Sus pensamientos la llevaron hasta Darcy y el coronel. Le parecía mal que estuvieran durmiendo, o intentando dormir, tan incómodamente, y más después de un día espantoso. ¿Qué le habría pasado por la cabeza al coronel Fitzwilliam para proponer algo así? Ella sabía que la idea había sido suya. ¿Acaso había algo importante que debía comunicar a Darcy, y necesitaba pasar unas horas con él sin que nadie los interrumpiera? ¿Le revelaría algún dato sobre aquel misterioso paseo a caballo o sus confidencias tendrían que ver más bien con Georgiana? Entonces se le ocurrió que, tal vez, su interés en forzar ese encuentro lo motivara su deseo de impedir que Darcy y ella pasaran un rato a solas; desde que habían regresado con el cadáver de Denny, su esposo y ella apenas habían tenido tiempo de conversar en privado. Pero al momento apartó aquella ridícula idea de su mente e intentó dormir un rato más.
A pesar de saber que su cuerpo estaba extenuado, su mente no se había mostrado nunca tan activa. Pensaba en lo mucho que había que hacer antes de la llegada de sir Selwyn Hardcastle. Habría que notificar a cincuenta casas la cancelación del baile. No habría servido de nada enviar notas esa noche, pues la mayoría de los invitados estarían ya acostados. Con todo, tal vez ella debería haberse quedado levantada hasta más tarde y, como mínimo, haber empezado con la tarea. Pero existía una responsabilidad más inmediata que debía atender antes. Georgiana se había acostado temprano, y no sabría nada de la tragedia de la noche. Desde su intento de seducirla, ocurrido siete años atrás, Wickham no había vuelto a ser recibido en Pemberley, y su nombre no se había pronunciado ni una sola vez. Todos habían actuado como si aquello no hubiera sucedido. Ella sabía que la muerte de Denny haría aumentar el dolor del presente y resucitaría la tristeza del pasado. ¿Conservaba Georgiana algo del afecto que había sentido por Wickham? ¿Cómo soportaría verlo, teniendo, como tenía, a dos pretendientes en casa, y más en aquellas circunstancias de sospecha y horror? Elizabeth y Darcy pensaban reunirse con todos los miembros del servicio en cuanto hubieran terminado el desayuno, para informarles de la desgracia, pero resultaría imposible mantener ignorantes de la llegada de Lydia y Wickham a las doncellas, que, ya desde las cinco de la mañana, estarían atareadas limpiando habitaciones y encendiendo fuegos. Ella sabía que Georgiana solía despertarse temprano, y que su camarera descorrería las cortinas y le traería el té, puntualmente, a las siete. Era ella, Elizabeth, la que debía hablar con Georgiana antes de que alguien, sin querer, le revelara la noticia.
Consultó la hora en el pequeño reloj dorado de la mesilla de noche, y vio que eran las seis y cuarto. Y precisamente entonces, cuando era tan importante que se mantuviera despierta, sintió que le llegaba el sueño. Pero no, debía resistir, tenía que levantarse y, diez minutos antes de las siete, encendió una vela y se dirigió en silencio al dormitorio de Georgiana. Elizabeth siempre se despertaba temprano, a medida que los sonidos familiares de la casa cobraban vida, saludando la nueva jornada con las expectativas renovadas de la alegría, las horas por venir llenas de los placeres de una comunidad que vivía en paz consigo misma. Ahora, en cambio, hasta ella llegaban ruidos lejanos, arañazos de ratones que indicaban que las doncellas ya se habían puesto en marcha. No era probable que las encontrara en la planta noble, pero, si lo hacía, esbozaría una sonrisa y se pegaría a la pared para cederles el paso.
Llamó con delicadeza a la puerta y, al entrar, vio que Georgiana ya llevaba puesto el salto de cama y estaba de pie junto a la ventana, contemplando la oscuridad compacta. Casi al momento llegó su camarera. Elizabeth recibió la bandeja y la dejó sobre el velador del dormitorio. Georgiana parecía presentir que algo iba mal. Tan pronto como la doncella se retiró, se acercó a ella y le habló con aprensión en la voz.
