P. James - La muerte llega a Pemberley

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La muerte llega a Pemberley: краткое содержание, описание и аннотация

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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– ‌¿De modo que el señor Alveston conoce el secreto? -‌preguntó Elizabeth.

– ‌Por supuesto, somos muy amigos. Pero el señor Alveston comprenderá, como lo comprendo yo, que no podremos ser nada más mientras este horrible misterio siga ensombreciendo Pemberley. Él no ha declarado sus deseos, y no existe ningún compromiso oculto entre nosotros. Yo nunca te mantendría ajena a algo así, querida Elizabeth, ni a mi hermano, pero los dos sabemos qué sienten nuestros corazones, y esperamos confiados.

De modo que ya había otro secreto más en la familia. Elizabeth creía saber por qué Henry Alveston no le había propuesto matrimonio a Georgiana ni le había dejado claras sus intenciones. De haberlo hecho, habría podido interpretarse que deseaba sacar partido de cualquier ayuda que pudiera ofrecer a Darcy, y Alveston y Georgiana eran lo suficientemente sensibles como para saber que un amor con visos de éxito no puede celebrarse bajo la sombra del patíbulo. De modo que Elizabeth se limitó a besar a Georgiana y a susurrarle lo bien que le caía el señor Alveston, y expresó sus mejores deseos para los dos.

Elizabeth consideró que ya había llegado la hora de vestirse y comenzar el nuevo día. Le agobiaba pensar en lo mucho que quedaba por hacer antes de la llegada del señor Selwyn Hardcastle, prevista para las nueve. Lo más importante era enviar notas a los invitados explicando someramente, sin entrar en detalles, las razones que los llevaban a suspender el baile. Georgiana acababa de decirle que, aunque había pedido que le trajeran el desayuno al dormitorio, se reuniría con los demás en el comedor pequeño para tomar café, y que ayudaría gustosamente en lo que pudiera. A Lydia también se lo habían servido en su cuarto, y Jane seguía haciéndole compañía. Una vez que las dos damas estuvieran vestidas y el dormitorio hubiera sido adecentado, Bingley, impaciente siempre por estar junto a su esposa, acudiría a su encuentro.

Tan pronto como se hubo vestido y Belton se hubo ausentado para ver si Jane requería de sus servicios, Elizabeth salió a buscar a su esposo, y juntos se dirigieron a los aposentos de los niños. Por lo general, aquella visita diaria tenía lugar tras el desayuno, pero ambos sentían el temor supersticioso de que el mal que se cernía sobre Pemberley pudiera llegar a los aposentos infantiles, y querían asegurarse de que todo fuera bien. Pero no, nada había cambiado en aquel pequeño reducto de seguridad. Los niños se mostraron encantados de ver a sus padres antes de la hora acostumbrada y, tras los abrazos de rigor, la señora Donovan llevó a Elizabeth aparte y le dijo:

– ‌La señora Reynolds ha tenido la amabilidad de venir a verme a primerísima hora para informarme de la muerte del capitán Denny. Ha sido una sorpresa enorme para todos nosotros, pero puede estar segura de que no revelaremos nada al señorito Fitzwilliam hasta que el señor Darcy considere que es momento de hablar con él y explicarle lo que un niño ha de saber. No tema, señora, que no permitiremos que las doncellas vengan hasta aquí con sus chismes.

Cuando se iban, Darcy mostró su alivio y agradecimiento al saber que Elizabeth ya se lo había contado todo a Georgiana, y que esta había recibido la noticia con un grado de sorpresa que podía considerarse normal. Con todo, Elizabeth notaba que sus viejas dudas y preocupaciones habían vuelto a aflorar, y que él habría preferido que su hermana se mantuviera ignorante de hechos que, sin duda, la devolverían al pasado.

Poco antes de las ocho, Elizabeth y Darcy entraron en el comedor pequeño, donde constataron que todo estaba prácticamente intacto, y que el único presente era Henry Alveston. Todos bebieron mucho café, pero prácticamente no probaron los alimentos que solían servirse durante el desayuno: huevos, bacon, salchichas y riñones.

