– Espero poder responder satisfactoriamente -se limitó a replicar el coronel.
– Cuando la señora Reynolds regrese, infórmale, por favor, de que estoy con la señora Darcy, y de que tomaré el desayuno en el comedor pequeño, como de costumbre.
Dicho esto, se retiró. La noche había resultado incómoda en más de un aspecto, y se alegraba de que hubiera terminado.
Jane, que desde el día de su boda no se había separado de su esposo ni una sola noche, pasó muy inquieta las horas nocturnas en el sofá, junto al lecho de Lydia, y sus breves instantes de sopor se vieron interrumpidos en todo momento por su necesidad de comprobar que esta no se hubiera despertado. El sedante que le había administrado el doctor McFee había surtido efecto, y su hermana dormía profundamente, pero a las cinco y media se había desvelado y exigió que la llevaran de inmediato junto a su esposo. Para Jane, aquella era una petición natural y razonable, pero le pareció sensato advertir a Lydia que era poco probable que Wickham estuviera despierto. Su hermana no estaba dispuesta a esperar, y Jane la ayudó a vestirse; fue un proceso dilatado, pues había insistido en que debía estar deslumbrante. Tardaron bastante en rebuscar en el baúl, del que Lydia sacaba algunos vestidos que extendía para que Jane le diera su opinión. Los descartados se iban amontonando en el suelo. El estado de sus cabellos también le preocupaba. Jane no sabía si estaba justificado despertar a Bingley, pero como se acercó a escuchar y no oyó el menor sonido en la habitación contigua, no se decidió a perturbar su sueño. Sin duda, acompañar a Lydia cuando esta viera a su esposo por primera vez tras todo lo ocurrido era asunto de mujeres, y no estaba bien contar con la buena disposición natural de Bingley solo por su propia tranquilidad. Finalmente, Lydia se declaró satisfecha con su aspecto y, llevando las velas encendidas, avanzaron por los largos pasadizos hasta la habitación en la que custodiaban a Wickham.
Fue Brownrigg quien abrió la puerta y, al notar que entraban, Mason, que dormía en una silla, despertó sobresaltado. Después llegó el caos. Lydia se abalanzó sobre la cama, en la que Wickham seguía inconsciente, se arrojó sobre él como si estuviera muerto, y rompió a llorar, sumida en un estado de angustia manifiesta. Jane tardó bastante en arrancarla con delicadeza del lecho, susurrándole, mientras lo hacía, que sería mejor que regresara más tarde, cuando su esposo despertara y pudiera hablarle. Lydia, tras un último estallido de llanto, se dejó arrastrar hasta el dormitorio, donde, al fin, Jane logró que se calmara, llamó al servicio y pidió desayuno para las dos. No fue la doncella habitual, sino la señora Reynolds, quien lo trajo enseguida, y Lydia, observando con evidente satisfacción los manjares que le habían traído, descubrió que la tristeza le había abierto el apetito y comió con avidez. A Jane le sorprendió que no pareciera preocupada por Denny, quien había sido su preferido entre los oficiales que compartían destino con Wickham en Meryton; la noticia de su muerte brutal, que ella misma le había revelado con el mayor tacto posible, no parecía apenas haber sido registrada por su entendimiento.
Una vez que hubo dado cuenta del desayuno, el humor de Lydia iba del llanto a la autocompasión, del terror ante su futuro y el de Wickham al resentimiento hacia Elizabeth. Si ella y su esposo hubieran sido invitados al baile, como procedía, habrían llegado a la mañana siguiente y por el camino principal. Si habían llegado por el bosque había sido porque su llegada había de ser una sorpresa, de otro modo Elizabeth, probablemente, no le habría permitido la entrada. Era culpa suya que hubieran tenido que contratar un cabriolé y pernoctar en la taberna Green Man, que no era precisamente la clase de lugar que a Wickham y a ella les gustaba. Si su hermana hubiera sido más generosa y les hubiera ayudado, habrían podido permitirse alojarse la noche del viernes en el King’s Arms, de Lambton, y uno de los carruajes de Pemberley habría sido enviado al día siguiente a recogerlos para llevarlos al baile, y Denny no habría viajado con ellos, y nada de todo aquello habría sucedido. Jane tuvo que oírlo todo, con gran dolor de corazón. Como de costumbre, intentó aliviar su resentimiento, le aconsejó paciencia y le infundió esperanza, pero Lydia se regodeaba tanto de su desgracia que no atendía a razones ni aceptaba consejos.