– Pareces cansada, querida Elizabeth. ¿No te sientes bien?
– Estoy bien, aunque preocupada. Sentémonos aquí las dos juntas, Georgiana, tengo algo que decirte.
– ¿Le ocurre algo al señor Alveston?
– No, no es el señor Alveston.
Y entonces, Elizabeth le contó resumidamente lo que había sucedido la noche anterior. Le dijo que, cuando encontraron el cuerpo sin vida del capitán Denny, Wickham estaba arrodillado junto a él, profundamente alterado, pero no reprodujo las palabras que, según Darcy, había pronunciado. Georgiana permaneció sentada, en silencio, mientras ella hablaba, con las manos apoyadas en el regazo. Al mirarla, Elizabeth vio que dos lágrimas brillaban en sus ojos y descendían sin freno por sus mejillas. Alargó la mano y cubrió con ella las de la joven.
Tras unos momentos en silencio, Georgiana se secó los ojos y dijo con calma:
– Debe de parecerte extraño, mi querida Elizabeth, que llore por un joven al que no conozco, pero no puedo evitar acordarme de lo felices que estábamos en la sala de música, pensar que, mientras yo tocaba y cantaba con el señor Alveston, el capitán Denny era brutalmente asesinado a menos de dos millas de casa. ¿Cómo afrontarán sus padres la terrible noticia? Qué pérdida, qué dolor para sus amigos. -Y entonces, tal vez al percatarse de la expresión de sorpresa dibujada en el rostro de Elizabeth, añadió-: Hermana querida, ¿creías que lloraba por el señor Wickham? Está vivo, y Lydia y él volverán a estar juntos muy pronto. Me alegro por los dos. No me sorprende que él se mostrara tan alterado por la muerte de su amigo, incapaz de salvarle la vida, pero, querida Elizabeth, no pienses, te lo ruego, que me perturba que haya regresado a nuestras vidas. El tiempo en que creí estar enamorada de él ya pasó, y ahora sé que fue solo un recuerdo de lo amable que era conmigo cuando era niña, y que fue gratitud por su afecto, y tal vez causa de la soledad, pero nunca amor. Incluso en aquella época, a mí misma me parecía más una aventura infantil que una realidad.
– Georgiana, él quería casarse contigo. Nunca lo negó.
– Ah, sí, eso sí era totalmente en serio. -Se sonrojó-. Pero me prometió que viviríamos como hermanos hasta que se celebrase la boda.
– ¿Y tú le creíste?
Elizabeth detectó una nota de tristeza en la voz de Georgiana.
– Sí, claro que le creí. Entiéndelo, él no estuvo nunca enamorado de mí, lo que él quería era dinero. Él siempre quería dinero. No le guardo rencor, salvo por los problemas y el sufrimiento que causó a mi hermano. Pero preferiría no verlo.
– Sí, será mucho mejor -coincidió Elizabeth-, y además no es necesario.
No añadió que, a menos que fuera muy afortunado, George Wickham abandonaría Pemberley algo más tarde custodiado por la policía.
Terminaron el té casi en silencio. Y entonces, cuando Elizabeth se levantaba para irse, Georgiana dijo:
– Fitzwilliam no menciona nunca a Wickham ni lo que ocurrió hace ya años. Resultaría más fácil si lo hiciera. Sin duda es importante que los que se aman sean capaces de hablar abierta y sinceramente sobre las cuestiones que les afectan.
– Creo que así es, aunque en ocasiones resulta difícil. Depende de si se encuentra el momento adecuado.
– Nunca encontraremos el momento adecuado. La única amargura que siento es la vergüenza de haber decepcionado a un hermano querido, y la certeza de que ya nunca volverá a confiar en mi buen juicio. Pero, Elizabeth, el señor Wickham no es un hombre malo.
– Tal vez no, tal vez solo sea peligroso y muy temerario -observó Elizabeth.
– Con el señor Alveston sí he comentado lo que ocurrió, y él opina que es posible que el señor Wickham estuviera enamorado de mí, aunque siempre lo motivó su necesidad de dinero. Si puedo hablar abiertamente con el señor Alveston, ¿por qué no puedo hacerlo con mi hermano?
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