– ¿Cuándo ha llegado, señor?
– Hará unos cuarenta minutos. He contratado un cabriolé. No es la manera más cómoda de viajar grandes distancias, y tenía previsto venir en el carruaje. Sin embargo, la señora Bennet ha protestado, alegando que lo necesita para transmitir las últimas novedades sobre la desgraciada situación del señor Wickham a la señora Philips, a los Lucas, y a las muchas otras partes interesadas de Meryton. Desplazarse en un coche de punto sería un desdoro, no solo para ella, sino para toda la familia. Habiendo decidido abandonarla en estos difíciles momentos, no podía privarla, además, de una de sus comodidades más apreciadas, de modo que el carruaje se lo ha quedado la señora Bennet. No es mi intención darles más trabajo con esta visita no anunciada, pero me ha parecido que tal vez se alegrara de contar con otro hombre en la casa cuando tenga que atender a la policía u ocuparse del bienestar de Wickham. Elizabeth me contó por carta que es posible que el coronel deba retomar pronto sus deberes y que Alveston regrese a Londres.
– Ambos partirán tras la celebración de la vista previa, que según oí el domingo tendrá lugar mañana. Su presencia aquí, señor, será un consuelo para las damas, y a mí me dará confianza. El coronel Fitzwilliam le habrá informado de los pormenores de la detención de Wickham.
– Sucintamente, aunque con precisión, sin duda. Parecía estar transmitiéndome un informe de campo. Casi me he sentido obligado a ponerme firme y a ejecutar un saludo militar. Creo que se dice «ejecutar», ¿no es así? No tengo experiencia en cuestiones relacionadas con el ejército. El esposo de Lydia parece haber conseguido, con su última hazaña, combinar magistralmente el entretenimiento de las masas y la mayor vergüenza para su familia. El coronel me ha comunicado que se encontraba usted en Lambton, visitando al prisionero. ¿Cómo lo ha encontrado?
– Con buen ánimo. El contraste entre su actual aspecto y el que presentaba el día del ataque a Denny resulta asombroso, aunque, por supuesto, en aquella ocasión se encontraba ebrio y bajo los efectos de un shock profundo. Hoy ya había recobrado su coraje y su buen aspecto. Se muestra notablemente optimista sobre el resultado de la investigación, y Alveston opina que tiene motivos para ello. La ausencia del arma del delito juega, sin duda, a su favor.
Los dos hombres tomaron asiento. Darcy se percató de que la mirada del señor Bennet se dirigía hacia la Edinburgh Review , pero este resistió la tentación de seguir leyendo.
– Ojalá el señor Wickham decidiera de una vez qué quiere que el mundo piense de él -dijo-. Cuando se casó era un teniente que realizaba su servicio militar, irresponsable pero encantador, actuando y sonriendo como si hubiera aportado al matrimonio tres mil libras al año y una residencia digna de tal nombre. Después, tras ser destinado a su puesto, se convirtió en hombre de acción y en héroe popular, un cambio a mejor, sin duda, que complació sobremanera a la señora Bennet. Y ahora parece que vamos a verlo hundido del todo en la villanía, y aunque espero que el riesgo sea remoto, podría acabar convertido en espectáculo público. Siempre ha perseguido la notoriedad, si bien no creo que la quisiera con el aspecto final que amenaza con presentársele. No puedo creer que sea culpable de asesinato. Sus faltas, por más inconvenientes que hayan resultado a sus víctimas, no han implicado nunca, por lo que yo sé, violencia sobre él ni sobre los demás.
– No podemos penetrar en las mentes ajenas -comentó Darcy-, pero lo creo inocente, y me aseguraré de que cuente con la mejor asesoría y representación legal.
– Es generoso por su parte, y sospecho, aunque mi conocimiento al respecto no sea firme, que no es este el primer acto de generosidad por el que mi familia le está en deuda. -Sin esperar respuesta, el señor Bennet añadió-: Por lo que me ha contado el coronel Fitzwilliam, entiendo que Elizabeth y la señorita Darcy se encuentran realizando una acción caritativa, que han llevado una cesta con provisiones a una familia afligida. ¿Para cuándo se espera su regreso?