En cualquier caso, nada de todo ello la sorprendía. Desde que era niña, Lydia había sentido rechazo por Elizabeth, y jamás habría podido reinar la comprensión o el afecto fraternal entre dos caracteres tan distintos. La menor, escandalosa y desbocada, ordinaria en su expresión y en su conducta, inmune a todo intento de controlarla, había sido fuente continua de bochorno para las dos Bennett mayores. Era, además, la favorita de su madre y, de hecho, su parecido era notorio, pero existían otros motivos para el antagonismo entre Elizabeth y Lydia. Esta sospechaba, con razón, que aquella había intentado persuadir a su padre para que le prohibiera visitar Brighton. Kitty le había contado que había visto a Elizabeth llamar a la puerta de la biblioteca, y que había sido admitida al santuario, raro privilegio, pues el señor Bennett defendía encarnizadamente que la biblioteca siguiera siendo el lugar de la casa donde podía encontrar paz y sosiego. Intentar negar a Lydia cualquier placer que se hubiera propuesto disfrutar figuraba en un puesto de honor de su lista de agravios fraternales, y para ella se trataba de una cuestión de principio que no debía ni perdonar ni olvidar.
Otra causa de aquel rechazo rayano en enemistad era que Lydia sabía que su hermana había sido escogida por Wickham como su favorita. En una de las visitas de Lydia a Highmarten, Jane la había oído hablar con el ama de llaves. Era la misma de siempre, egoísta e indiscreta: «No, por supuesto que al señor Wickham y a mí nunca nos invitarán a Pemberley. La señora Darcy siente celos de mí, y en Meryton todo el mundo sabe por qué. Cuando él estuvo destinado allí, ella estaba loca por él, y lo habría hecho suyo de haber podido. Pero él escogió a otra… ¡Yo fui la afortunada! Y, de todos modos, Elizabeth nunca lo habría aceptado, no sin dinero; si lo hubiera tenido, hoy sería la señora Wickham por voluntad propia. Solo se casó con Darcy, un hombre horrendo, soberbio y malhumorado, por Pemberley y por su dinero. Eso, en Meryton, también lo sabe todo el mundo.»
Que implicara a un ama de llaves en los asuntos privados de la familia, y la mezcla de falsedades y vulgaridad con la que Lydia chismorreaba sin reparos, hizo que Jane se replanteara la conveniencia de aceptar de tan buen grado las visitas de su hermana, por lo general sorpresivas, y resolvió no alentarlas en lo venidero, tanto por el bien de Bingley y los niños como por el suyo propio. Pero una más sí habría de soportar: le había prometido a Lydia llevarla a Highmarten cuando, según lo dispuesto, Bingley y ella abandonaran Pemberley el domingo por la tarde, y sabía de la gran carga de la que libraría a Elizabeth si esta podía dejar de atender las constantes reclamaciones de atención y compasión, sus impredecibles arrebatos de tristeza combinados con interminables quejas. Jane se había sentido impotente ante la tragedia que se había cernido sobre Pemberley, pero aquel pequeño servicio era lo mínimo que podía hacer por su querida Elizabeth.
Elizabeth dormía profundamente, aunque aquellos breves períodos de reparadora inconsciencia quedaban interrumpidos por pesadillas que la despertaban sobresaltada, y entonces a su mente regresaba el verdadero horror que se cernía como un nubarrón sobre Pemberley. Instintivamente, buscó a su esposo, pero al momento recordó que pasaba la noche con el coronel Fitzwilliam en la biblioteca. Sentía una necesidad casi irreprimible de levantarse y ponerse a caminar de un lado a otro del dormitorio, pero se controlaba y procuraba conciliar el sueño una vez más. Las sábanas de hilo, por lo general frescas y cómodas, habían quedado más retorcidas que una soga, y las almohadas, rellenas de suaves plumas de ganso, parecían duras y calientes, y había que ahuecarlas y darles la vuelta constantemente para que proporcionaran algo de comodidad.
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