El encuentro resultaba algo incómodo, y el comedimiento general, tan atípico cuando se encontraban todos juntos, se vio reforzado con la llegada del coronel, y con la de Georgiana, que se produjo segundos después. Ella se sentó entre Alveston y Fitzwilliam y, mientras aquel le servía café, se dirigió a Elizabeth.

– ‌Si te parece, después del desayuno podemos empezar a escribir las notas. Si tú redactas un modelo, yo puedo dedicarme a copiarlo. Puede ser el mismo para todos los invitados, y no tiene por qué ser largo.

Se hizo un silencio que todos sintieron incómodo, y entonces el coronel intervino, volviéndose hacia Darcy:

– ‌Sin duda la señorita Darcy debería abandonar Pemberley, y pronto. Resulta inapropiado que tome parte en este asunto, o que se vea sometida de un modo u otro a los interrogatorios previos a los que procederán sir Selwyn o los comisarios.

Georgiana empalideció visiblemente, pero se expresó con voz firme.

– ‌Me gustaría ayudar. -‌Se dirigió a Elizabeth-‌. A medida que avance la mañana, te requerirán desde muchos frentes, pero si redactas el modelo, yo puedo escribir las copias, y así solo tendrás que firmarlas.

Entonces intervino Alveston.

– ‌Un plan excelente. Solo será necesaria una nota breve. -‌Se volvió hacia Darcy-‌. Permítame ser de ayuda, señor. Si dispusiera de un caballo veloz, podría contribuir entregando las cartas. Siendo, como soy, desconocido para la mayoría de los invitados, me resultaría más fácil evitar unas explicaciones que, en cambio, sí demorarían a un miembro de la familia. Si la señorita Darcy y yo pudiéramos consultar juntos un plano de la zona, trazaríamos la ruta más racional y rápida. Las casas con vecinos cercanos que también hayan sido invitados podrían ocuparse de transmitir la noticia.

Elizabeth pensó que algunos de ellos se mostrarían sin duda encantados con la idea. Si había algo que podía compensarlos de la cancelación del baile era saber que en Pemberley se estaba desarrollando un drama. Aunque algunos de sus amigos lamentarían, sin duda, la zozobra que se había apoderado de todos en la casa y se apresurarían a escribir cartas de apoyo y condolencia, y se dijo que muchas de ellas nacerían de una preocupación y un afecto sinceros. No debía permitir que el cinismo desacreditara el impulso de la compasión y el amor.

Pero Darcy habló con voz fría.

– ‌Mi hermana no ha de participar en esto. Nada de lo ocurrido tiene que ver con ella, y sería del todo inapropiado que lo hiciera.

Georgiana habló sin levantar la voz, pero manteniendo la misma firmeza.

– ‌Pero, Fitzwilliam, sí tiene que ver conmigo. Tiene que ver con todos nosotros.

Antes de que Darcy tuviera tiempo de responder, el coronel intervino.

– ‌Es importante, señorita Georgiana, que no permanezca en Pemberley hasta que se investigue bien el asunto. Esta misma noche enviaré una carta por correo expreso a lady Catherine, y no tengo duda de que ella la invitará de inmediato a Rosings. Sé que a usted no le complace especialmente la casa, y la invitación le resultará, hasta cierto punto, molesta, pero es deseo de su hermano que vaya donde esté a salvo y donde ni el señor ni la señora Darcy deban preocuparse por su seguridad y bienestar. Estoy seguro de que su buen juicio la llevará a comprender que lo que se le propone es sensato… y apropiado.

Ignorándolo, Georgiana se volvió hacia Darcy.

– ‌No tienes de qué preocuparte. Por favor, no me pidas que me vaya. Solo deseo ser útil a Elizabeth, y espero poder serlo. No veo que haya nada inapropiado en ello.

Fue entonces cuando intervino Alveston:

– ‌Discúlpeme, señor, pero siento que es mi deber manifestar algo. Hablan ustedes sobre lo que ha de hacer la señorita Darcy como si fuera una niña. Estamos ya en el siglo diecinueve. No hace falta ser discípulo de Wollstonecraft para opinar que a la mujer no debe negársele la voz en los asuntos que la incumben. Hace ya siglos se aceptó que las mujeres tienen alma. ¿No va siendo hora de que se acepte que también tienen mente?

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