Darcy consultó la hora en su reloj de bolsillo.
– Ya deberían venir de camino. Si le apetece un poco de ejercicio, señor, acompáñeme al bosque, y allí las esperaremos.
Era evidente que el señor Bennet, bien conocido por su sedentarismo, estaba dispuesto a renunciar a su revista y a las comodidades de la biblioteca a cambio del placer de sorprender a su hija. En ese momento apareció Stoughton, disculpándose por no haber estado custodiando la puerta a la llegada de su señor, y rápidamente fue a buscar los sombreros y los abrigos de ambos caballeros. Darcy estaba tan impaciente como su compañero por ver aparecer el landó. De haberla considerado peligrosa, no habría autorizado la expedición, y sabía que Alveston era un hombre tan capaz como digno de confianza, pero desde el asesinato de Denny se apoderaba de él un temor impreciso y tal vez irracional cada vez que su esposa se ausentaba de su lado. Así pues, le causó gran alivio comprobar que el vehículo aminoraba el paso y, finalmente, se detenía a unas cincuenta yardas de Pemberley. No fue plenamente consciente de la gran alegría que le había proporcionado la llegada del señor Bennet hasta que Elizabeth descendió apresuradamente del landó y corrió hacia su padre.
– ¡Oh, padre, cómo me alegro de verte! -exclamó con entusiasmo, fundiéndose con él en un abrazo.
La vista previa se celebró en una sala espaciosa de la taberna King’s Arms, construida en la parte trasera del establecimiento hacía unos ocho años para que sirviera de sala de actos públicos, entre ellos las danzas que se celebraban ocasionalmente, camufladas bajo la apariencia, más digna, de bailes de gala. El entusiasmo de la novedad y el orgullo local habían asegurado su éxito inicial, pero en aquellos tiempos difíciles de guerra y escasez, no había ni dinero ni ánimos para frivolidades, y la sala, que se usaba sobre todo para encuentros oficiales, casi nunca se llenaba y ofrecía el aspecto desangelado y algo triste de todo lugar pensado originalmente para actividades comunitarias. El tabernero, Thomas Simpkins, y su esposa, Mary, se encargaron de los preparativos habituales para un evento que atraería sin duda a un público numeroso y, consiguientemente, aportaría beneficios al bar. A la derecha de la puerta se alzaba un estrado lo bastante espacioso como para que cupiera una orquestina de baile, y sobre él habían colocado un imponente sillón de madera traído desde la taberna contigua, y cuatro sillas más pequeñas, dos a cada lado, para los jueces de paz o el resto de las autoridades que finalmente asistieran. Se habían usado las demás sillas disponibles en el local, y la disparidad de modelos daba a entender que los vecinos también habían contribuido con las suyas. Quien llegara tarde tendría que seguir el acto de pie.
Darcy sabía que el juez de instrucción se tomaba muy en serio su cargo y las responsabilidades inherentes a él, y que le habría alegrado ver que el dueño de Pemberley llegaba en coche, como exigía la ocasión. Él, personalmente, habría preferido hacerlo a caballo, como habían propuesto el coronel y Alveston, pero cedió y recurrió al cabriolé. Al acceder a la sala vio que ya se había congregado bastante gente. Se oía un murmullo animado, aunque el tono, a su juicio, era más sosegado que expectante. A su llegada, los asistentes quedaron en silencio, y muchos se llevaron la mano a la frente y le susurraron algún saludo. Nadie, ni siquiera los arrendatarios de sus propiedades, se levantó a recibirlo, como habrían hecho en circunstancias normales, pero él lo consideró menos una afrenta que la convicción, por parte de ellos, de que era a él a quien correspondía, por posición, dar el primer paso.
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