– Aparte de un baúl, un sombrerero y un bolso propiedad de la señora Wickham -respondió Darcy-, en el vehículo encontramos otras dos bolsas, una marcada con las iniciales GW, y la otra con el nombre del capitán Denny. Como Pratt me informó de que el cabriolé había sido contratado para llevar a los dos caballeros hasta la posada King’s Arms de Lambton, dejamos las bolsas en el coche hasta que regresamos con el cuerpo sin vida del capitán Denny, y solo entonces ordenamos que las entraran en casa.
– Habrá que examinarlas, por supuesto -anunció el magistrado-. Confiscaré todas las que no pertenezcan a la señora Wickham. Entretanto, veamos qué llevaba encima.
Sostuvo el gabán con las manos y lo agitó vigorosamente. Tres hojas secas pegadas a la tela descendieron revoloteando hasta el suelo, y Darcy se fijó en que había algunas más adheridas a las mangas. Hardcastle entregó la prenda a Mason, que la sujetó mientras sir Selwyn hundía las manos en los bolsillos. Del izquierdo extrajo las pequeñas pertenencias que los viajeros suelen llevar consigo: un lápiz, una libreta pequeña sin ninguna anotación, dos pañuelos, y una petaca a la que Hardcastle quitó el tapón antes de confirmar que contenía whisky. El bolsillo derecho aportó un objeto más interesante, una billetera de piel que Hardcastle abrió, y de la que extrajo un fajo de billetes cuidadosamente doblados, que se dispuso a contar.
– Treinta libras justas. En billetes claramente nuevos, o al menos emitidos recientemente. Le extenderé un recibo por ellos, Darcy, hasta que descubramos quién es su legítimo propietario. Esta misma noche los depositaré en mi caja fuerte. Tal vez mañana a primera hora obtenga alguna explicación sobre dónde ha obtenido tan notable suma. Una posibilidad es que se los quitara a Denny, en cuyo caso podríamos tener un móvil.
Darcy abrió la boca para protestar, pero pensó que si hablaba solo lograría que las cosas empeoraran, y no dijo nada.
– Y ahora -prosiguió Hardcastle-, propongo que vayamos a inspeccionar el cadáver. Supongo que se encuentra custodiado.
– Custodiado, no -admitió Darcy-. El cadáver del capitán Denny está en la armería, bajo llave. La mesa que hay allí me ha parecido un lugar adecuado. Conservo en mi poder las llaves tanto de la habitación como del armario que contiene las armas y la munición; no he considerado necesario disponer la presencia de más vigilantes. Podemos ir ahora. Si no tiene inconveniente, me gustaría que el doctor McFee nos acompañara. Una segunda opinión sobre el estado del cadáver puede resultar ventajosa, ¿no le parece?
Tras unos instantes de vacilación, Hardcastle dijo:
– No veo inconveniente. Usted mismo deseará estar presente, y a mí me harán falta el doctor Belcher y el jefe de distrito Brownrigg, pero nadie más. No hagamos de los muertos un espectáculo público. Vamos a necesitar, eso sí, muchas velas.
– Eso ya lo he previsto -replicó Darcy-. Hemos llevado bastantes a la armería, donde ya solo hace falta encenderlas. Creo que le parecerá que la iluminación es más que suficiente, para ser de noche.
– Necesito que alguien se quede aquí con Mason mientras Brownrigg se ausenta. Stoughton parece una elección acertada. ¿Puede darle orden de que regrese?
El mayordomo, como si ya supusiera que iban a convocarlo, esperaba cerca de la puerta. Entró en la estancia y se colocó junto al agente Mason sin decir palabra. Sosteniendo sus velas, Hardcastle y el grupo salieron, y Darcy, ya desde fuera, oyó que la puerta se cerraba con llave.
Un silencio absoluto reinaba sobre la casa, que bien podría haber estado abandonada. La señora Reynolds había dado orden de acostarse a todos los sirvientes que seguían preparando la comida del día siguiente, y solo ella, Stoughton y Belton seguían de servicio. El ama de llaves aguardaba en el vestíbulo, junto a una mesa sobre la que se alineaban varias velas en altas palmatorias de plata. Cuatro estaban ya encendidas, y sus llamas parecían enfatizar, más que iluminar, la oscuridad circundante del gran recibidor.
