P. James - La muerte llega a Pemberley
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– Naturalmente, así se hará. ¿Puedo ofrecerles a usted y al doctor Belcher algún refrigerio antes de su partida?
– No, gracias. -Y, como si acabara de caer en la cuenta de que debía decir algo más, añadió-: Siento que esta tragedia haya ocurrido en su finca. Inevitablemente va a ser causa de disgusto, sobre todo entre las damas de la familia. El hecho de que Wickham y usted no mantuvieran una buena relación no la hará más fácil de soportar. Como magistrado, usted comprenderá mi responsabilidad en este asunto. Le enviaré un mensaje al juez de instrucción, y espero que las pesquisas puedan tener lugar en Lambton en unos días. Se constituirá un jurado local. Como es natural, se reclamará su presencia, así como la de los demás testigos que encontraron el cadáver.
– Allí estaré, sir Selwyn.
– Voy a necesitar ayuda con la camilla para llevar a la víctima hasta el furgón fúnebre. -Selwyn se volvió hacia Brownrigg-. ¿Puede asumir la misión de vigilar a Wickham y enviar a Stoughton aquí abajo? Y, doctor McFee, ya que está usted aquí y sin duda desea ser útil, tal vez usted también pueda ayudarnos a cargar con el cuerpo.
Menos de cinco minutos después, el cadáver de Denny, no sin algún resoplido del doctor McFee, fue transportado desde la armería hasta el furgón. Despertaron al cochero, que se había dormido, y sir Selwyn y el doctor Belcher se montaron en el coche. Darcy y Stoughton esperaron junto a la puerta abierta hasta que los vehículos, alejándose con estrépito, se perdieron de vista.
El mayordomo dio media vuelta, dispuesto a entrar en casa.
– Entrégueme las llaves, Stoughton -le ordenó Darcy-. Ya cerraré yo. Necesito tomar el aire.
El viento había amainado, pero ahora unos gruesos goterones de lluvia caían sobre la superficie moteada del río, bañado por la luz de la luna llena. ¿Cuántas veces habría estado ahí mismo, a solas, para huir unos minutos de la música y el griterío de la sala de baile? Ahora, tras él, la casa estaba en silencio, a oscuras, y la belleza que había sido su solaz durante toda su vida no alcanzaba a rozar su espíritu. Elizabeth debía de estar en la cama, aunque dudaba de que estuviera dormida. Le hacía falta el consuelo de sentirse a su lado, pero debía de estar exhausta y aunque añoraba su voz, sus palabras tranquilizadoras y su amor, no pensaba despertarla. Pero cuando volvió a entrar en el vestíbulo y giró la llave, después de pasar los cerrojos, percibió una luz tenue tras él y, al darse la vuelta, vio a Elizabeth, que, sosteniendo una vela, bajaba por la escalera y se dirigía hacia él para que la estrechara en sus brazos.
Tras unos segundos de silencio reparador, se apartó un poco de él.
– Amor mío -le dijo-, no has comido nada desde la cena, y pareces fatigado. Debes alimentarte un poco. La señora Reynolds ha llevado algo de sopa caliente al comedor. El coronel y Charles ya se encuentran ahí.
Pero el alivio del lecho compartido y de los brazos amorosos de Elizabeth iba a serle denegado. En el comedor pequeño vio que Bingley y el coronel ya habían saciado su apetito, y que este estaba decidido a asumir el mando una vez más.
– Darcy -le dijo-, propongo que pasemos la noche en la biblioteca, que se encuentra lo bastante cerca de la puerta principal y nos permitirá garantizar hasta cierto punto la seguridad de la casa. Me he tomado la libertad de pedir a la señora Reynolds que nos traiga mantas y almohadas. Pero no hace falta que me acompañe, si necesita la mayor comodidad de su propio lecho.
A Darcy le pareció que la precaución de pasar lo que quedaba de noche junto a una puerta cerrada con llave era innecesaria, pero no podía permitir que un invitado suyo durmiera incómodamente mientras él lo hacía en su dormitorio. Sintiendo que no tenía elección, dijo:
– No creo que la persona que ha matado a Denny sea tan imprudente como para atacar Pemberley, pero por supuesto me quedaré con usted.
– La señora Bingley duerme en el sofá del dormitorio de la señora Wickham -intervino Elizabeth-, y Belton estará despierta, como yo. Iré a comprobar que todo esté bien antes de retirarme. Les deseo, caballeros, una noche sin sobresaltos, y espero que puedan dormir algunas horas seguidas. Puesto que sir Selwyn Hardcastle estará de vuelta a las nueve, ordenaré que sirvan el desayuno temprano. Que tengan buenas noches.
