, a la conclusión de que esta muerte fue un homicidio, y en ese caso deberán dilucidar entre dos posibles veredictos. Si no existen pruebas que indiquen quién fue el responsable, dictarán un veredicto de asesinato cometido por persona o personas desconocidas. Les he planteado las opciones existentes, pero debo hacer hincapié en que el veredicto sobre la causa de la muerte depende enteramente de ustedes. Si las pruebas les llevan a la conclusión de que conocen la identidad del asesino, podrán nombrarlo y, como en todos los casos de delito grave, este será mantenido bajo custodia y llevado a juicio cuando se convoque el siguiente tribunal itinerante del condado de Derby. Si tienen alguna pregunta que formular a algún testigo, por favor, levanten la mano y hablen con claridad. Empezamos. Propongo llamar primero a Nathaniel Piggott, propietario de la taberna Green Man, que aportará pruebas sobre el inicio del último viaje del desgraciado caballero.

A partir de ahí, y para alivio de Darcy, la vista previa se desarrolló a buen ritmo. Parecía evidente que el señor Piggott había sido advertido de que, en los juicios, lo más sensato era decir lo menos posible y, tras prestar juramento, se limitó a confirmar que el señor y la señora Wickham, acompañados del señor Denny, habían llegado a la posada en la tarde del viernes en coche de punto, poco después de las cuatro, y que habían encargado que el cabriolé que él siempre tenía en la posada los llevara a Pemberley esa noche, donde dejarían a la señora Wickham, y desde donde los dos caballeros proseguirían viaje hasta el King’s Arms de Lambton. No había oído ninguna discusión entre las partes aquella tarde, ni cuando se subieron al coche. El capitán Denny, que parecía un caballero tranquilo, se había mantenido en silencio, y el señor Wickham no había dejado de beber, aunque, a su juicio, no podía decirse que estuviera ebrio ni incapacitado.

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