– Tal vez no hagan falta todas -dijo la señora Reynolds-, pero he pensado que quizá necesiten algo más de luz.
Cada uno de los hombres cogió y encendió una vela nueva.
– Dejen las otras donde están -sugirió Hardcastle-. El agente vendrá a buscarlas si es necesario. -Se volvió hacia Darcy-. ¿Dice que tiene la llave de la armería, y que la ha provisto del número necesario de velas?
– Sir Selwyn, allí ya contamos con catorce. Las he llevado yo mismo, ayudado por Stoughton. Exceptuando esa visita, nadie más ha entrado en la habitación desde que el cadáver del capitán Denny ha sido llevado hasta allí.
– Empecemos, pues. Cuanto antes examinemos el cuerpo, mejor.
Darcy se alegraba de que el magistrado hubiera aceptado su derecho a formar parte de la expedición. El cadáver de Denny había sido trasladado a Pemberley, y procedía que el señor de la casa estuviera presente cuando lo examinaran, aunque no se le ocurría de qué modo podría ser útil. Encabezó la procesión de velas hacia el ala trasera de la casa y, tras extraer del bolsillo dos llaves unidas por una arandela, usó la mayor para abrir la puerta de la armería. Sus dimensiones eran sorprendentes y en las paredes colgaban cuadros de antiguas partidas de caza y de las piezas abatidas, un estante con libros de registro encuadernados en piel brillante que databan de al menos un siglo atrás, un escritorio de caoba y una silla, y un armario cerrado que contenía las armas y la munición. Resultaba evidente que la mesa estrecha había sido apartada de la pared, y ahora ocupaba el centro del aposento, con el cadáver cubierto por una sábana limpia.
Antes de partir a informar a sir Selwyn de la muerte de Denny, Darcy había ordenado a Stoughton que se ocupara de traer candelas del mismo tamaño, además de algunas de las mejores y más largas velas de cera, lujo que supuso que habría suscitado las murmuraciones del mayordomo y la señora Reynolds. Se trataba de velas normalmente reservadas al comedor. Juntos, Stoughton y él las habían dispuesto en dos hileras sobre el escritorio, con la mecha hacia fuera. Ahora las encendieron y, a medida que las mechas prendían, la habitación se fue iluminando y los rostros atentos quedaron bañados de un resplandor cálido, suavizando incluso los rasgos angulosos y huesudos de Hardcastle. Rastros de humo se elevaban de ellas como incienso, su dulzura pasajera camuflada por el olor de la cera de abeja. Darcy pensó que el escritorio, con sus hileras de luz resplandeciente, se había convertido en un abigarrado altar, que la austera armería era una capilla y que los cinco presentes participaban secretamente en los ritos de alguna religión desconocida pero muy precisa.
Mientras permanecían allí de pie, como acólitos mal ataviados, alrededor del cadáver, Hardcastle apartó la sábana. El ojo derecho apareció ennegrecido por la sangre, que había manchado gran parte del rostro, pero el ojo izquierdo había quedado muy abierto, con la pupila hacia arriba, por lo que Darcy, de pie tras la cabeza de Denny, sintió que se clavaba en él, no con la fijeza de la muerte, sino concentrando una vida entera de reproches.
El doctor Belcher puso las manos sobre el rostro del capitán, sobre los brazos y las piernas, antes de declarar:
– El rigor mortis ya está presente en la cara. A modo de estimación aproximada, diría que lleva muerto unas cinco horas.
Hardcastle tardó poco en sacar sus cálculos.
– Ello confirma lo que ya habíamos inferido, que murió poco después de abandonar el cabriolé y coincidiendo aproximadamente con el momento en que se oyeron los disparos. Fue asesinado hacia las nueve de la noche de ayer. ¿Qué me dice de la herida?
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