2
Al entrar en la biblioteca, Darcy vio que Stoughton y la señora Reynolds se habían esmerado en procurarles la máxima comodidad posible al coronel y a él. Habían avivado la lumbre, habían cubierto los carbones con papel para que no crepitaran, y sobre la rejilla estaban preparados los troncos nuevos. La cantidad de mantas y almohadones era más que suficiente. Una fuente cubierta, repleta de sabrosas tartas, botellas de vino y agua, platos, vasos y servilletas cubrían una mesa redonda, situada a cierta distancia de la chimenea.
Personalmente, Darcy consideraba innecesaria aquella guardia nocturna. La puerta principal de Pemberley quedaba bien cerrada con llave y cerrojos, e incluso si Denny había sido asesinado por un desconocido, tal vez algún desertor del ejército al que habían desenmascarado y que había respondido con una violencia mortífera, el hombre no supondría la menor amenaza física para la casa, ni para quienes residían en ella. Estaba a la vez cansado e inquieto, estado poco propicio para sumirse en el sueño, algo que, incluso en el caso de que llegara a suceder, parecería una dejación de su responsabilidad. Le perturbaba la premonición de que algún peligro amenazaba Pemberley, a pesar de que no era capaz de llegar a definir con un mínimo de lógica de qué peligro podía tratarse. Y allí, en una de las butacas de la biblioteca, con el coronel como compañía, no creía que fuera a echar más que alguna cabezada en las horas que quedaban de noche.
Mientras se instalaban en los asientos mullidos y bien tapizados -el coronel en el más cercano al fuego-, se le ocurrió que tal vez su primo hubiera propiciado aquella guardia porque quería confiarle algo. Nadie le había preguntado nada sobre su paseo a caballo, justo antes de las nueve, y sabía que, como él, Elizabeth, Bingley y Jane debían de esperar que les proporcionara alguna explicación. Como ésta aún no había llegado, la discreción prohibía formular preguntas. Con todo, la delicadeza no impediría que Hardcastle las planteara a su regreso; Fitzwilliam sabía sin duda que era el único miembro de la familia y de los invitados que aún no había presentado una coartada. Darcy no se había planteado siquiera que el coronel estuviera implicado de algún modo en la muerte de Denny, pero el silencio de su primo resultaba preocupante y, lo que era más sorprendente en un hombre tan formal como él, sonaba a descortesía.
Para su sorpresa, sintió que se quedaba dormido mucho más deprisa de lo que había supuesto, e incluso tuvo que hacer esfuerzos para responder a unos pocos comentarios superficiales que le llegaban desde una distancia remota. Cada vez que se revolvía en la silla, Darcy regresaba momentáneamente a la conciencia, y su mente se percataba de dónde se encontraba. Observó brevemente al coronel, medio tendido en la butaca, el rostro de hermosas facciones enrojecido por el fuego, la respiración profunda y acompasada, y se fijó durante unos instantes en las llamas moribundas que lamían un tronco tiznado. Obligó a sus miembros entumecidos a levantarse y, con infinito cuidado, añadió más leña a la chimenea, volvió a cubrirse con la manta y se quedó dormido.
Su siguiente despertar fue curioso. Fue un retorno súbito y absoluto a la conciencia, durante el cual todos sus sentidos pasaron a un estado de alerta tan agudo que tuvo la sensación de que hubiera estado esperando ese momento. Se encontraba acurrucado, de perfil, y a pesar de tener los ojos casi cerrados vio al coronel plantarse frente a la chimenea, bloqueando momentáneamente el brillo que aportaba la única fuente de luz a la estancia. Darcy no sabía si había sido ese cambio lo que lo había despertado. No le costó fingir que seguía dormido, ni seguir observando a través de sus ojos entornados. La casaca del coronel colgaba del respaldo de su silla, y en ese momento este rebuscó algo en un bolsillo y extrajo un sobre. Todavía de pie, desplegó un documento y pasó un rato estudiándolo. Después, Darcy no vio más que la espalda de su primo, el movimiento brusco de su brazo y el destello de una llamarada; el papel estaba ardiendo. Darcy soltó un gruñido débil, y apartó más el rostro del fuego. En condiciones normales, habría dado a entender a su primo que estaba despierto, y le habría preguntado si había podido dormir un poco. Ahora, su pequeño engaño le parecía innoble. Pero la sorpresa y el horror al ver por primera vez el cadáver de Denny, la desorientación causada por la luz de la luna, lo habían agitado como un terremoto mental tras el que ya no estaba seguro de nada, y tras el que todas las cómodas convenciones y presuposiciones que, desde la infancia, habían regido su vida, se esfumaban a su alrededor, convertidas en escombros. Comparados con la sacudida inicial, el extraño comportamiento del coronel, su paseo nocturno a caballo, aún sin explicar y, ahora, la destrucción aparentemente furtiva de un documento no eran sino réplicas pequeñas que, de todos modos, resultaban desconcertantes.
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